
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 49 Especial Vanguardias
En lo esencial, la música popular en España está prácticamente muerta. Puede haber muchos grupos y artistas, circuito de conciertos, revistas, fanzines y radios, todo lo que se quiera, pero la vertiente más importante de la música popular es la que se transmite entre generaciones. Las canciones que nos enseñaron nuestros padres, como se titulaba un disco de Everly Brothers. Y ahí no hay festivales ni reproducciones en Spotify que valgan, esas canciones se cantan en los bares, en la calle, en la playa, en las bodas, bautizos, cumpleaños. Tendrían que ser lo primero que se escucha cuando se va por la tercera consumición, pero no nos engañemos. Eso ya no existe prácticamente en España.
Sería meterse en el terreno de las hipótesis averiguar el porqué, ya que en otras latitudes si permanece vivo el fenómeno. Gente que no tiene ningún disco en casa se sabe de memoria más canciones que el coleccionista más obsesivo de Europa occidental. Aquí sabemos que se sufrió un duro golpe tras la guerra civil, cuando la pérdida de la libertad de expresión limitó el alcance de canciones que surgían al calor de los acontecimientos. Muchos tuvieron que refugiarse en la copla, contaba Juanito Valderrama, cuando el flamenco, desde su origen, tenía una vertiente de canción protesta.
Y paradójicamente, otro golpe vino con el ocaso del régimen de Franco. Comoquiera que fuese, las nuevas generaciones relacionaron el flamenco con las políticas culturales de la dictadura. El prestigio cultural, la medallita que te cuelgas al oírlo, tan importante para la mayoría de oyentes de cualquier género musical, se convirtió en todo lo contrario. El género, en su faceta más popular, acabó asociado a la marginalidad, la poca cultura y el anacronismo más apestoso. En la tele se ponía para ancianos y marujas, en la calle estaba entrando y saliendo de la cárcel. Era, en definitiva, cutre. Ahora, cuando críticos musicales súbitamente han reivindicado a las folclóricas, no tenía nada que ver con la tradición, entendida como una continuidad, sino con epatar. Es decir, con las medallas, con el consumo, el consumismo, algo ajeno a lo que significa un patrimonio musical nacional.
En estos movimientos de placas tectónicas tuvo su auge y caída Miguel Vargas Jiménez, Bambino, natural de Utrera. Alguien que supo brillar a su manera cuando el flamenco era la expresión más tolerada por el régimen, entendido como que no había hostilidad manifiesta o latente hacia la escena, y fue atropellado cuando cambió el país, cambiaron los hábitos de consumo y la colonización anglosajona campó por sus respetos.
Sin embargo, en su tiempo, Bambino fue un innovador. Un artista abierto a las corrientes extranjeras, alguien capaz de entender, asimilar y filtrar lo que venía de fuera para llevarlo a su arte, a la canción aflamencada, como si nunca hubiera salido de ahí. Todo en el pequeño universo de los tablaos madrileños, donde convivió con las grandes leyendas, pero supo granjearse un público joven.
Estuvo treinta y cinco años en Madrid, un Madrid que ya no existe. Sus recuerdos de esa época estaban ciertamente nublados, «me he cogido miles de borracheras», decía, porque su forma de vida era trabajar, o sea, cantar, y luego alternar: «Era otra época, estábamos muy unidos, después de trabajar íbamos a comer algo y pasábamos toda la noche por ahí. Amanecíamos en el Rastro». Antonio Fernández, buen amigo de Bambino, descubridor de grandes talentos que le fueron, uno tras otro, arrebatados por las discográficas, y que murió sin dinero como él, también sufría por el fin de esos tiempos: «Ahora nadie se relaciona con nadie. Los artistas, en vez de comentar los cantes se dedican a hablar del último coche que se han comprado», le dijo a Alfredo Grimaldos.
En ese sentido, Bambino era diferente. Había estudiado mucho más que la media, con gran esfuerzo de su madre. De hecho, de niño quería ser cura. Sus coetáneos del artisteo alucinaban con la memoria que tenía para pasajes bíblicos y andanzas y onomásticas de los santos. Cuando surgía algún tema religioso, todos le preguntaban a él, que era el que sabía de esos negociados, no obstante, su repertorio es recordado por todo lo contrario. Era lo prohibido, el tabú, Bambino en su propia persona vendía el pecado. Aun así, como empezó a ganarse la vida fue de barbero. Humildemente, José María García Fernández, Chico de Utrera, uno de sus palmeros más longevos, dijo que uno de los sueños no satisfechos del maestro no fue otro que haber montado una peluquería.
En su adolescencia, las tijeras y la cuchilla las alternaba con el cante en las fiestas gitanas. Al principio, solo como uno más, pero no tardó en irse a Sevilla para hacerlo en salas de fiestas y en las fincas de los señoritos. Son muchos los testimonios que coinciden en cómo eran esos bolos. Toda la noche cantando, bebiendo para no quedar mal, y a cobrar lo que les dieran. A muchos casi les cuesta la vida. El entrenador de fútbol, Paco Jémez, se emocionaba ante quien esto escribe cuando contaba cómo veía a su padre llegar casi arrastras a su casa de actuar en este tipo de eventos privados. Bambino al menos salió adelante y logró situarse en la Venta de Antequera, que no era otra cosa que lo que hoy llamamos after, donde lo mismo acababan los señoritos cuando les cerraban los bares del centro que los futbolistas sevillanos para celebrar un triunfo.
Cuando dio el salto a la capital, le esperaban años dorados. Al menos para el género y los artistas de su nivel. Como contó el aludido Grimaldos en su Historia social de flamenco, en aquella época, en los tablaos madrileños Bambino pudo alternar con Camarón, Paco de Lucía, Sordera, los Habichuela, la Paquera o el Güito… todo un panteón, pero entre ellos el utrerano brilló por sí solo.
Desde el primer día, Madrid cayó rendida a sus pies. Alto, delgado, enérgico, era un ciclón. Las turistas mexicanas, recuerda el palmero Tony Maya, se emocionaban tanto al verle cantar que «le lanzaban monedas de oro, pulseras y esclavas». Y después del pase, fiestas con la jet que acababan en El Viso o chalets de la carretera de La Coruña. Mujeres maduras adineradas le intentaban regalar sortijas y joyas, él se negaba. No le compraba nadie. Incluso un admirador le regaló la entrada de un chalet con una piscina en forma de la inicial de su nombre, pero acabó embargado por la Caja Toledo por no pagar la hipoteca durante años.
El matiz fue que todos estos años, aunque se pegó la vida soñada por cualquier bohemio, no estaba plenamente contento. Tenía mal de amores por el fracaso de su primera relación, la que debería haber desembocado en boda y familia, pero peor fue la muerte de su padre. No pudo acudir al entierro por estar inmerso en una gira ruinosa, pero el espectáculo no entiende de percances sobrevenidos. Tenía que continuar, cantar, cantar, cantar… Posiblemente su canción más emblemática, obra del compositor mexicano Fernando Zenaldo Maldonado, «Payaso», nace de ese tipo de situaciones, con una letra inmortal que se clava:
En cofre de vulgar hipocresía
Ante la gente yo oculto mi derrota
Payaso con careta de alegría
Pero tengo por dentro el alma rota
(…)
Payaso
Soy un triste payaso
Que oculto mi fracaso
Con risas y alegrías que me llenan de espanto
(…)
No puedo soportar mi careta
Y ante el mundo estoy riendo
Y dentro de mi pecho
Mi corazón sufriendo
El alivio de ese estajanovismo de los escenarios era su gente. Siempre con ellos, cómplices todos de todos. Cada día, después del tajo, se reunían para gastarse lo que habían ganado. No les importaba derrochar, sabían que al día siguiente habría más. No vivían pendientes de los discos ni de las giras, lo suyo era el día a día y en los tablaos madrileños tenían la seguridad de que mañana sería otro día, otra noche de cante, y volverían a cobrar. Además, en esas juergas, estaba su I+D: «Se reunían todos los días después de actuar en sus respectivos lugares de trabajo para hacer su propia fiesta y gastarse entre ellos lo que habían ganado, mientras se cantaban y bailaban unos a otros. Esas reuniones eran un semillero de inagotable de inspiración», explica Grimaldos.
En esas juergas también hubo un auge y caída de los tiempos. En este caso, la entrada de las drogas. En Camarón, el dolor de un príncipe, de Francisco Peregil, se da cuenta de que las sustancias empezaron a diferenciar entre consumidores de bebedores, lo que supuso una ruptura generacional. Esas fiestas eran alcohólicas hasta que algunos empezaron a separarse y formar sus propios círculos para compartir rayas de coca y chinos de heroína. Paco de Lucía, que acompañó a Bambino, recordaba sobre todo cómo el clímax se rompió con la cocaína: «La droga cambió las juergas. Todo el mundo callado y mirando de reojo, como mosqueados. Había tensión», reconocía el guitarrista.
Un ejemplo simbólico de todo aquello se produjo en 1981. Bambino, que había ayudado a Camarón cuando este llegó a Madrid, le quiso dedicar una canción después de que este hubiera lanzado Como el agua, pero el gesto no pudo culminarse porque el de San Fernando se tuvo que salir de la sala a vomitar por el colocón de caballo que llevaba. A Bambino la cocaína comenzó a hacerle mella en los 70. Por ese camino de juerga y escenario asociados llegó una dependencia, una adicción al trabajo bien propulsada por el polvo y lo peor, depresiones cósmicas, insalvables: crónicas. La heroína, en cambio, no fue de su agrado. Y lo supo porque la probó, lo hizo en un hotel y sufrió un ataque cardíaco del que se recuperó en urgencias, revela el auto de su única biografía, La fiesta infinita, Santiago González Sacristán. Nunca más volvió a catarla, pero solo con lo suyo retaba a la formalidad casi rabioso: «Un día para mí son veinte de un oficinista o de un tendero».
Era también criticado por su gente cercana el de Utrera por algo que no debería ser un defecto, su generosidad. Le daba dinero a todo el que se lo pedía, aunque se estuvieran aprovechando de él. Uno de sus ayudantes, al que confió la llave de su casa, le desvalijó el piso. Como prueba de su desprendimiento, la anécdota histórica del día que se encontró con Kempes. Conocía bien el fútbol, era sevillista acérrimo y no soltaba nunca el Marca, y sabía muy bien a quién tenía delante cuando se topó con la selección argentina de fútbol en una discoteca. Pagó él, se empeñó. Dicen que diez mil duros de vellón puso sobre la barra en billetes arrugados. Tenía a ley pagar. Pasó con los periodistas, incluso al final de su vida, cuando más deteriorado estaba. No se te ocurra pagar. Esto es mío, era un gesto amable, también de orgullo. Una demostración de fuerza.
Y también, una mala costumbre para encarar la decadencia. En el documental Algo salvaje, dirigido por Paco Ortiz, el periodista Juan Pablo Silvestre cuenta que, en las fechas en las que se corrió esa juerga con la albiceleste, «el público de Bambino era la reserva canalla de Occidente. Eran los que no se habían enterado de que ese mundo había desaparecido y le seguían en cualquier caso», para ver cómo todo lo que habían conocido iba desapareciendo: «El mundo de Bambino era un mundo en decadencia en los 80. Se cerraron las salas de fiesta, se cerraron las boîtes… Aunque quizás no lo reflexionaba de esa manera, eso es lo que le estaba pasando».
Lo que cuesta creer es cómo había logrado hacerse con una parroquia. Sobre todo porque hizo bueno lo de que nadie es profeta en su tierra. Hasta que el flamenco pasó a ser un bien de protección cultural, a Bambino le faltaban galas por Andalucía. Le contrataban de Madrid para arriba y, quizá, donde tuvo un público más fiel fue en Barcelona. Todavía hay un local, el bar Leo, en Barceloneta, donde se le venera en unas paredes decoradas con imágenes suyas en horror vacui. Es de los pocos lugares donde hoy se puede escuchar rasgar unas guitarras sin tener que pagar por consumición y cena más espectáculo de danza rodeado de turistas.
La fidelidad de esos fans acérrimos estaba labrada sin intermediarios. Bambino rehuyó siempre a la prensa, se negó a aparecer en televisión, no hay más que un par de vídeos, y sobre todo rechazó los estribillos repetitivos que, en esos días críticos de la segunda mitad de los 70, eran lo que exigía la radio y el mercado para trascender. Satisfecho pese a hundirse en el pozo del olvido y sin arrepentimientos, declaró ya en los 90 en El Mundo: «Yo he trabajado bien, he ganado mucho dinero y me lo he gastado todo. Nuestra vida era así». Pero no haber estado en la caja tonta le privó de llegar a la nueva e incipiente clase media. Un segmento del mercado cuya demanda iba a dominar los futuros lanzamientos discográficos, ya fuesen los padres o los hijos los que compraran los discos, la demanda se estimulaba ante todo en la televisión en multitud de programas musicales diversos que, hoy, tampoco existen.
El estilo particular de Bambino es difícil de explicar. Ahora al pensar en rumba asumimos que será la catalana, alegre y festiva, divertida, pero la del utrerano hablaba de tragedias, de amores imposibles, de rupturas insuperables y de vidas arruinadas por pasiones truncadas. No obstante, compartió con Peret no ser nunca del gusto de los puristas. Lo recordaba Eduardo Tébar en la revista Efe Eme: «Nunca le llegará el respeto entre los flamencos». En su día, en una entrevista en La Nueva España, se vio obligado a justificarse: «No me considero traidor al flamenco. Sencillamente, tanto yo como un grupo de gitanos jóvenes no hemos hecho otra cosa que revivir el cante jondo. Nuestro único gran pecado ha sido este: frente al olvido del flamenco por parte del público, frente a la decadencia del cante jondo, nosotros hemos logrado hacer recordar que el flamenco existe, que es un arte que está ahí y que no se le podía dejar morir».
Es cierto. En el tablao de Torres Bermejas, ante todo, Bambino logró atraer al público más joven en una época en la que ya empezaba la competencia anglosajona. Posiblemente, porque sin quererlo o sin tomar una postura estudiada, estaba en sintonía con su tiempo, época de cambios a todos los niveles. Seguía en esa entrevista: «Frente a unas normas rígidas, frente a una música y unas canciones tradicionales, puras, nosotros hemos introducido unas canciones nuevas, menos ajustadas a los cánones, más de libre interpretación. Hemos pasado al flamenco canciones melódicas, música ligera y hasta rancheras mexicanas (…) Nosotros no hemos engrandecido ni empequeñecido el flamenco. En mi opinión, le hemos hecho el servicio de hacerlo permanecer, de que siga siendo admirado por el gran público. Lo hemos sacado de las trincheras donde se había quedado arrinconado».
Aunque tuviera el rechazo de la ortodoxia, no lo tuvo de sus compañeros. Es conocida la frase que le dijo Camarón a García-Alix de que Bambino era «un artista de artistas». No era la primera vez que se empleaba ese término. Rancapino, un buen amigo de Camarón, también ha recibido esa consideración, exactamente con las mismas palabras, pero en su caso representa la ortodoxia y tradición más pura del flamenco. Lo significativo es que Rancapino, al igual que su colega, se desvivía con el de Utrera: «Bambino ha sido un genio en su género. Pasarán muchos siglos hasta que salga otro como él. Fue el que revolucionó las canciones por bulerías y los tangos metidos en aire de rumba. Era un fenómeno».
De todos modos, quizá la mejor descripción de su sensibilidad la hizo el maestro Santiesteban, quien estuvo detrás de tantas canciones suyas, en una entrevista que publicó Efe Eme en 2002: «Yo odio el flamenco. Ni me gusta ni lo entiendo ni me interesa. Pero un día, en 1965, me presentaron un personaje fantástico llamado Bambino y me atrapó su encanto. Me identifiqué con su modo de ver las cosas. Me pidió algunas baladas, unos boleros, y yo se los escribí en mi estilo, con textos de Salvador Távora y otros amigos suyos. Le escribí alrededor de cincuenta canciones en total. Recuerdo que el primer día, Bambino se presentó con Paco de Lucía, que no tenía ni idea de música, para que le tocara al piano las canciones que había escrito. Entonces, Paco las asimilaba, les daba un aire de tanguillo o las cambiaba por bulerías. En fin, la locura. El caso es que la voz se corrió y me pasé tres años escribiendo canciones para Lola Flores, Paquita Rico, Carmen Sevilla, Peret y no sé cuánta gente más. En fin, que escribí quinientas canciones en tres años y todas en ese plan flamencoide».
Sin embargo, por mucho que se le imitase —se dice que Raphael cogió varios gestos suyos, sobre todo la forma de echarse la chaqueta al hombros—, no era fácil dar con la tecla. Al final de su vida, le recordaba a Grimaldos: «Mucha gente ha querido hacer mis canciones y grabarlas a mi manera, pero donde nunca me ha podido imitar nadie es sobre un escenario. No solo he cantado, también he interpretado cada canción. Por eso, aunque estuviera afónico, salía adelante. Daba el corazón en cada uno de mis actuaciones. Todo lo que he cantado tiene letras con mucho sentimiento. Me he identificado completamente con ellas y las he vivido en el escenario. Así era fácil convencer a la gente. Unas canciones las metía por rumba y otras por bulerías, según me venían a la cabeza. Y a veces les cambiaba el ritmo, depende de cómo me encontrase. Ahora quiero participar en mi homenaje aunque sea cantando en playback».
Es lo que tiene quien vuelca toda su personalidad y experiencia en su arte, que no se puede imitar, por la sencilla razón de que nadie tiene vivencias idénticas. Bambino sufrió desde muy pronto porque le dejó Carmen, aunque fue cuando él la «dejó» a ella por su carrera. Durante años, tuvo una querida, una mujer adinerada y mayor que él, que le daba protección, pero al mismo tiempo nunca le hizo ascos a nada y se le conocen parejas homosexuales. Extremo que él nunca negó, dijo en entrevistas que mujeres u hombres, a él le daba igual si de lo que se trataba era de disfrutar. Es más, a sus amigos ya les iba avisando de que era bisexual para que no lo escucharan de boca de otros. Rivalizando con la sutura en el corazón que le supuso perder el primer amor de la que pensaba que sería la madre de sus hijos, estaba también Angelito, hijo de un cantaor de Córdoba, con el que tuvo un romance electrizante que acabó en el mayor de los chascos: él se enderezó, se casó y formó una familia. Un cliché gay, no por ello menos doloroso.
Quizá por esa ambigüedad, que algunos juzgarán de homosexualidad encubierta o no reconocida del todo, muchas de sus canciones tenían dobles sentidos gais y no por casualidad, porque Bambino siempre fue extremadamente exigente con las letras que le escribían. Las estudiaba palabra por palabra. Para él lo eran todo y necesitaba, ante todo, creerse lo que iba a interpretar. A esa esencia del cante llegó por la inercia de su personalidad, pero también como modo de supervivencia. Era un gitano audaz y supo muy bien cómo sacar la cabeza al estar rodeado de astros. Lo explicó con toda sinceridad, sin ambages: «Yo no revolucioné el flamenco. Yo lo que hice… Cuando yo entré como artista, pues había una gama de figuras muy grandes, y yo para cantar como lo hacían ellos… pues superar eso era imposible, al menos para mí. Yo, entonces, procuré hacer una cosa diferente y lo conseguí».
Eduardo Tébar contó en la Efe Eme número 38 que no es fácil encontrar canciones en España anteriores a los 80 que muestren, aunque sea de manera velada, relaciones homosexuales. El ejemplo más elocuente que cita es «Mi amigo», compuesta inicialmente para Rocío Dúrcal en la película Amor en el aire, pero que no la dejó salir adelante la censura en 1967. Dos años después, se le permitió a Rocío Jurado cantarla en Nochevieja, pero cuando la toma Bambino en 1971 es otra historia. Explica Tébar: «[a] la solemnidad de la mujer herida que descubre la reciente infidelidad de su hombre y le pregunta dónde pasó la noche, Bambino le da la vuelta en su doliente rumba; la sublima con emotivos vientos y piano, entremezclados con las guitarras, las palmas y los bongós. En el argot gay de la época, amigo era un usual sustitutivo de novio o pareja. Lo que en voz de una mujer suena a despecho por el adulterio, en Bambino toma un giro y un sesgo claramente homosexual».
Pese a la sinceridad que destiló, es difícil penetrar en este aspecto de su biografía, especialmente por los pocas fuentes documentales que dejó. Su biógrafo tuvo que recurrir sobre todo a testimonios orales para elaborar su volumen. Poco sabemos de su origen, tan solo que la guerra civil trajo una carestía de vida bestial a Utrera y que la familia de Bambino tuvo que salir adelante gracias a la solidaridad de la comunidad gitana. Su padre era manijero, llevaba a un grupo de jornaleros, y su madre cosía, como tantas mujeres en la posguerra. La vida era muy dura, pero eso no significaba que no hubiera fiestas gitanas. La fascinación del futuro cantaor con el flamenco empezó viendo bailar a su madre, Frasquita, con un repertorio de canciones diverso como pocos: cuplés, boleros, pasodobles, tangos, jotas… Puede que ahí, tan pronto, en ese totum revolutum ya se gestase sin buscarse el artista que luego fue.
Recordando sus últimos días, Paco Ortiz decía que su regreso a Utrera era como si Elvis volviese a Memphis y se fuese cada mañana a tomarse una Coca-Cola al bar de turno. Pero eso hizo Bambino. Cuando vinieron mal dadas, se despidió de Madrid y se volvió por donde había venido. El cambio no tuvo nada de romántico. La casa que le había comprado a su madre estaba vieja, tenía goteras y, de nuevo, recurriendo a las redes de solidaridad, los amigos le tuvieron que hacer una reforma. Ya era tarde, había cogido una pulmonía.
Poco antes había sacado su último disco, Resucité. Le costó que lo titularan así, el quería que fuese A mi madre Frasquita, pero la discográfica no atendió a razones. Bambino se enfadaba «¡Yo no me he muerto todavía!». Días después de la salida del CD, estaba cantando en Rota y se le rompió la voz. Había pasado décadas exprimiéndola a fondo para ganar dinero, era su forma de vida, cuando llegaban los dolores, se echaba unos tragos de whisky o hacía unas gárgaras con Rioja, dos hibitanes y asunto resuelto. Ya le tuvieron que operar en su día, de forma temprana, pero él siguió haciendo esfuerzos sobrehumanos, muchas veces sin micrófono. El diagnóstico estaba declarado: cáncer.
Aun así no perdió la planta. Cuenta su biógrafo del ánimo que llevaba a su paso por el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla en 1997:
«¿Edad?», le pregunta la enfermera, «cuarenta y tres», dice sin importarle el gesto atónito de la funcionaria que trata de rellenar correctamente el formulario de admisión del paciente. «¿Bebe?», le pregunta poco después. «Solo cuando echan fútbol por la televisión», contesta, «¿Pero si echan fútbol todos los días?», inquiere pasmada, con los ojos como platos, la muchachita que se escuda tras el mostrador: «Pues bebo todos los días».
El sarcasmo esta vez ya no era la careta del mal de amores, sino de demasiadas señales de que todo se acababa. Su hermano y su madre habían muerto tres años antes. Eso fue peor que cualquier desengaño amoroso. Rodeado de gatos, se entregó a la bebida en sus últimos días prácticamente arruinado. Las reflexiones al respecto de González Sacristán valen su peso en oro. Dice que Bambino era un gitano, pero del siglo XIX. De los que nacían en la pobreza y volvían a ella después de haber nadado en la abundancia, casi como ley de vida, incapaces de someterse a las leyes del ahorro y la planificación. Había ahí un rechazo al progreso, a los horarios, a los comerciantes, a la soledad social… contra todo eso oponían su orgullo dilapilador de la propia fortuna.
Fue enterrado en un nicho sencillo, casi anónimo, en la carretera de Los Palacios. Pero pocas horas antes en Utrera, en la Iglesia de Santiago del barrio de los gitanos, desfilaron dos mil personas. Como puente que fue Bambino entre la canción de dos continentes, muy bien le venía al pelo el lema que Héctor Lavoe dejó sellado en 1986 en el diario El Heraldo como resumen perfecto de toda una filosofía de vida: «Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere».
Un grande Bambino, gracias por el artículo
El Bar Leo de Barcelona, hace muchos años. Ambiente vibrante, público heterogéneo. Juke Box con sus grandes éxitos que sonaban a todo volumen. Nos pasamos allí la tarde entera hablando con su carismática dueña.
Tremendo artículo! Largo y apasionante como en los mejores tiempos de Jotdown. Enhorabuena
Por favor que regresen estos articulos a Jotdown, largos, inspirados, con contexto y referencias