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Los duelistas, o la anatomía de un trol

Los duelistas (1977). Imagen: Paramount Pictures / Enigma Productions / Scott Free Enterprises / National Film Finance Corporation (NFFC)
Los duelistas (1977). Imagen: Paramount Pictures / Enigma Productions / Scott Free Enterprises / National Film Finance Corporation

En 1908 Joseph Conrad publicó la historia de un trol. Quizás el lector arrugue la nariz y piense «eso es imposibe». Las breves líneas que vienen a continuación intentarán demostrarle que es así.

Podemos seguir la historia a la que me refiero a través de la obra original de Conrad, El duelo (aquí, por ejemplo), o en Los duelistas, la extraordinaria versión cinematográfica que dirigió Ridley Scott en 1977, antes de Alien y Blade Runner, y mucho antes de rodar algunas de las películas más idiotas de la historia del celuloide. Sea como sea, todo este artículo es un colosal spoiler, así que avisado queda quien siga sin conocerlas.

La historia comienza en Estrasburgo en 1800. Gabriel Feraud, oficial de caballería, se bate en duelo con el hijo del alcalde y lo deja medio muerto. El también teniente de húsares Armand d’Hubert recibe la orden de comunicarle su arresto, cosa que hace en el salón de una dama local, donde lo encuentra por fin pasando la tarde. Feraud lo toma como una ofensa personal, a lo que se añade un supuesto menosprecio de d’Hubert al emperador Bonaparte, y el malentendido acaba en un duelo en el que Feraud sale peor parado, pero que d’Hubert también lamenta al perder su destino en el estado mayor del general Treillard.

Tiempo después, ambos hombres vuelven a encontrarse y retoman el duelo a instancias de Feraud, cuyo honor no parece satisfecho. Esta vez es d’Hubert quien se salva por los pelos. En encuentros sucesivos a lo largo de los años y los campos de batalla europeos, Feraud perseguirá a d’Hubert para enjugar una ofensa imaginaria e irreparable, en duelos de todas las modalidades que solo interrumpirán los destinos separados o la ocasional diferencias de rangos a medida que ambos ascienden en sus carreras militares.

Gabriel Feraud es, claro, el trol al que me refería al principio de este artículo. Como sucede en la red, una vez su vida se ha cruzado con la de Armand d’Hubert no hay otra pasión que le consuma: reparar esa afrenta primordial que solo él ha percibido. Lo que en la vida de internet se corresponde con una pulsión fundamental: llevar razón. Como Feraud, el trol es capaz de perseguir a su ofensor a través de los años y los debates con la intención de hacerle pagar algo que, en general, el resto del mundo no entiende bien, o que con frecuencia se circunscribe al nebuloso universo de las opiniones y los gestos. Porque lo fundamental es que el trol, como Feraud, no busca resolver una cuestión externa a la propia discusión, ni mucho menos alcanzar algún punto de acuerdo con el otro, sino llevar razón, y llevar razón de una manera metafísica y definitiva.

Pero, me dirán algunos, Feraud actúa públicamente en defensa de su buen nombre, mientras que solemos asociar al trol con el anonimato. Cierto es que hay millones de troles anónimos, y no cabe duda de que el anonimato incentiva todo tipo de comportamientos antisociales en la red y fuera de ella. Pero infinidad de ellos actúan en defensa de una identidad que perciben tan real como la analógica. Y, además, el verdadero trol al que dedicamos este ensayo, el trol duelista, no solo actúa a cara descubierta, sino que se recrea en pasear su nombre real y su imagen por todos los rincones de internet en los que busca justicia para su causa. Porque lo que desea de manera ardiente es, ante todo, reconocimiento.

Los duelistas (1977). Imagen: Paramount Pictures / Enigma Productions / Scott Free Enterprises / National Film Finance Corporation (NFFC)
Los duelistas (1977). Imagen: Paramount Pictures / Enigma Productions / Scott Free Enterprises / National Film Finance Corporation

El buen trol añade siempre además una dosis generosa de comportamiento pasivo-agresivo, y alterna las bravatas y los insultos con las protestas y la pose de víctima, de la misma manera que el bravucón Feraud se siente herido de manera irreparable por unas palabras más bien neutras pronunciadas delante de una dama por un mandado. He conocido incluso a alguno que, después de años de publicar libelos y emprender campañas lunáticas contra todo tipo de personajes que, al parecer, le habían ultrajado a él, a su sentido cívico o a una Verdad de orden superior, se quejaba amargamente de que una crítica a uno de sus escritos en los comentarios de un oscuro blog le podía causar un grave perjuicio profesional y de imagen.

Porque además, el trol, como el Feraud avejentado y derrotado del final del relato, siempre tiene a otros a mano para explicar sus fracasos y decepciones. Nunca se le ocurre —y si le pasa por la cabeza, jamás lo deja intuir— que buena parte de ellos quizás se deban a su personalidad obsesiva, y a su incapacidad para entenderse con los demás y transigir con esa forma civil de hipocresía que es el pago por vivir en sociedad y que señala el paso de la adolescencia a la edad adulta. La tragedia fundamental de los Ferauds de carne y hueso reside en que, en determinados contextos de violencia o de opresión, un trol puede ser un figura imprescindible, un ejemplo ético y un héroe; pero en la vida cotidiana, en la que operan los mecanismos más tediosos y menos épicos de la negociación, la transacción y el respeto más o menos cínico a ficciones compartidas, no es más que un bufón, un pobre diablo incapacitado para hablar, acordar y vivir mejor.

El mayor fracaso del trol es que nunca puede alcanzar ni el objeto irreal que persigue ni, por supuesto, todos los bienes relativos o males menores que va atropellando por el camino. El trol es por naturaleza incapaz de formar coaliciones estables, y sus amistades son circunstanciales, siempre supeditadas a alguna enemistad común. Incluso cuando Feraud y d’Hubert se alían brevemente en el invierno ruso contra la amenaza de los cosacos que hostigan a los restos de la Grande Armée, no se deja espacio para la empatía ni el mero reconocimiento del otro, sino apenas para la supervivencia y un bronco sentido del deber. Todo lo exagerado es insignificante, por citar a un contemporáneo de los duelistas como Talleyrand, y la naturaleza obsesiva y vigilante del trol le incapacita para llegar a los lugares donde sus opiniones o actividades pudieran tener alguna relevancia. En suma, aunque a todo trol le mueve supuestamente la persecución de un bien superior, el comportamiento del trol rara vez redunda en bien para nadie, y menos aún para él. Volviendo al relato de Conrad, el más acomodaticio d’Hubert, que quizás solo lo sea por comparación con la intransigencia de Feraud, es capaz de navegar en los vaivenes del imperio, los Cien Días y la Restauración y emerger —herido, desengañado— en condiciones de formar una familia y cuidar no solo de ella, sino hasta de su demente enemigo en la distancia.

François Fournier-Sarlovèse (izq) y Pierre-Antoine Dupont de l’Étang (dcha). Ilustraciones: Dominio público.
François Fournier-Sarlovèze (izquierda) y Pierre-Antoine Dupont de l’Étang (derecha). Ilustraciones: Dominio público.

Al lector quizás le sorprenda saber que tan excesiva y redonda historia como la de nuestros duelistas se basa en personajes y acontecimientos reales. Pierre-Antoine Dupont de l’Étang («d’Hubert») y François Fournier-Sarlovèze («Feraud») se batieron por primera vez en 1794, por motivos análogos a los que retratan Conrad y Scott, y lo volvieron a hacer unas treinta veces más en las siguientes dos décadas. Como en la ficción, Dupont acabó siendo un respetable prohombre de la Restauración borbónica, antes de retirarse a sus estados con la llegada del orleanismo. Por contra, la figura de Fournier tiene más matices que el Gabriel Feraud de la ficción, no necesariamente positivos. Hombre de exaltadas opiniones jacobinas y conducta turbulenta, anduvo alguna vez en problemas por manejar el dinero con ligereza, y acabó cayendo en desgracia tras discutir en público con el emperador. Ni siquiera participó en los Cien Días, ni desde luego le fue tan mal como a su contrapartida literaria durante el reinado de Luis XVIII. Por lo general, el trol de internet se presenta de puertas afuera como un Feraud, se envanece incluso de corresponder con un personaje de convicciones tan fanáticas, tan de una pieza. Pero podemos sospechar que en su ejecutoria cotidiana a menudo se parece más a los claroscuros, las miserias y la, por qué no decirlo, autenticidad humana de un Fournier —aunque, entre nosotros, no descarto haber conocido en la vida a uno o dos Ferauds legítimos.

Para terminar, hay que recordar con Conrad y Scott que la única arma definitiva de que disponemos contra el trol es el silencio. No dejarnos arrastrar a su lógica ni concederle poder sobre nosotros. D’Hubert no puede evitar la persecución lunática de Feraud por los teatros de guerra napoleónicos, y debe batirse en un último duelo afortunado para poder imponerle a su enemigo el más cruel de los destinos, el silencio y la indiferencia. Usted y yo lo tenemos más fácil.

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15 Comentarios

  1. Pingback: Los duelistas, o la anatomía de un trol

  2. «…transigir con esa forma civil de hipocresía que es el pago por vivir en sociedad y que señala el paso de la adolescencia a la edad adulta. La tragedia fundamental de los Ferauds de carne y hueso reside en que, en determinados contextos de violencia o de opresión, un trol puede ser un figura imprescindible, un ejemplo ético y un héroe; pero en la vida cotidiana, en la que operan los mecanismos más tediosos y menos épicos de la negociación, la transacción y el respeto más o menos cínico a ficciones compartidas, no es más que un bufón, un pobre diablo incapacitado para hablar, acordar y vivir mejor.»

    Standing ovation!

  3. Fantástico, de veras

  4. Pero, usted ha dicho «breves líneas»…
    Y ha sido más largo que un día sin pan. Y ahora, me responde con silencio… Está bien, yo comprendo. Mi sugerencia: dividir en entregas el estudio del trol, vol I, II, etc. Ya veo en el horizonte la segunda parte, Bugs Bunny!.

  5. Acabas de ascender a Pablo Iglesias a la categoría de trol. Su comportamiento en los medios y redes encaja con todo lo que has escrito.

    • Cualquier persona arrogante, no exento de un aura de hombre culto que le preceda, es un trol, pues su objetivo único en una conversación radica en que le den la razón. No atenderá a argumentos ajenos, a que su tesis se tambalee… es más, arrinconado, entre la espada y la pared, es aún más peligroso, no tendrá miedo en recurrir a improperios si es menester. Por cierto, curioso que nunca nadie reconozca ser un trol, parece un término tabú cuya condición nadie se arroga, algo peculiar si tenemos en cuenta que esta revista es habitual cobijo de intelectuales internáuticos. Salgan de ese armario metafórico, el anonimato es la respuesta a todos sus complejos de inadaptado social. Insulten, debaten, sean partícipes del pasatiempo coetáneo, que es hacerse la víctima…

  6. Interesante artículo, pero no estoy de acuerdo con el análisis.

    El antagonismo entre Feraud y D’hubert es casi químico. El primero es pintado como un gascón, meridional y belicoso para el que la guerra es «una yuxtaposición interminable de peleas individuales»; un pendenciero incurable. D’haubert, por contra, es aristócrata y militar por tradición familiar, sin ninguna especial inclinación a la violencia.

    En un periodo tán violento y pese a su absoluta diferencia ambos tienen mucho que ofrecer a un ejército y ascienden en sus respectivas carreras militares, pero un episodio desafortunado en el salon de Madamme de Lyon desencadena ese antagonismo enfermizo de Feraud hacia D’hubert, que en realidad no es correspondido, y que solo el sentido del honor de D’hubert le obliga a contestar.

    Ese concepto antiguo y evanescente del honor es el verdadero protagonista de la novela. Es el que lleva a D’hubert a proteger a su rival cuando este caé en desgracia y se convierte en un «demi soldat» junto a decenas de miles de incómodos ex-bonapartistas.

    Para ser sincero, creer descubrir que alguien del pasado era un «troll» o un «community manager» me parece… frívolo. Si ya existía entonces, no lo estamos inventando, como mucho podemos creer redescubrirlo desde nuestra semántica, pero la verdad es que el perfume de ese idea del honor que hace a D’hubert tan fascinante, que es el verdadero tema de la obra y que casi se puede oler pasando sus páginas, carece de un termino «cool» contemporaneo con el que asociarlo, porque carecemos por completo de él.

    • Perdón, solo una breve fé de erratas de mi post anterior.

      Demi-soldat es Demi-solde (Media soldada) y es un término francés para referirse a los antiguos oficiales de Napoleón relegados del servicio activo tras la Restauración y pasados a media-soldada o medio sueldo.

      http://www.larousse.fr/dictionnaires/francais/demi-solde/23396

      • ThrashJazzAssassin

        Magnífico comentario. Me gusta el análisis psicológico que el articulista hace del troll contemporáneo, pero acaba siendo cansino el vicio de asociar fenómenos o caracteres del pasado con otros recientes que sólo tienen que ver con ellos muy de refilón. Por ejemplo, si me dieran unos céntimos por cada vez que escucho lo de «¡xxxx fue el primer punk!»…

  7. Interesante artículo.
    Creo sin embargo que el relato de Conrad, y quizás más la película de Scott, no centran todo en el perfil psicológico de los personajes, de manera que la historia pudiera trasplantarse a nuestros días sin más. La historia de la relación entre Feraud y d’Hubert tiene interés en sí misma, como explica el artículo, pero sirve también para presentar un fresco de una época de cambios profundos y acelerados.

    En el fondo Feraud tiene «odio de clase» hacia d’Hubert. Este es de buena familia, y habría hecho carrera en el ejército en todo caso, como oficial, pero Feraud no. Feraud llega al generalato gracias a la Revolución y al ascenso de Napoleón, que abren la posibilidad del ascenso por mérito a cualquier puesto en la administración del nuevo Estado. Por eso Feraud es un fanático del Emperador y cae con él. Su derrota es la de la Revolución. Lleva consigo toda la frustración y el odio y resentimiento de alguien de orígenes humildes que solo consigue superar las restricciones de clase por sus propios méritos y por poco tiempo. Sin embargo d’Hubert se adapta sin mayores problemas a la dictadora de Napoleón, y al reinado de Luis XVIII, como lo habría hecho al de Luis XVI. Se casa bien y su posición es siempre más que acomodada, acaudalada. Él no cae con Luis XVI, no cae con los jacobinos, no cae con Napoleón y no caerá con los últimos Borbones. Feraud sí.

    El presente es de d’Hubert, de la gente como d’Hubert. Siempre ha sido así, a pesar de las revoluciones, las guerras y los cambios de régimen. Por eso Feraud le odia profundamente. Le huele nada más verle, cuando Feraud trata de hacer carrera en el ejército napoleónico y «quitarse el pelo de la dehesa» cultivando cierta vida social refinada, gracias a un estatus recién conseguido. D’Hubert en cambio nació, y morirá, con todo eso.

    Feraud no es un trol, un loco, un gilipollas, al fin y al cabo, sino que representa al tipo de hombre que hizo la Revolución o sostuvo el régimen de Napoleón. Tampoco d’Hubert es una pobre víctima -en algún sentido sí, claro- sino que representa la clase que se mantiene y prospera a pesar de los cambios.

    Es la historia del fracaso de Feraud, pero también de los hombres como Feraud y de lo que representan.

    Contar todo eso no es fácil y la película es una maravilla, empezando por el relato original y el guión adaptado. Pero la fotografía es sencillamente prodigiosa, así como la música -con una orquestación perfecta para captar la época-, los actores, etc. Es mágica la escena final, en el que la fotografía y la música atrapan la esencia estética de ese siglo XIX recién alumbrado.

  8. parafraseando:
    ls trols son uns tonts molests salvo algunas veces…
    no?
    vendamos el alma al diablo.
    solo un poco.
    maduremos.
    todo mundo lo hace.
    por nuestro propio bien.
    gracias.
    siempre interesante conrad.
    jim es un trol?

  9. eratostenes

    Totalmente de acuerdo con Pilgrim y Nemo. No añado más porque suscribo sus opiniones que me parecen más adecuadas que las del artículo, con estar muy bien escrito.
    Salud y República

  10. rigoresanto

    La muerte nos alcanza finalmente. Todos cumplimos ese destino. Ahora bien, escapar de la miseria, ser digno… toda esa «cosa» entramada de la vida; que cuando no es material es intelectual o emocional. Puedes culpar a unos u otros? Yo no.

  11. Pingback: ¿Cuál es el duelo definitivo visto en el cine? - Jot Down Cultural Magazine

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