Sociedad

Y nos dieron las diez

y nos dieron las diez
Ilustración: Ana Miralles.

Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 35 especial décimo aniversario.

Eran las diez de la mañana de un día cualquiera del verano de 2011. Me había acercado a la casa de mis padres para echarles una mano con el jardín, como de costumbre, pero un aguacero inesperado comenzó a descargar de repente sobre nosotros. Con la agenda en pausa me fui hasta la cocina, cogí una cerveza de la nevera y me senté frente al jardín a esperar a que escampase. Recuerdo el sonido del chaparrón martilleando sobre la hierba y las hojas de los árboles mientras las gotas acribillaban el agua de los charcos, haciéndola saltar.

Estaba allí solo y en silencio, contemplando la lluvia, cuando de pronto el teléfono me avisó de que había llegado un mensaje a la bandeja de entrada de una red social. Se trataba de la cuenta corporativa de una revista digital cuya imagen era una bola ocho. El texto decía: «¿Cómo es que todavía no escribes para nosotros?». Me quedé atónito. Tanto por la fórmula utilizada en aquella pregunta como por su contenido y su oportunidad. En aquella época yo solo publicaba algunas reflexiones y chascarrillos en blogs y redes sociales, nada serio, pero en esa revista alguien había pensado que quizá tuviese algo más que decir. 

Y, en el fondo, así era. Acepté el reto y hoy me dedico a contar historias, ya sea por escrito o en la radio. Hace diez años aquella elegante bola negra y blanca —en adelante, «la Bola»— me cambió la vida con una pregunta. Y, por suerte, ella lo supo. Hablamos de este grato recuerdo en más de una ocasión.

Era la una de la tarde de un día cualquiera del verano de 2012. Llegué a la plaza principal de Leiro, en la provincia de Ourense, acompañado por mi buen amigo el fotógrafo Aurelio Valle Gilabert. Aparcamos el coche, encendimos un cigarro y nos dirigimos al centro de la plaza. Habíamos quedado en la terraza de uno de aquellos bares con José Luis Cuerda, que vivía muy cerca de allí. La Bola me había llamado unos días antes para comentarme que había cerrado una entrevista con el cineasta y quería saber si podría encargarme de hacerla. Yo nunca había entrevistado a un personaje de aquel nivel, y había oído que tenía un carácter bastante difícil, pero acepté. Lo peor que podía pasar, al fin y al cabo, era que nos cayésemos bien y se jodiese la magia de su reputación. Afortunadamente, solo ocurrió lo primero.

Una hora más tarde estábamos recorriendo los viñedos de José Luis a toda velocidad en un viejo Suzuki Vitara que le había pedido prestado al capataz de su bodega. A continuación, fuimos a probar el vino de la última cosecha directamente de las cubas y después nos marchamos a comer a un restaurante cercano, en el que estuvimos los tres de charla hasta las tantas. Pasaba ya de media tarde cuando nos sentamos en la terraza de su casa a hacer la entrevista y estuvimos hablamos durante tanto tiempo que se nos echó la noche encima. Cuando se publicó en Jot Down, José Luis me escribió para decirme que le había encantado el resultado. Era un texto larguísimo. Allí estaba todo lo que tenía que estar, que era mucho, y nada de lo que no debía estar. Ese siempre ha sido uno de los distintivos de esta cabecera: las entrevistas apenas se editan para que sea la voz del entrevistado la que se distingue, y no la del entrevistador.

Eran las dos de la tarde de un día cualquiera de la primavera de 2013. Al llegar a casa abrí el buzón y allí estaba el número 3 de la revista trimestral de Jot Down en papel. Aquel era un proyecto ilusionante que, con la tercera entrega, alcanzaba su consolidación. Muchos se habían pronunciado sobre la inviabilidad de una publicación periódica de casi trescientas páginas con artículos muy extensos, temas culturales e imágenes en blanco y negro. «Los lectores del siglo XXI quieren textos cortos y coloridos —me dijo en cierta ocasión un amigo periodista—; la vuestra es una revista anacrónica». Pero los lectores de Jot Down, que por suerte siempre han sido un poco decimonónicos, respondieron en las librerías. Yo mismo me había encargado de presentar el proyecto a varios libreros gallegos, así que la buena salud de la revista trimestral era algo que me satisfacía mucho. Todavía lo hace.

El número 3 trataba sobre Julio Verne, y yo aproveché para escribir, además, sobre mi padre. Hasta ese momento nunca había enviado a Jot Down un texto en primera persona, o en el que contase cosas que me habían sucedido a mí. Sentía que me exponía demasiado, me producía cierto pudor. Hoy en día, sin embargo, me alegro mucho de haber escrito aquel artículo sobre Julio Verne y sobre mi padre, que falleció dos años más tarde. El número 3 de Jot Down siempre ocupará un lugar especial en mi memoria y en mi biblioteca.

Eran las tres de la tarde de un día cualquiera de la primavera de 2014. Recuerdo el viaje en coche hasta Santiago de Compostela con Juan Tallón, que iba a encargarse de presentar en la librería Follas Novas el número 7 de la revista junto a Julián Hernández. Aquella fue la tarde que conocí a Julián, tomando un café en la Plaza Roja antes del evento, pero sobre todo lo conocí justo después, mientras charlábamos y bromeábamos y bebíamos unas cuantas cervezas en un bar. Con nosotros estaba Juan, que acababa de publicar Manual de fútbol y andaba inmerso en la corrección del manuscrito de Libros peligrosos, pero también estaban Ricardo, Bárbara, Noemí, Rafa, Nacho, Diego, Pedro… La noche terminó frente a un conocido local de la capital gallega con uno de ellos —no diré su nombre— intentando parar algún taxi mediante el lanzamiento de poemarios de Rosalía de Castro a las ruedas de los que pasaban por delante.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Ha cambiado el mundo en general y nuestras vidas en particular. Pero además de los mensajes inesperados y las entrevistas y los artículos y las revistas en papel, para mí Jot Down es, en especial, su gente. Todos los que lo hacen posible. Todos los que se siguen esforzando para sacar este magazine adelante. Sin excepción.

Eran las cuatro de la tarde de un día cualquiera del invierno de 2015. Por aquel entonces yo vivía en Lugo y acababa de llegar a casa de muy mal humor. Un par de horas antes se había puesto a nevar, hacía un frío terrible y aquella mañana había estrenado unas botas que me estaban provocando un dolor espantoso en los pies. Apenas era capaz de caminar o moverme con normalidad. Me había costado una barbaridad llegar andando hasta mi portal a base de pasos lentos y ridículamente cortos, como Chiquito de la Calzada, pero bajo la nieve y sin dejar de tiritar.

Cuando por fin entré en mi casa me di una ducha, me puse ropa seca y me zambullí de espaldas sobre el sofá. Cogí la tablet, abrí el correo y allí estaba. Mi primer rechazo. La Bola había leído el último artículo que le había enviado y me escribía para comunicarme que lo había descartado. Con el tiempo comprendí que tenía razón, aquel texto no se podía publicar. O por lo menos no de aquella manera. Había que modificarlo o buscarle un enfoque distinto, pero, tal y como estaba desarrollado el tema, aquel no era un artículo para Jot Down. Ese es el trabajo de un editor. Señalarte dónde se encuentra la línea de puntos. El problema era que, en aquel momento, yo me negaba a aceptar un dictamen sobre un texto mío que no coincidiese con mi opinión.

Lo habitual es que el cansancio y el mal humor que ocasionalmente puedan acompañarme a casa se queden en la puerta. Como mucho, llegan hasta la ducha y se van por el desagüe. Pero aquel día decidieron recostarse conmigo en el sofá y entre los tres redactamos un correo inadecuado, injusto y desproporcionado que dio paso a una discusión de varios días con la Bola a través WhatsApp. Aquella pelea provocó un distanciamiento estúpido que el tiempo y la lógica se encargaron de solucionar, pero a mí me sirvió para entender una cosa: mi historia con Jot Down está hecha de un montón de momentos felices, como todos los que vengo relatando, pero también de algunas broncas, de sinsabores, de decepciones o de hastío. Porque eso es lo que ocurre en cualquier casa. Eso es lo natural. Así es la vida misma y lo contrario no solo sería una aberración, sino que además sería falso. Y eso sería mucho peor que cabrearse un poco de vez en cuando.

Eran las cinco de la tarde de un día cualquiera del invierno de 2016. Una semana antes yo había publicado en la web de Jot Down un artículo en clave cómica titulado «La importancia de no ser calvo» en el que defendía que la alopecia era una falta de educación. En el texto me refería a lo decepcionado que me había sentido al fijarme por primera vez en la cabeza de un viejo amigo mío: «Había algo extraño en su cráneo. Algo inaudito. Me aproximé. Lo palpé con disimulo. Sin que se diese cuenta, traté de pasarle un pequeño peine. Fue imposible. Algo invisible, intangible, acaso inexistente, me lo impedía». Resultaba evidente que se trataba de un ejercicio de humor absurdo. Para empezar, porque la ausencia de pelo en la cabeza de otra persona no es algo de lo que uno se percate de golpe después de varios años. Pero además el tono cómico del artículo estaba presente en cada reflexión, en cada una de las reacciones de desencanto descritas: «No era un hecho cualquiera. No era una de esas circunstancias capilares que, en el fondo, a un amigo le dan igual. Todo lo contrario. Con sorpresa, pero también con dolor y frustración, descubrí que mi amigo estaba calvo. Mondo como una bombilla. Qué terrible disgusto. Qué profundísima decepción. Podría haberme esperado cualquier cosa de él, pero la calvicie no (…). Y el tipo estaba allí como si nada. Calvo perdido. En el medio de la gente decente y normal. Qué formidable grosería».

Una semana más tarde, a eso de las cinco de la tarde, recibí un correo electrónico muy serio en el que una asociación de calvos exigía una rectificación por mi parte y la retirada inmediata del artículo. Mi primera reacción fue de sorpresa mezclada con cierta incredulidad y cachondeo, pero después me quedé un rato pensando dos cosas. La primera consistía en una duda que había surgido de repente: ¿Para qué sirve una asociación de calvos? ¿Qué hacen allí? ¿Que defienden? ¿Qué protegen? Todas las respuestas que se me ocurren encierran una estrategia contraproducente. Y lo segundo que pensé es en las muchas veces que un artículo de ese estilo había despertado la indignación de alguien que no había entendido la vocación cómica del texto. Me ocurrió con el de Asturias y su gastronomía, con el de Matrix y los fallos de guion, con el de Nicolas Cage y sus dotes como actor… Hay algo interesante en poner la lógica boca abajo y sacudirla un poco para ver qué cae de sus bolsillos, pero alguna vez uno de esos indignados traspasó la línea y me envió algún mensaje amenazante a través de una red social. Dejé de escribir esos artículos por ese motivo. 

Eran las seis de la tarde de un día cualquiera de la primavera de 2017. Me encontraba en Aveiro escribiendo un reportaje sobre esa villa, sobre sus canales, sobre esas góndolas que ellos llaman «moliceiros». Estaba sentado en una terraza del centro, en el lateral de una plaza preciosa, con mi ordenador, un cuenco de tremoços y una cerveza fría, y me di cuenta de la tranquilidad que suponía escribir para aquella revista, de lo mucho que me reconfortaba la libertad para contar historias sobre temas atemporales, alejados del odioso torbellino de la actualidad, sobre cuya oportunidad o consonancia con la línea editorial no era necesario preguntar a nadie, salvo una breve consulta a la Bola de vez en cuando si la idea era demasiado disparatada. Jot Down son sus monográficos, sus perfiles, sus entrevistas, pero también sus reportajes. Recuerdo con nostalgia la tarde que pasé hablando con varios vecinos de un pueblo de Ourense sobre el asesinato de un revolucionario llamado Raúl durante la posguerra. O las charlas que mantuve con diferentes expertos sobre la existencia y naturaleza jurídica del Couto Mixto, una tierra perdida entre la frontera de Galicia y Portugal. En pocas revistas o periódicos goza uno hoy en día de oportunidades así.

Eran las siete de la tarde de un día cualquiera en el invierno de 2018. Acababa de enviarle a la Bola mi último artículo del año. Se trataba de una interpretación particular de la historia que se narra en la película Vacaciones en Roma, cuyo guion fue escrito bajo seudónimo por Dalton Trumbo. No sé por qué, pero en ese momento me paré a echar la cuenta y descubrí que en ese año 2018 había escrito más de veinte artículos para Jot Down. Prácticamente había enviado a la revista dos textos al mes. Recuerdo que esa tarde pensé que no importaban los diferentes periódicos o revistas para los que hubiese escrito durante los últimos años o los medios con los que hubiese colaborado. Difícilmente podría suceder nada que cambiase mi idea de que Jot Down siempre había sido mi casa.

Eran las ocho de la tarde de un día cualquiera en el otoño de 2019. Unos meses antes se había producido mi segundo gran enfado con la Bola por motivos que no vienen al caso. De charlar por WhatsApp un par de veces al mes como mínimo pasamos a no intercambiar un solo mensaje durante casi medio año. Hasta que un día sonó el teléfono de nuevo.

El motivo de la llamada era estrictamente profesional. Había surgido la oportunidad de poner en marcha un nuevo proyecto dentro del universo Jot Down y la Bola quería conocer mi parecer, escuchar qué opinaba de todo aquel asunto y saber si contaba conmigo. Pero aquel tema no tardó en pasar a un segundo plano, permitiendo que aflorase la conversación que de verdad nos interesaba a ambos y que teníamos pendiente desde hacía tantos meses. Yo estaba tomando algo en un bar de mi barrio y debí de pasarme al teléfono las dos horas enteras que estuve allí y todo el trayecto de vuelta a casa. Como era previsible, al final las cosas se aclararon, el enfado se difuminó para siempre y la situación regresó a la normalidad. Todavía hoy me pregunto si el objetivo de esa llamada era realmente tratar un tema profesional o si, por el contrario, aquella fue una de las muchas veces en la que la Bola conseguía lo que se proponía sin que tú te des cuenta siquiera de lo que estaba pasando.

Eran las nueve de la tarde de un día cualquiera del otoño de 2020. Un año triste. Un año que olvidar.

Y nos dieron las diez. En la primavera de 2021, casi de repente y sin darnos cuenta, nos dieron las diez. Han pasado las horas y los días y los meses y los años. Y aquí seguimos. Con nuestros artículos y nuestras entrevistas y nuestros reportajes, pero sobre todo con nuestra ilusión intacta.

Cuando la Bola me preguntó en el año 2011 «¿Cómo es que todavía no escribes para nosotros?», mi respuesta inmediata fue: «Porque hasta ahora nunca me lo habíais pedido». Hoy, pocos recuerdos de conversaciones me alegran tanto como el de esa. Y estoy absolutamente convencido de que nos darán las once. Y las doce y la una y las dos y las tres…

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3 Comentarios

  1. Miguel Ángel Espeso Arco

    Creo que sería conveniente que los artículos fueran más cortos. Viendo la extensión, bajo mi punto de vista excesivo, da pereza leer artículos así y siendo muchos de ellos de firmas poco conocidas. Gracias.

  2. Gracias a la bola por habernos descubierto plumas como la tuya, estimado Manuel.

    En un mundo tan cínico como este, reconforta conocer la historia de tanta aventura, locura y magia para poner en marcha jotdown y lo que es aun mas ilusionante, que aun sigan existiendo con tan buena salud.

    Y por supuesto que en medio de la adoración imperante a la inmediatez y las prisas, exista un espacio dedicado al pensamiento pausado, a la ensoñación sin limite, eso si que no tiene precio.

  3. María Antonieta Ugarte y Chocano

    Cuando un escrito es interesante y ameno, no importa la extensión que tenga. Descubrí a Jot Down cuando se publicaba en el diario «El país» uno que otro artículo. He leído artículos que me atrapaban y sobre todo temas que nunca los imaginé. Felicitaciones Manuel.

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