
Hubo un tiempo en que los escritores eran capaces de imaginar con cierta precisión cómo sería el mundo en el futuro. Novelistas como Arthur C. Clarke o J. G. Ballard supieron ver con décadas de anticipación cómo serían las cosas ya entrado el siglo XXI. El crítico cultural Ted Gioia repasó algunas de las entrevistas concedidas por Ballard en los 70 y comprobó asombrado que el escritor había predicho que en treinta años las personas pasarían horas fotografiándose a sí mismas o grabando todas y cada una de sus acciones cotidianas para seleccionar finalmente las que dieran «un mejor perfil». En esta versión de Facebook anticipada por Ballard, las personas seríamos los protagonistas de un serial de andar por casa, y nuestros amigos, padres y demás familia serían reducidos al papel de secundarios, cuando no de meros espectadores. Para el autor de Crash, la mayor amenaza a nuestra calidad de vida no era el holocausto nuclear, sino la tecnología (en esto era más pesimista que Clarke). Anticipó que estaríamos constantemente monitorizados y que habría todo tipo de información sobre nosotros almacenada en alguna parte al servicio del mejor postor.
En las últimas décadas, sin embargo, la capacidad de imaginar el futuro parece haber decaído de forma considerable. El porvenir es una ilusión que ya no ilusiona como antes. Si el novelista William Gibson está en lo cierto, ya ni siquiera los escritores de ciencia ficción piensan en el año 2050 o 2100, y si lo hacen es para anticipar un mundo más degradado, apocalíptico, no como un futuro lleno de posibilidades. El Futuro, así en mayúscula, dice Gibson, ha desaparecido: ha sido reemplazado por este presente continuo en que vivimos. Esta alteración temporal, por cierto, también fue predicha por Ballard. En 1969 vaticinó que en el siglo XXI nadie tendría la vista puesta en el futuro, «simplemente se vivirá en el presente y la tecnología estará al servicio de ese presente». No se equivocó lo más mínimo.
Esta desaparición del futuro de nuestro horizonte mental no se habría producido de un día para otro. En Los fantasmas de mi vida (2013), el crítico cultural Mark Fisher alertaba de la «lenta cancelación del futuro», expresión que había tomado del filósofo Franco Berardi. Bajo la apariencia de novedad y cambio constante, estamos viviendo un estancamiento casi absoluto. «El capitalismo», dijo de forma muy acertada Fisher, «ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable»; se ha infiltrado hasta en los rincones más recónditos de nuestra vida onírica y prácticamente ha aniquilado nuestra capacidad de imaginar otros mundos posibles.
En medio de este panorama, emerge The Future Library [la Biblioteca del Futuro], un proyecto que apuesta por dos cosas por las que hoy nadie parece dar un duro: el futuro y la literatura en papel. Su artífice es Katie Paterson, una artista cuyas obras nos obligan a mirar el mundo desde una escala distinta. En 2009 se propuso cartografiar todas las estrellas muertas del universo; en otra ocasión, enterró un grano de arena en el desierto del Sáhara o incorporó un micrófono a un glaciar para retransmitir en directo cómo se derretía. Con The Future Library, Paterson nos hace preguntarnos cómo será el mundo a cien años vista, y lo hace desde la esperanza. Cada año, desde 2014 hasta 2114, un escritor invitado entregará un manuscrito que se custodiará en una sala ubicada en la última planta de la New Deichman Library en Oslo. Antes de depositarlo en la biblioteca, se celebra una ceremonia cargada de simbolismo en el bosque de Nordmarka, a las afueras de la ciudad. Allí se han plantado mil árboles para la ocasión; de ellos saldrá el papel con el que se impriman los cien libros en 2114. Hasta entonces, no sabremos nada más que su título; ni siquiera sabremos si se trata de una novela, un poemario o un ensayo (la única condición que ha puesto Paterson es que no sea un álbum de fotografías).
A la incertidumbre de si dentro de un siglo seguirá existiendo el bosque de Nordmarka y si quedará alguien interesado en la literatura, o alguien en general, se suma la de cómo cambiará el lenguaje a lo largo de estos años. Esa era una de las mayores preocupaciones de Margaret Atwood, la primera en participar en el proyecto. Cuando entregó su manuscrito en 2014 bromeó diciendo que los lectores del futuro necesitarían un paleoantropólogo para descifrar parte de su contenido. Exageraba, claro, aunque es de suponer que en cien años algunas palabras o expresiones habrán adquirido un sentido distinto y otras sencillamente habrán desaparecido. Parece que la canadiense empezó a interesarse más por estas cuestiones cuando a su pareja, el también novelista Graeme Gibson, le diagnosticaron una demencia. En este sentido, Atwood ve la Future Library como una especie de cápsula del tiempo en la que guardar palabras, expresiones e imágenes antes de que caigan completamente en el olvido. Del mismo modo puede interpretarse que Valeria Luiselli entregara su libro escrito a mano, un hábito que está en vías de extinción, o que Sjón, otro de los participantes, lo escribiera en su lengua materna, el islandés, sin saber si en 2114 habrá algún lector en el mundo capaz de leer en ese idioma que en la actualidad hablan poco más de trescientas mil personas.
Uno de los autores participantes que tiene cierta experiencia a la hora de imaginar cómo será el lenguaje en el futuro es David Mitchell (lo hizo, por ejemplo en El atlas de las nubes, donde creó una variación del inglés para un futuro postapocalíptico). No sabemos si en esta ocasión habrá inventado un nuevo lenguaje, pero sí que el libro que ha entregado a la Future Library se titula From Me Flows What You Call Time. En un magnífico artículo publicado en esta misma revista, Rubén Díaz Caviedes revelaba el verdadero origen de este bonito título: un poema de Makoto Ooka que remite a un lugar central en la narrativa de Mitchell. Díaz Caviedes apuntaba la hipótesis de que el manuscrito de Mitchell custodiado en la Future Library fuese el libro germinal de su universo narrativo, el equivalente al Silmarillion de Tolkien, por así decir. La hipótesis resulta verosímil. De hecho, en una entrevista que concedió a una revista noruega antes de entregar el manuscrito, Mitchell comentó que se trataba de una pieza del rompecabezas de su universo literario, una suerte de piedra angular, interrelacionada con sus otras novelas, aunque también podría leerse de forma independiente.
Además del lenguaje está la cuestión de cómo serán los lectores del mañana. Tommy Orange, uno de los últimos invitados a embarcarse en el proyecto, reconoció que le imponía mucho escribir para «personas que con toda seguridad nos considerarán estúpidos e inferiores en muchos sentidos, igual que nosotros, al mirar cien años atrás, vemos con toda claridad todos los problemas que tenían para ser simplemente seres humanos decentes». En sus novelas, Orange ha abordado los problemas de adicción y malos tratos que afrontan en la actualidad los nativos americanos, minoría a la que pertenece. Parece que Paterson está teniendo mucho cuidado con que las distintas minorías estén representadas en su «antología». Además de Orange, ha incluido a Valeria Luiselli (que ha escrito varios libros sobre los migrantes mexicanos), a Ocean Vuong (que ha escrito sobre su experiencia como inmigrante y homosexual) o Elif Shafak (firme defensora de los derechos de las mujeres y del colectivo LGTBIQ+). Por supuesto, no podemos considerar la literatura como una medida exacta del desarrollo humano, y es evidente que seguimos teniendo serios problemas para ser seres humanos decentes; pero, si comparamos los libros que se publican ahora con los que se publicaban hace un siglo, vemos que algo hemos avanzado.
Más allá de eso, para mí lo más interesante de la Future Library es que es una apuesta clara por la literatura. Eso explica, a mi modo de ver, que escritores del prestigio de Han Kang, Karl Ove Knausgard o la mencionada Atwood se hayan prestado a entregar un manuscrito que nunca verán publicado en vida (más aún si tenemos en cuenta que no han cobrado ni un euro por participar). Un escritor solo se debe a la literatura, o debería, y este proyecto permite a los participantes escribir al margen del mercado. Imagino que, por primera vez en mucho tiempo, estos autores podrán escribir sin pensar en contentar a sus agentes, sus editores, o en la necesidad de atraer a más lectores. En ese sentido, es de suponer que han escrito con más libertad que nunca.
Aunque una obra literaria pertenece a una época y lugar, debe aspirar a trascender el momento en que ha nacido. El proyecto de Paterson recuerda a los autores esta aspiración que nunca conviene perder de vista. Otra cosa es si dentro de un siglo la literatura seguirá interesando a alguien. Isaac Bashevis Singer decía en Who Needs Literature? que la verdadera esencia de la literatura, el retrato en profundidad que ofrece del interior del ser humano, no ha tenido nunca muchos entusiastas. En el pasado, cuando no se tenía tanto acceso a los periódicos o a los libros de texto como ahora, muchos lectores leían novelas para aprender sobre otras épocas y lugares, incluso para aprender a hablar de una forma más correcta. Ahora toda esa información está literalmente al alcance de la mano. Tal vez eso explique la pérdida de interés en la literatura que estamos viendo, además del tiempo cada vez mayor que pasamos en redes sociales, viendo series o mirando el móvil.
Está la duda de cómo afectará la inteligencia artificial a la supervivencia de la literatura. Hasta ahora, herramientas como ChatGPT han demostrado ser útiles para ayudar en la escritura de artículos científicos o guiones de series cortadas por el mismo patrón, no así literatura o guiones de series o cine de calidad. La lingüista Violeta Demonte contaba en un artículo que si pidiéramos a ChatGPT que escribiese un guion «para películas de gran imaginación y sensibilidad como Rocco y sus hermanos, Blade Runner, o Drive my car, creo que le plantearíamos una tarea imposible aun cuando le diésemos muchos mimbres previos». En el terreno literario, Demonte pidió a ChatGPT que escribiera un cuento al estilo de «El perseguidor», de Cortázar. Lo que salió fue un pobre simulacro sin alma: las caracterizaciones de los personajes eran banales, carecían de interioridad, no había argentinismos, ni metáforas, solo clichés y una imaginería cursi y mediocre. Es decir, al cuento le faltaba Cortázar. No sé lo que pasará en los próximos cien años, pero dudo mucho que el ChatGPT versión 300.0 o equivalente pueda escribir jamás una historia con la profundidad y sensibilidad de Han Kang, pongamos por caso. La esencia de la literatura de la que hablaba Singer, el interior del ser humano, es algo que siempre permanecerá fuera del alcance de estos «loros estocásticos», por muy elaboradas y «realistas» que puedan ser las imitaciones que nos ofrezcan.
Por otro lado, creo que temas como la identidad, la subjetividad, en definitiva, lo que nos hace humanos, seguirán interesando (y si no es así, estaremos jodidos). Ahora bien, si delegamos una parte importante de nuestra esencia, como es el lenguaje, en la inteligencia artificial y dejamos que en lo sucesivo un programa informático se exprese y cree por nosotros, es muy probable que parte de nuestra humanidad se pierda por el camino. Está en nuestras manos no seguir avanzando por esa vía.









En menos de 10 años sólo estará establecida la idiocracia, así que en 100 años aquellos escritos sólo serán cosa de civilizaciones antiguas, posiblemente la última con capacidad de escribir desde las entrañas.
Se sabe que el superordenador Deep Blue ganó una partida de ajedrez a Kaspárov, pero… fue consciente Deep Blue de su victoria?? La libertad extrema de mis fantasías me da para pensar que el futuro o su imaginación se ha disipado porque, tal vez, no exista, porque de hacerlo, el algoritmo ya nos lo habría representado o servido de algún modo.
Creo que nosotros somos la vía del algoritmo.
Qué artículo más evocador e intelectualmente estimulante, felicidades.
Preocupa que comencemos a congelar con la Tierra las antigüas tablas de la salvación, quienes se dejaban leer y escribir sin ser demiurgos… en un domingo de resurrección, con la sublevación debida dormida de frente al desierto que nos espera, o aquel mar seco, el de La Tranquilidad forzada de la Luna, sin aire y sobre todo sin gravedad. Menos mal que tengo la ergonómica heladera con su coraza de esquelas donde siempre anoto “comprar pan” como si fuese algo mágico o de un descubrimiento inesperado de todos los días se tratara; o «ir a la biblioteca» por un libro para recargar la memoria dentro de un caos ordenado de horizontes verticales, solo para convencerme de que la IA no podrá aconsejarme que libros pedir prestados para leer un fin de semana. Lindo artículo, señora. Gracias.