Ciencias

Cultura continua

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Platón y Aristóteles; detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio, 1509.

Padre y maestro mágico, liróforo celeste,
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
diste tu acento encantador.

(Rubén Darío)

En 1959, el físico y novelista británico C. P. Snow dio una conferencia titulada Las dos culturas, que posteriormente desarrolló en forma de libro: Las dos culturas y la revolución científica, texto que alcanzó gran difusión y dio pie a un debate cuyos ecos aún no se han extinguido. En su ya clásico ensayo, Snow se lamenta de la profunda brecha que separa la «cultura humanística» de la «cultura científica»; recordemos uno de sus párrafos más citados:

A menudo he participado en reuniones de personas que, según los criterios de la cultura tradicional, se consideraban muy cultas y que expresaron su asombro ante la incultura de los científicos. En alguna ocasión me provocaron y pregunté a mis interlocutores si podían enunciar la segunda ley de la termodinámica, la ley de la entropía. La respuesta fue fría y negativa. Sin embargo, yo estaba pidiendo algo que para los científicos sería equivalente a preguntar: «¿Has leído alguna obra de Shakespeare?». Y ahora pienso que si hubiera hecho una pregunta aún más sencilla, como qué es la masa, o la aceleración, que es el equivalente científico de saber leer, solo uno de cada diez habría considerado que hablábamos el mismo idioma. Mientras el gran edificio de la física moderna crece sin cesar, la mayoría de la gente culta de Occidente tiene los mismos conocimientos científicos que sus antepasados del neolítico.

Y aunque la situación ha cambiado un poco en las últimas décadas, está lejos de ser satisfactoria. El anaritmetismo —la incapacidad de leer el lenguaje de los números, es decir, de interpretar las fórmulas matemáticas más simples— sigue siendo endémico entre la gente «de letras» (Stephen Hawking solía contar que su editor le había dicho que por cada fórmula que incluyera en sus libros de divulgación se reducirían las ventas a la mitad), y el emblema de nuestra desquiciada cultura podría ser un cerebro con el cuerpo calloso atrofiado y los dos hemisferios desconectados.

La tercera cultura

En la segunda edición de Las dos culturas y la revolución científica, publicada en 1963, Snow añadió un apéndice titulado «Las dos culturas: una segunda mirada», en el que vaticina la aparición de una «tercera cultura» capaz de superar la brecha entre ciencias y letras. Y en 1995, en un libro titulado precisamente La tercera cultura, el editor John Brockman retomó la idea y popularizó la expresión; aunque, más que de una verdadera superación del problema, hablaba del creciente interés de algunos científicos —como Roger Penrose, Richard Dawkins o Marvin Minsky— por cuestiones filosóficas o tradicionalmente consideradas «humanísticas» (como si las matemáticas o la biología fueran menos humanas que la filosofía o la historia). Más que documentar una supuesta confluencia de las dos culturas, el libro de Brockman parecía dar la razón a Stephen Hawking, al que pregunté unos años antes cómo veía la relación entre filosofía y ciencia, y me contestó: «Ahora los filósofos solo se dedican al lenguaje, y los científicos tienen que ocupar el lugar que han dejado vacante».

El problema se agrava por el hecho de que, en las últimas décadas, algunos intelectuales «de letras» se han acercado a la ciencia con una mezcla de fascinación, oportunismo e insolvencia que, paradójicamente, se traduce en una nueva forma de alejamiento. Por una parte, y para construir un discurso relativizador que acaba mordiéndose la cola, algunos posmodernos (solo algunos: no hay que meterlos a todos en el mismo saco) se apropian alegremente de la prestigiosa terminología científica; por otra parte, y en la medida en que esta apropiación indebida no funciona o solo funciona tergiversando los términos usurpados, niegan la objetividad de la ciencia misma, hasta el extremo de que algunos relativistas culturales han llegado a decir que las matemáticas y la física son relatos arbitrarios.

En este sentido, resulta especialmente significativo el empeño de muchos posmodernos, relativistas culturales y «nuevos filósofos» por desprestigiar el marxismo, en contraste con su tolerancia hacia otro de los grandes metarrelatos de nuestro tiempo: el psicoanálisis. Mientras los esfuerzos de Marx por estudiar con rigor científico los fenómenos económicos y sociales son demonizados o ridiculizados, las fabulaciones seudocientíficas de un Lacan gozan del mayor prestigio. Y, por otra parte, el propio Lacan nos brinda uno de los más claros ejemplos de apropiación indebida de determinados conceptos científicos para incorporarlos abusivamente a un discurso al que intenta, de este modo, dotar de mayor solidez (como los caníbales que se comían el corazón de su enemigo para adquirir su valor). Lacan habla sin ningún pudor de la topología del inconsciente y de los toros y bandas de Möbius que según él estructuran nuestro psiquismo, y llega al extremo de identificar el falo con la raíz cuadrada de –1. Como dicen Alan Sokal y Jean Bricmont en su polémico libro Imposturas intelectuales: «Resulta perturbador ver tu órgano eréctil igualado a la raíz de –1. Nos recuerda a Woody Allen, que, en Sleeper, les dice a quienes intentan reprogramarlo que no toquen su cerebro porque es su segundo órgano favorito».

La relación de posmodernos y relativistas culturales con la ciencia recuerda a menudo la conocida fábula de la zorra y las uvas: algunos intentan apropiarse furtivamente de los frutos de la ciencia y, cuando no consiguen alcanzarlos, dicen que no están maduros.

Filosofía y ciencia

Los antiguos filósofos fueron los primeros científicos. ¿Serán los modernos científicos los últimos filósofos?

En Dialéctica de la naturaleza, dice Engels: «Los científicos creen librarse de la filosofía ignorándola o despreciándola. Pero puesto que sin pensamiento no pueden avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento, y toman dichas pautas, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente superada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lectura acrítica y asistemática de textos filosóficos de toda índole, no son en absoluto menos esclavos de la filosofía, sino que la mayoría de las veces lo son de la peor; y los que más desprecian la filosofía son esclavos precisamente de los peores residuos vulgarizados de la peor filosofía».

A primera vista, Hawking, con su contundente sentencia antes citada, parece contradecir a Engels; pero, en última instancia, está señalando el mismo problema —la misma dicotomía— desde un ángulo y un momento diferentes. Ambos vienen a decir que la ciencia y la filosofía, que empezaron siendo una misma cosa, tienen que volver a unirse tras su largo divorcio. Nadie puede, hoy día, arrogarse el título de filósofo sin un sólido conocimiento de la física del siglo XX y de la lógica posterior a Gödel. La vieja advertencia platónica: «Que no entre aquí quien no sepa geometría», sigue en la puerta de la Academia; solo que ahora la geometría ya no es euclídea y la advertencia está en un idioma que muchos no entienden. Y los científicos no pueden ser «esclavos de los peores residuos vulgarizados de la peor filosofía». Einstein tuvo que estudiar a fondo a Mach y a Schopenhauer, y tanto Gödel como Wittgenstein eran, al igual que Pitágoras, matemáticos-filósofos. La misión de la filosofía es transformar el mundo, como nos recuerda Marx, y para ello ha de fundirse con la ciencia.

No se trata de que los filósofos se apunten a un curso acelerado de física y viceversa: es necesario y urgente un cambio de paradigma pedagógico que, empezando por la escuela, elimine la compartimentación del saber, y muy especialmente la drástica separación entre «ciencias» y «letras», clara expresión de una cultura represiva que también establece barreras artificiales —y en última instancia ideológicas— entre lo masculino y lo femenino, lo apolíneo y lo dionisíaco, la cordura y la locura, lo infantil y lo adulto, el trabajo y el juego… Un pensamiento binario que nos predispone a aceptar pasivamente la más básica y brutal de las dicotomías: la oposición entre ricos y pobres.

No se trata de alternar, compensar, parchear, barnizar o superponer, sino de integrar. No se trata de ser rígidamente apolíneo de día y desaforadamente dionisíaco de noche, como el doctor Jekyll, sino de concederle a la lucidez el don de la ebriedad, como han hecho a lo largo de los siglos grandes «maestros mágicos» como Platón o Hipatia, Ada Lovelace o Lewis Carroll, que dieron su acento encantador tanto a la lira de Apolo como a la siringa de Pan. O como el inconmensurable Leonardo, que seguía siendo matemático cuando pintaba y artista visionario cuando diseñaba sus ingenios mecánicos o sus estudios de anatomía. La palabra clave es continuidad (también en el sentido matemático del término), porque la cultura es un organismo vivo, y si la troceas, la matas.

La cultura, como la revolución, o es continua o no es.

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8 Comentarios

  1. Creo que la misión de la filosofía, versión laica de todas las religiones consoladoras, no es transformar el mundo, sino al hombre. La ciencia también lo hace al mostrarnos los mecanismos del universo, pero no es su objetivo transformarlo, sino un resultado colateral debido a la información. La filosofía que continue por sí sola tratando de elevar al hombre espiritualmente con un lenguaje renovado, ya que no hay nada de Bello, Justo y Bueno en los descubrimientos de la ciencia, más bien todo lo contrario.

    • Me parece que no es justo asociar filosofía con religión, la búsqueda del conocimiento con el dogmatismo.
      Decir que no hay nada de «Bello, Justo y Bueno» en los descubrimientos de la ciencia, en la adquisición y compartición de conocimiento, resulta sorprendente. Lo contrario supondría la huída del conocimiento, aceptar cualquier cosa impuesta sin más. El conocimiento posibilita la transformación del mundo. De hecho una transformación efectiva del mundo requiere de conocimiento científico.

    • Me parece que no es justo asociar filosofía con religión, la búsqueda del conocimiento con el dogmatismo.
      Decir que no hay nada de «Bello, Justo y Bueno» en los descubrimientos de la ciencia, en la adquisición y compartición de conocimiento, resulta sorprendente. Lo contrario supondría la huída del conocimiento, aceptar cualquier cosa impuesta sin más. El conocimiento posibilita la transformación del mundo. Una transformación del mundo efectiva requiere de conocimiento científico.

  2. Guillermo Guevara Pardo

    Ciencia y filosofía necesitan dialogar continuamente, especialmente cuando ciertas corrientes filosóficas adelantan una cruzada plagada de oscurantismo contra el pensamiento racional. Sobran los ejemplos de científicos que incursionan en el campo de la elucubración filosófica y de filósofos que someten a su análisis los resultados de la ciencia. Es falso que ciencia y filosofía no puedan dialogar; no es cierto que cuando estas dos ramas del saber dialogan, la filosofía adopta una posición “servicial” frente a la ciencia. Si algo ha iluminado el camino del científico, es la filosofía de la ciencia.

  3. José Antonio N

    Creo que sería oportuno mencionar la magnífica obra «Para la tercera cultura», de uno de nuestros mejores intelectuales, Francisco Fernández Buey.

    • Tienes toda la razón. Cuando conocí a FFB, a finales de los 70, di por supuesto que era físico. Es reconfortante que un filósofo parezca un científico. Y viceversa.

  4. Sergio Dueñas

    Gracias por un interesante y claro artículo. Sólo discrepo respecto a un punto: el referido a la «…la más básica y brutal de las dicotomías» la que ante mis ojos sería la de hombre/mujer.

    • Te contesto con tres años y medio de retraso: estoy de acuerdo en que es la más básica; pero en las últimas décadas se ha avanzado mucho más en el camino de su superación que el de la dicotomía ricos/pobres. Por otra parte, en buena medida ambas dicotomías se solapan.

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