
Al poco de doctorarme imaginaba al editor de una revista científica como un T. S. Eliot, tras su mesa de nogal en Faber&Faber, construyendo con sus elecciones el corpus de la literatura. No la Literatura, así con mayúscula, sino algo más modesto, la literatura científica. Le imaginaba leyendo varios manuscritos cada día, cómodamente instalado en su sillón en la esquina mejor iluminada de una sala amplia forrada de maderas, mecido por el silencio en el que nace la voz interior, seleccionando bajo el peso de la responsabilidad aquellos textos que merecían ser mandados a los revisores y después a la imprenta para que el resto de los científicos los pudiesen conocer.
Con el tiempo he llegado a ser uno de los editores de una revista científica muy prestigiosa en su campo, Atmospheric Research, además de editar la colección Ciencia y divulgación de la editorial Renacimiento. En veinticinco años han cambiado muchas cosas, pero aquella idea de cuando tenía veintiséis años sigue clavada en mi mente como una referencia en lo que se supone que tiene que ser el trabajo de un editor científico. Me he dado cuenta de esto al discutir hace unas semanas en Twitter. Una cuenta (@gemagoldie; a saber quién es) se quejaba de que los editores permitimos que los revisores abusen de su poder obligando a que los autores les citen.
Una de mis taras es que me gusta discutir, incluso con anónimos, así que le dije que eso no era cierto, y que para eso estábamos los editores, para proteger a los autores de críticas injustificadas, chantajes, o de intentos de aprovecharse del trabajo ajeno. El ponerlo así, por escrito, y decirlo en público, me llevó a recordar a Eliot, un poeta al que adoro desde que le descubrí a los dieciséis años y que además de convertir para siempre a abril en el mes más cruel, me enseñó la virtud del ritmo y de las imágenes en el verso libre, así como del carácter metafísico del arte. El tuit también me hizo reflexionar sobre la necesidad de explicar qué hacemos los editores científicos a la gente que no forma parte del mundo académico, porque me da la impresión de que es un trabajo poco conocido y a menudo malinterpretado.
Antes de nada, aclarar que la inmensa mayoría de los editores científicos no cobramos ni un céntimo por nuestro trabajo. Se entiende que es una tarea que alguien de la comunidad tiene que hacer, y uno dedica parte de su tiempo a ella cuando alguien le propone para ese puesto. Para hacer más atractivo el trabajo se le añade una capa de prestigio. Ser editor da puntos entre los colegas —especialmente si la revista es de esas en las que la gente se mata por publicar, como es el caso— y se aprende mucho de la práctica científica y del narrar, pero más allá de eso no recibimos ningún pago ni gratificación por trabajar para las grandes editoriales que, hay que decirlo, ellas sí se forran.
¿Qué hacen los editores de las revistas científicas? ¿Cuál es su día a día? ¿En qué consiste su trabajo? ¿Se parece al de un Eliot en su trono editorial? Empezaré por el principio, por el qué es una revista científica. Las revistas científicas son un tipo de publicación muy particular. Los científicos nos enfrascamos en investigaciones de lo que nos gusta, los resultados de las cuales —a veces— pensamos que merecen ser contados a nuestros colegas. En esas raras ocasiones, escribimos un artículo en un formato estándar, casi normalizado, y se lo enviamos a la revista que creemos que lee la gente a la que le puede interesar lo que hemos encontrado. El editor lo recibe, lo lee, y si lo considera suficientemente novedoso, se lo envía a dos o tres colegas que escriben tres evaluaciones, generalmente minuciosas. Si todo va bien, el artículo se publica. El autor —que tampoco recibe nada por la publicación— nunca sabrá el nombre de los revisores salvo que estos hayan querido revelarlo.
Cuando el artículo se acepta vienen los adornos. A las universidades les gusta ver sus siglas en letras de molde en los periódicos y nos animan a enviar notas de prensa que imagino que los periodistas reciben (y descartan) a chorro. Ya se sabe: terapia prometedora en ratones para curar el cáncer en humanos, apocalipsis planetario, resultados de una encuesta a los estudiantes de primero de Psicología de Harvard convertida en norma universal y filfa a tutiplén.
Un editor científico se lee los artículos que recibe al menos tres veces: cuando lo recibe por primera vez, cuando los autores lo han corregido siguiendo (o no) las indicaciones de los revisores, y cuando le tiene que dar el visto bueno al texto final, que es el momento en que enviamos ese correo con el asunto que tanto nos gusta escribir a los editores: su artículo ha sido aceptado. Esta forma de trabajar nos otorga cierta influencia sobre la literatura científica. La prerrogativa del rechazo editorial directo permite filtrar lo más gordo: artículos con errores conceptuales evidentes, plagios, copias, cosas mil veces vistas, reiteraciones, equivocaciones, enésima reinvención de la rueda, trivialidades, borradores con un nivel demasiado bajo para sobrevivir a la evaluación por pares, o las majaderías que algunos nos envían de vez en cuando. Hay revistas, como Science o Nature, en las que el rechazo editorial antes de someterlo a los revisores es la norma, y en las que las razones incluyen no solo a las anteriores sino a una feroz competencia por el espacio que hace que unicamente puedan publicar un número ínfimo de todo lo que reciben.
La elección de los revisores es una parte importante del trabajo del editor dentro del proceso de revisión por pares (es decir: por iguales), que es como se conoce este sistema. Buscar a los que más sepan del tema del artículo no es fácil, pero lo es aún menos que esas personas acepten revisarlo, porque no solo ellos tampoco cobran por la tarea, sino que esta lleva mucho tiempo y concentración. Los editores les damos veinte días, pero a menudo necesitan más. Mi récord personal es tener que preguntar a cuarenta colegas, de los cuales solo tres aceptaron el encargo.
Lo que viene después es una tarea que puede ser más o menos complicada. Consiste en valorar las evaluaciones recibidas. Si estas son unánimemente positivas, el editor suele publicar el artículo. Si las tres son negativas, lo suele rechazar. Entre medias, hay toda una variedad de escenarios que dependen mucho del área de conocimiento.
Es posible publicar un artículo que solo tenga una respuesta positiva si el editor piensa que los otros dos han realizado una evaluación deficiente, pero es raro. Con una única evaluación negativa pueden suceder todo tipo de cosas; desde el rechazo porque no hay unanimidad de algunas revistas, a la cuidadosa valoración editorial de las razones esgrimidas. Puede ser que el editor esté de acuerdo con lo que dice «el malvado revisor número dos» (un meme en nuestro mundo), ya sea porque este ha encontrado algún error capital que le ha pasado desapercibido a los otros dos revisores, o porque ha fundamentado bien su negativa. Pero también puede ser —y eso es lo más habitual— que el dos contra uno juegue a favor del autor y se le envíe el artículo de vuelta para que se defienda como mejor sepa de los recelos de los colegas.
Cuando el autor envía su nuevo borrador con las correcciones pueden pasar dos cosas: que el revisor que puso pegas se dé por satisfecho, o que insista en el rechazo. En ese caso es cuando un editor debe ejercer su criterio y ponerse en el lugar de Eliot. El riesgo es, naturalmente, ir demasiado lejos y permitir que los sesgos y las inclinaciones afecten al juicio objetivo. No olvidemos que Eliot rechazó desde su trono de Russell Square la Rebelión en la granja de Orwell y la poesía de Luis Cernuda. Ninguno de los dos se lo perdonaron.
¿Qué necesita tener un editor científico para hacer bien el trabajo? Lo primero, lo mismo que los editores de cualquier arte: criterio. Eliot publicaba «libros para gente que se toma en serio la literatura» y los editores científicos publicamos artículos para la gente que se toma en serio la ciencia. Después, hace falta una enorme capacidad de trabajo, porque el día a día de un editor consiste en recibir tres o cuatro artículos nuevos a la semana, leérselos, y buscar al menos doce revisores; gestionar las dos o tres evaluaciones semanales que le han remitido otros evaluadores, leyéndolas y valorándolas; y escribir a los autores con buenas o malas noticias. Esto último suele ser un trago para el editor, porque tesis, empleos, promociones, proyectos de investigación y carreras enteras pueden quedarse en el aire por un rechazo. Yo esto lo suelo hacer los lunes nada más levantarme para no estropear el fin de semana a la gente y para que a mí se me olvide lo antes posible. Así pues, otra cosa que le hace falta a un buen editor es cierta capacidad para asumir una responsabilidad a veces desagradable, pero de la que depende el prestigio académico y social de una disciplina.
La diferencia fundamental entre el trabajo de un editor científico respecto a uno literario es que nosotros no tenemos que estar atentos al mercado, a las ventas o al gusto del consumidor, sino solo a la calidad científica de lo que publicamos. Tampoco nos tenemos que preocupar por las subvenciones, ni por la publicidad institucional o la de las empresas, ya que eso no existe en nuestro mundo. Esa libertad e independencia es extraordinariamente importante para la sociedad.
Es así como construimos el corpus de la literatura científica. El sistema no es perfecto, pero asegura la transparencia y una calidad media elevada. Eliot rechazó a buenos escritores, pero también descubrió a otros que quizá no hubieran conseguido publicar sin el fino instinto literario del británico-estadounidense. Autores que van desde Marianne Moore a Ezra Pound, pasando por William Empson, W. H. Auden, Wallace Stevens o el mismo Joyce, al que publicó su Finnegans’ Wake a pesar de que al principio no le cayó bien. Luego, como sucede a menudo con las personas inteligentes, se hicieron amigos a pesar de sus muchas divergencias.
Un buen editor científico a veces ve algo que los revisores no, y publica artículos que han recibido críticas feroces, pero lo que siempre hace —volviendo al tuit que originó esta pieza— es proteger a los autores de los abusos de los revisores, que de todo hay. No trasciende, pero cuando un revisor pide que se citen sus artículos porque sí, los buenos editores mandan recado al autor de que no tiene por qué hacerle caso. Y además se le pone una cruz para futuras referencias. Algunos editores van incluso un poco más lejos y dejan que el autor ridiculice en público (es decir: en Twitter) a quien ha puesto como condición que le citen a él para aceptar el artículo. La red está llena de ejemplos al respecto.
A mi ese mundo me es totalmente ajeno pero me parece interesante lo que cuenta. Me ha gustado. El artículo está muy bien escrito y se ve que este señor «se toma en serio» lo que hace.
Qué chulada, y qué interesante.
Muchas gracias.
¿ Que pasaría si en ámbitos en los que se deciden temas importantes a LP para la vida publica un grupo de técnicos funcionase con estos criterios de transparencia, en lugar de politicos que solo ven a CP?.
Muy interesante esta mirada a través del ojo de la cerradura de un mundo que para muchos es opaco. Está bien que se sepa como funcionan las cosas a esos niveles.
Una magnífica descripción de una tarea científica que muchas veces es desconocida, cuando no directamente llena de prejuicios y afirmaciones infundadas. Muchas gracias
Muy claro e interesante. Pero no veo crítica al sistema de publish or perish. O es muy sutil.