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Ceci n’est pas un jeu (Esto no es un juego)

Ceci n'est pas un jeu (Esto no es un juego)
Back to Bed, 2011. Imagen: Bedtime Digital Studios.

Durante más de diez años, Hiroko Nishikawa acomodó un diario junto al lecho para anotar, de buena mañana, los pormenores de cada sueño que invadiera su subconsciente durante las horas nocturnas. Nishikawa era una mujer creativa que ejercía como redactora, diseñadora web e ideóloga de escenarios para una compañía de videojuegos llamada Outside Directors Company. Pero nunca llegó a imaginarse que en el futuro, y debido a su afición por documentar las noches, miles de curiosos se darían paseos por sus sueños buscando experiencias lisérgicas. 

El músico, fotógrafo y artista multimedia Osamu Sato rechazaba el concepto de videojuego al no entender por qué la chavalada alimentaba máquinas recreativas con monedas para fusilar marcianitos sin obtener nada más a cambio. Y decidió demostrar su firme oposición al medio de la mejor manera posible: creando a finales de los ochenta su propia desarrolladora de videojuegos, Outside Directors Company. La jugarreta de dicha empresa fue moldear producciones que tenían más de contenedores de arte y música que de retos pixelados clásicos. Y su primer lanzamiento fue una aventura point & click para ordenadores, Easter Mind: The Lost Soul of Tong Nou. Una historia donde el usuario asumía el papel de un hombre en busca de su alma, reencarnándose en diversos animales mientras exploraba una isla con forma de verdosa cabeza humana, la propia jeta de Sato, para adentrarse por cada uno de sus orificios.

En el ecuador de los 90, la aparición de la consola PlayStation llamó la atención de Sato. El cacharro de Sony se le antojaba más sofisticado que aquellas máquinas de la competencia rellenas de erizos azules espídicos o fontaneros aficionados al consumo de hongos. Dispuesto a darle una segunda oportunidad a lo videolúdico, el hombre tanteó un juego de coches en la Play, pero lo escaso de su pericia estrelló el esfuerzo de manera literal: al no estar habituado a agarrar un pad, el artista se descubrió estampándose continuamente al volante del carro tridimensional. Accidentes virtuales que le llevaron a pensar que aquello solo podría ser interesante para la gente torpe si cada hostia teletransportara al usuario a un nuevo mundo 3D, en lugar de invocar el Game Over. Y razonó que esa ocurrencia del cambio repentino de escenario se asemejaba, exceptuando el temita del siniestro total sobre ruedas, al modo en el que funcionan los sueños. A golpes, Sato había concebido la idea inicial de uno de los títulos más extraños de PlayStation, LSD: Dream Emulator. Un videojuego que invitaba a trotar por paisajes oníricos, territorios inspirados en el extenso diario de sueños que una compañera de curro del artista, una mujer apellidada Nishikawa, llevaba una década alimentando.

Aunque la coña con el ácido era premeditada, LSD: Dream Emulator no definía claramente sus siglas, mostrando en pantalla interpretaciones variopintas como in Limbo, the Silent Dream o in Laughter, the Spiritual Dream. Y su propia naturaleza era igual de obtusa, demostrando alma de antijuego porque no existía meta u objetivo alguno. El usuario se limitaba afrontar diferentes jornadas caminando por mundos extraños, contemplando vídeos raros o leyendo citas de los escritos de Nishikawa. La gracia es que los parajes del juego, construidos a base de polígonos prehistóricos, se alternaban de manera aleatoria en cada partida, acumulando elementos bizarros a medida que el espectador invertía horas en navegar aquel delirio. Vagabundear por una aldea japonesa y chocar contra un muro transportaba a los jugadores a playas con barcos encallados, castillos de fantasía, desiertos policromáticos, tuberías laberínticas de aspecto cárnico o entornos marcianos forrados con patrones de colores chillones que desafiaban la integridad de las retinas. Habitar durante tiempo prolongado LSD convertía la expedición en algo pesadillesco cuando las texturas de las superficies comenzaban a mutar y el entorno era invadido por bebés saltarines, ovnis, elefantes voladores, ositos de peluche, humanoides gigantes con cara de lidiar con taras importantes o pingüinos multicolores. 

LSD disfrutó en Japón de una edición especial que incluía un cedé de música acid techno titulado Lucy in the Sky with Dynamites y un libro con extractos del diario de Nishikawa. Por desgracia, aquella extravagancia psicotrópica fue elegantemente ignorada por el público de finales de los 90. Hasta que, más de doce años después, los historiadores lo rescataron, las gentes lo fliparon al descubrirlo gracias a internet y su leyenda aumentó hasta encumbrarlo como juego de culto. Aquel cedé de PlayStation había calado tanto en la cultura popular como para que la banda británica Alt-J decidiera utilizar un pantallazo del videojuego a modo de portada de su álbum Relaxed (2017). LSD: Dream Emulator, más que un divertimento experimental, suponía una entrada fabulosa entre los representantes del nuevo surrealismo digital, un estilo que ni siquiera nadie se ha dignado a considerar subgénero aún. Aunque existió un pequeño detalle que delataba la intención de tejer lazos entre LSD y las vanguardias artísticas: la campaña publicitaria anunció aquel título bajo el eslogan «Esto no es un juego». Un guiño nada discreto al famosísimo cuadro La traición de las imágenes (1929) del surrealista belga René Magritte, esa pintura que muestra una pipa junto al texto «Ceci n’est pas une pipe» («Esto no es una pipa»).

Jugar al surrealismo

La principal seña de identidad de la corriente surrealista fue su afición por transitar parajes ubicados en lugares ajenos a la realidad. Y La persistencia de la memoria (1931) de Salvador Dalí, ese cuadro de relojes fundiéndose como tranchetes al solete, suele ejercer como kilómetro cero del ideal surrealista en el imaginario popular. Por su fama y, sobre todo, porque evoca de manera instantánea el tipo de orografía que define el movimiento artístico. En el terreno de los pads y los píxeles el tema es más difuso, porque los videojuegos funcionan como espejo de otras artes, pero también como coctelera. Algunos como LSD se pueden definir como surrealismo puro, pero muchos otros optaban por picotear y apropiarse de ciertos elementos conceptuales, narrativos o estilísticos específicos de la vanguardia. 

La saga Gobliiins se compone de cinco aventuras donde el título de cada una (Gobliiins, Gobliins 2, Goblins 3, Gobliiins 4 y Gobliiins 5) lucía un número de íes que indicaba la cantidad de duendecillos protagonistas de la gesta. Concebidas en tierras francesas a cuatro manos por el dibujante Pierre Gilhodes y la diseñadora Muriel Tramis, aquellas aventuras gráficas se emplazaban más cercanas a Dentro del laberinto y los dibujos animados de Tex Avery que a los paisajes de Magritte, pero contenían trazas evidentes de surrealismo. Aunque estas no se hallaban en sus demenciales puzles de lógica lunar cartoon, de soluciones tan absurdas como golpear con un salchichón la testa de una gallina para que alumbrara un huevo, sino en ciertos pasajes oníricos y alucinógenos, secuencias donde Gilhodes se desmelenaba dibujando escenarios que parecían fruto de una brainstorming entre Remedios Varó y Leonora Carrington. El überpopular Myst encandiló a más de seis millones de jugadores durante la fiebre por el formato CD-ROM, llegando a ostentar durante una década la corona de título más vendido en PC Y la culpa del éxito no fue tanto de sus acertijos, aburridísimos, como de la maña de sus creadores, los hermanos Rand y Robyn Miller, para concebir un mundo imaginario fascinante, una isla donde el protagonista aparecía de golpe tras toquetear un libro titulado Myst. Sin apenas contexto u objetivo aparente, los jugadores se topaban con un escenario evocador, y muy inmersivo gracias a su estupenda ambientación sonora y a unos gráficos que por estáticos se emparentaban con lo pictórico. Avanzar por Myst a golpe de clic en el ratón era similar a contemplar un desfile de cuadros sobre un emplazamiento fantástico, y quizás eso fue lo que llevó a The New York Times a etiquetar el juego como la evidencia de que los juegos estaban evolucionado hacia una forma de arte. Jeff Koke, un escritor de rolazos de mesa, acotó el mayor logro de Myst de manera certera: «Es el primer videojuego de aventuras del que he salido con la sensación de haber visitado un lugar real».

Lo de The Stanley Parable resultó inenarrable por culpa de, precisamente, su ingeniosa brillantez narrativa. El punto de partida era insólito: un oficinista, cuya única tarea consistía en pulsar de una en una las teclas que le indicaba una pantalla, decidía levantarse de su silla, ante una repentina ausencia de órdenes, para deambular por las habitaciones de la empresa. En aquella odisea no había inventario, ni enemigos físicos, ni personajes secundarios, ni siquiera acciones disponibles más allá de caminar y toquetear cosas. Lo que sí que había era un narrador omnipresente que se enajenaba cuando el usuario no le seguía el rollo. Una voz que derribaba y reconstruía el propio juego y sus normas para putear, encarrilar la trama, elaborar gags desternillantes, juguetear con sucesos ocurridos en partidas previas, aleccionar sobre el libre albedrío y conducir al epatado jugador a uno de sus numerosos finales. La metanarrativa extrema de The Stanley Parable realizaba la aproximación a lo surrealista por la vía intelectual en lugar de la estética. Porque apuntaba al núcleo, a lo conceptual, a acunar la irracionalidad como corazón de la historia. There Is no Game y There Is no Game: Wrong Dimension nacieron inspirados por la parábola de Stanley y compartiendo con aquella la rendición al ideario surrealista a través del artilugio meta. Presentaban otro descojonante narrador entrometido, obligaban a pelearse con falsos menús de configuración, y se divertían saltando entre géneros: desde la aventura gráfica point and click hasta la épica zeldesca a vista de pájaro, y pasando por el machacaladrillos estilo Arkanoid.

Hylics y su secuela tenían esqueleto de JRPG clásico, con su grupete de aventureros enzarzados en combates por turnos, y pelaje de animal desconcertante. Suponían dos demostraciones de surrealismo y dadaísmo punk cocinadas de manera casera por Mason Linderoth utilizando arcilla y stop-motion. Un universo posthumanista de seres extraños chapoteando en una ensalada de tripis, o lo que la crítica Emily Gera definió como «una estampa pintada por el Bosco al estilo Videodrome». The Neverhood y Armikrog también utilizaron plastilina y laboriosa animación fotograma a fotograma para erigir personajes y escenarios que parecían escapados de una expo de arte abstracto. En Chile, el equipo de programadores ACE Team se revelaron como auténticos hooligans de lo surreal al facturar producciones donde era posible abrirse paso a hostias en mundos que bebían muchísimo de Hieronymus Bosch y las ilustraciones de John Blanche (Zeno Clash) o pilotar gigantescas rocas rodantes con cara a través de escenas medievales que emulaban las animaciones de Terry Gilliam para los Monty Python (Rock of Ages). 

Las tres entregas, dos plataformeras y una en realidad virtual, de Psychonauts ideadas por el famoso Tim Schafer (Grim Fandango, Day of the Tentacle) creaban sus niveles más ocurrentes gracias a una excusa narrativa fantástica: la capacidad del protagonista, Raz, de colarse en las mentes ajenas, o en la inconsciencia colectiva, y explorar sus traumas e inseguridades. En Psychonauts las seseras de los secundarios alojaban programas de cocina al estilo Masterchef donde el público eran los propios ingredientes de las recetas, océanos contenidos en una bañera, urbanizaciones norteamericanas de los años cincuenta con conspiraciones tras cada seto, circos ambulantes construidos con filetes de carne, o discotecas setenteras buenrollistas que escondían habitaciones donde ardían orfanatos.

El extraordinario ilustrador M. C. Escher nunca formó parte de la corriente surrealista. Pero sí es cierto que sus arquitecturas imposibles, sus animales engarzados como piezas de puzles y sus retorcidas ilusiones ópticas compartían tantos elementos con el movimiento vanguardista como para ser considerados primos hermanos de aquel. Y añadirlo al saco nos viene estupendo porque su obra también ha inspirado numerosos juguetes digitales. Como un Wonderputt Forever que brotó de una ocurrencia espléndida: jugar al minigolf sobre estructuras imaginarias con pinceladas escherianas, hoyos delirantes que se metaformoseaban sobre la marcha creando espacios cada vez más locos. O Back to Bed, un puzle isométrico sobre ejercer como ángel de la guarda de un sonámbulo, evitando que el dormido se descalabrase al recorrer las ensoñaciones de su subconsciente, con un apartado visual especialmente llamativo al fusionar los estilos de Escher y Dalí. The Bridge habría sido motivo de demanda por copyright si el neerlandés hubiera estado vivo, porque sus rompecabezas habitaban un entorno que fusilaba sin rubor el trazo del artista. Y el minimalista Echochrome fue mucho más parco, más inteligente y más escheriano al focalizarse en la esencia. El propósito del juego no era controlar un personaje, sino la perspectiva de la cámara para crear ilusiones ópticas y trampantojos al estilo M. C. que permitieran a un maniquí andarín superar escollos imposibles.

Escher, en general, ha inspirado mucha talla de píxeles: la pirámide por donde botaba el clásico Q*Bert nació a partir del patrón de una bandera de la litografía Convexo y cóncavo (1955), la fase de bonus del Sonic the Hedgehog primigenio utilizaba como fondo pájaros y peces escapados de Aire y agua (1938), las criaturas con cabeza humana y cuerpo de ave que se paseaban por las paredes de Otro mundo (1948) se convirtieron en personajes del bestiario de The Legend of Zelda: Twilight Princess, y las escaleras del popularísimo Relatividad (1953) cimentaron estancias y homenajes en Balan Wonderworld, Lemmings, Devil May Cry 3, Haunting Ground, Castlevania Chronicles, King Quest VII, Sanitarium, Final Fantasy IX, Call of Duty: Black Ops II, Quest for Glory, Chrono Cross y, probablemente, varias docenas de juegos más. El genial Fez, un título que se presentaba en 2D y evolucionaba a la tridimensionalidad cuando el héroe era bendecido con el don del tercer eje, fue el que perpetró la genuflexión más subrepticia: alguien con mucho tiempo libre filtró la música del juego por un espectrograma y descubrió imágenes ocultas tras las ondas de sonido, entre ellas figuraban un cuadro de Dalí y el Ojo (1946) de Escher.

Probablemente, los creativos japoneses supongan la representación más sólida del nuevo surrealismo digital. Porque siempre, incluso antes de LSD, se han esforzado mucho por parir entretenimientos que combinasen la tradición, la tecnología y las locuras de su cultura pop con resultados que en occidente se nos antojan fascinantes por marcianos. Keita Takahashi es uno de los autores mainstream más reconocibles y el gran referente del surrealismo cuqui japo. Su exitoso Katamari Damacy perseguía las peripecias del Príncipe de Todo el Cosmos tratando de adecentar el universo, empujando una pelota pegajosa a la que adherían todos los elementos del escenario para crear nuevos mundos y estrellas cuando el bolo tenía buen tamaño. Una odisea iniciada a escala microscópica, recogiendo objetos como clips o cerillas, que crecía hasta dimensiones cósmicas cuando la voluminosa pelota de cachivaches era capaz de arramblar planetas y galaxias enteras de golpe. Noby Noby Boy fue la otra criatura destacable de Takahashi. Un divertimento sandbox, donde el usuario interpretaba a un encantador gusanoide multicolor capaz de estirar su cuerpo a voluntad. Carecía de objetivos y se centraba en corretear por lugares solo estrambóticos para ver qué pasaba, pero tenía un componente online de trabajo comunal: el programa sumaba los metros que se estiraba cada jugador y los acumulaba para hacer crecer gradualmente a otro gusanete femenino, GIRL, a lo largo de nuestro sistema solar, intentando dibujar un trayecto de ida y vuelta al sol que visitase todos los planetas. Noby Noby Boy se lanzó en 2009 y el público más despistado lo recibió con desidia exclamando «Esto no es un juego». El equipo de desarrollo había calculado que la puntuación acumulada por los jugadores permitiría a GIRL alcanzar la Luna en dos semanas. El bichejo llegó al satélite en cuatro días. En 2015, aquel no-juego despreciado por la gente más agria, los mismos que en otra época hubieran renegado de los surrealistas, completó la ruta alrededor de todo el sistema solar.

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