Música

Aleksandr Skriabin: besos a la dinamita

Aleksandr Skriabin. (DP)
Aleksandr Skriabin. (DP)

«Un baño de hielo, cocaína y arcoíris»1. Así definió Henry Miller, en su Crucifixión Rosada, la música de Aleksandr Skriabin, pese a que el lento con éxtasis de muchos decimonónicos tardíos, nacidos sobre la espumosa ola romántica de inicios de siglo, se ahogara en el baño decadente de los epígonos. Enviados por la historia a salones oscuros, su diamante extremo rara vez brilló frente al revisionismo cultural que vino después, ansioso por destapar tesoros ocultos. El juicio se había cargado a compositores como meros continuadores de una corriente moribunda, y entre los escombros se encontraron a hombres como Franz Schreker, Erwin Schulhoff y Alexander von Zemlinsky, que todavía hoy siguen sacudiéndose el polvo acumulado. 

No es el caso de nuestro protagonista, surcando el cosmos sobre losas del tamaño de las descritas por Lovecraft en su palpitante En la noche de los tiempos. Tildado de loco para protegerse del torrente imaginativo y extravagante de sus ideas, la vanguardia del siglo XX no hubiese sido posible sin él. Más allá del breviario filosófico à la Nietzsche del Dios-Artista-Creador que rodea los programas de sus piezas sinfónicas, las obras del ruso podrían perfectamente sobrevivir sin el material extra musical que las alimenta. Pero no por ello debemos sacar el látigo, emulando a ciertos predecesores, para condenar incipits como el añadido a las notas introductorias en la première de su obra más famosa, el Poema del Éxtasis, a cargo de la Russian Symphony Society de Nueva York en 1908:  

El Espíritu Creador, es decir, el Universo que juega, no es consciente de lo Absoluto de su creatividad, al haberse subordinado a una Finalidad y haber hecho de la creatividad un medio hacia un fin. Cuanto más fuerte es el latido de la vida y más rápida la precipitación de los ritmos, más claramente llega al Espíritu la conciencia de que es consustancial a la propia creatividad. Cuando el Espíritu haya alcanzado la culminación suprema de su actividad y haya sido arrancado de los abrazos de la teleología y de la relatividad, cuando haya agotado por completo su sustancia y su energía activa liberada, llegará el Tiempo del Éxtasis. 

El riesgo de malinterpretar a este genio de la música es inmenso. Nacido en Moscú en 1872, su madre, alumna de Anton Rubinstein, murió un año después; a su padre, diplomático, le destinaron a Constantinopla, y el niño fue educado por su tía, quien le dio sus primeras lecciones de piano. De 1882 a 1887 entró en el cuerpo de cadetes de la Escuela Militar de Moscú. Durante este periodo compuso sus primeras piezas. A principios de 1888, inició sus estudios en el conservatorio de la capital, compartiendo clases y alojamiento con Sergei Rachmaninov en la estricta pensión de Alexander Zverev. Sus maestros fueron Safonov (piano), Taneiev (fuga y contrapunto), y Arenski (composición). Con los dos primeros nunca tuvo problemas, aunque con el tercero las dificultades eran notorias. Arenski no soportaba las críticas de Skriabin al dios Tchaikovsky, que sin duda influyeron para otorgar a Rachmaninov la medalla de oro en composición y dejarle a él sin nota ni título en ese apartado. 

Ya, aquí, durante los primeros años, se ven los trazos de gran individualismo que marcarán el destino del músico. Hay que ser valiente para denigrar, dentro del corazón de las alabanzas, los méritos del autor de la Sinfonía Patética, preso entre las garras de un eslavismo pueril. Tampoco se salvó Balakirev, el padre de la música rusa y cabeza del famoso Grupo de los Cinco, reunidos en torno a la idea de un nacionalismo ruso contra la influencia de la música occidental. A Skriabin, desde su reino danzante y lánguido, nunca le importaron sus raíces ni la defensa en la partitura de las características inherentes a la panoplia de paisanos comprometidos en la expresión de la famosa « alma rusa». Y si las tempranas pero ya maduras Mazurcas op.3 denotan por su título el apego cultural a una geografía, las piezas demuestran lo contrario en su ideal abstracto de música absoluta, tomando a Chopin, su gran ídolo de juventud, como ejemplo.

En su excelente biografía, Jean Yves Clement escribe: «a diferencia de la mayoría de compositores, Skriabin no crea su música a priori sobre estados del alma, como la melancolía o la cólera. He aquí un romántico que compone una especie de música objetiva, una música de la música, en vez de una música de los sentimientos. De hecho, y en ese sentido, una música próxima a la de Chopin»2. Hay muchos que han visto en el Skriabin juvenil un Chopin on crack, drogado por sustancias de origen wagneriano; un Chopin excesivo y decadente, rozando el pastiche, pero que trabaja los antiguos géneros del maestro (preludios, estudios, mazurcas, valses, polonesas, impromptus) con una maestría a la altura del gran polaco. Es aquí donde reside casi toda su reputación. Si el Skriabin teosófico se irá por las ramas cuando intentará, más tarde, dar explicaciones a sus obras, el Skriabin exclusivamente musical es un artista del aforismo, de la concentración y de la forma sonata. Lo demuestran sus Estudios op.8 (1895), los 24 Preludios op.11 (1896-1898), y su primera obra maestra, la Sonata op.6 (1892-1893), fruto de su primera crisis creativa: un grito contra el Destino, contra Dios, escribirá en sus cuadernos; la trágica pérdida de una carrera como concertista de piano, tras dañarse la mano derecha casi por completo, practicando en demasía las Reminiscencias de Don Juan de Liszt

Dos años tuvo que luchar contra la amenaza de una parálisis, resucitando en 1895 con dos recitales triunfales en Moscú, organizados por su editor Belaiev, que tuvieron como consecuencia una decisión muy particular: de ahora en adelante, Skriabin solo tocaría en público sus propias obras. Se comienzan a delimitar las líneas maestras de su pensamiento, provenientes de la teoría de las correspondencias, muy de moda por aquella época a través de Baudelaire, de Huysmans y del movimiento simbolista. Para Skriabin, la música no es más que una vibración particular en el seno del cosmos donde todas están llamadas a vibrar juntas. El desarrollo orgánico del concepto harmónico no es premeditado, impuesto desde fuera, sino más bien una reacción natural a sus ideas, al contrario de un Stravinsky, por ejemplo. En sus Carnets3, leemos: «todo lo visible se adhiere a lo invisible, todo lo que se puede escuchar a lo que no se escucha, todo lo sensible a lo insensible, y más adelante, cuanto más poético es algo, más real es». Las huellas de Novalis, Schopenhauer y Nietzsche le marcan el camino a seguir. La figura de Wagner aparece en el horizonte… El arte como religión, la imagen del hombre como Dios creador, la noción fundamental de la estética de Schopenhauer que afirma que la música exprime la esencia del mundo; todo ello será adoptado por Skriabin con la mayor diligencia y seriedad, provocando muchos conflictos con el conservador establishment moscovita. Una primera Sinfonía (1900) en seis movimientos verá la luz, concluida con la incorporación de un coro y dos solistas vocales a la manera de los grandes innovadores del género (Beethoven y Mahler), unidos en un texto escrito por el compositor en alabanza del arte. 

1903 marca un año fundamental en la biografía del músico. Su matrimonio con la pianista Vera Ivanovna Isakovich se resquebraja, seduce a una alumna de quince años del conservatorio, y al mismo tiempo inicia un affaire con Tatiana de Schloezer, de dieciocho. Decidió dejar Rusia entre los escándalos e instalarse en un pueblo cerca de Ginebra con su mujer y cuatro hijos, pero Vera no tardó en marcharse a vivir con su padre. Tatiana acudió poco después para integrarse, a medias, en la vida de Skriabin. Belaiev, su editor, murió, y Skriabin perdió la remuneración mensual correspondiente. Son años duros, de penurias económicas y de luchas internas; su llamado segundo periodo, marcado por un angustioso Sturm und Drang del espíritu, formado, entre otras composiciones, por la Sonata n.4 op.30 (1903) y la Tercera Sinfonía o Poema Divino op. 43 (1904). Obras de clima poético, ardiente, épico y exaltado, a tono con el Nietzsche del Crepúsculo de los Ídolos: 

Para que haya arte resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez (…) La embriaguez de una voluntad sobrecargada y henchida (…) Lo esencial de ella es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas.4

En 1905 conoce a Georges Plekhanov, filósofo y pensador del marxismo ruso, primer traductor de Marx. Se traslada con Tatiana y sus hijos a vivir junto a él, en Bogliasco, Italia, donde comenzará a componer su obra más conocida, el Poema del Éxtasis para gran orquesta op.54. Tuvo la tentación de meter al poema, a modo de epígrafe, las primeras palabras de La Internacional: ¡Arriba parias de la Tierra!, pero pronto aparecieron divergencias con su entusiasta vecino marxista, y la familia Skriabin se instala, bajo condiciones miserables, en Servette, cerca de Ginebra. Tras ofrecer allí un concierto en honor a los refugiados rusos, descubre, por intermedio del escultor Auguste de Niederhausen, la teosofía. 

Para su fundadora, Hélène Blavatski, en su obra La doctrina secreta (1888), la teosofía es palabra sinónima de verdad, que puede alcanzarse por medio de un desarrollo natural de la sabiduría, sin tener que recurrir á la intervención de medios sobrenaturales. No ataca la infalibilidad de ningún sistema particular de revelación, sino que sostiene que, bajo condiciones apropiadas, la verdad por sí misma se revela a todos los individuos. Este principio de la teosofía está fundado en la consideración de que la verdad es el resultado de la experiencia real, y no consiste en la transferencia de símbolos intelectuales de una persona a otra. De aquí el que se tome, por consiguiente, a la conciencia individual, como al único criterio de verdad, aunque esta conciencia actúa como auxilio en su desarrollo y expansión del estudio y experiencias de otros. De este modo, la teosofía o sabiduría divina, enseña que el ejercicio personal es el único medio por el que pueden verificarse progresos, aunque en el esfuerzo para progresar no debe ignorarse la postrera unidad de conciencia. Los individuos no son cristales distintos, colocados unos al lado de otros; son, por el contrario, las varias manifestaciones de una conciencia universal e inmutable. El ir en busca de esta verdad, y la realización práctica de la misma, no se considera como una mera gratificación de la curiosidad intelectual, sino como el verdadero summum bonum del progreso evolucionario. Es el Nirvana de los budistas. el Moksha de los brahmanes, y no se diferencia gran cosa de la visión beatífica de los cristianos. 

La contemplación desde el pueblo de Beatenberg de la triada de icónicos picos del Oberland bernés (Jungfrau, Mönch, Eiger) ejerció sin duda su fuerza en la puesta a punto del Poema del Éxtasis y de la Quinta Sonata para piano op. 53, obras que, cada una en su género, rompen definitivamente con el lenguaje musical romántico y anuncian su tercer periodo, marcado por un estilo compositivo único en la historia de la música. De acuerdo al director Modest Altschuler, que ayudó a Skriabin a revisar la partitura cuando le visitó en Suiza en 1907, y que condujo la première con la orquesta de la Russian Symphony Society de Nueva York el 10 de diciembre de 1908, el Poema del Éxtasis tenía, implícito, un programa: 

I. Su alma en la orgia del amor.

II. La realización de un sueño fantástico. 

III. La gloria de su propio arte.

Su estilo se basa en un acorde místico (do, fa, si, mi, la y re), compuesto por seis notas en cuartas superpuestas, que aparece en casi todas las obras posteriores al Poema del Éxtasis y culmina en el Prometeo o Poema del Fuego op.60 (1910). Esta sinfonía revolucionaria, que requiere una orquesta enorme, coros mixtos y un teclado con luces, es un largo crescendo hacia una coda extática. Sin un tema clásico sujeto al principio de variación, las masas sonoras progresan orgánicamente, acumulando tensión antes de disolverse en un acorde triunfal. El éxtasis concluye el movimiento ascendente, celebrando a Prometeo como transmisor del fuego, ajeno a su destino final. No hay duda que Skriabin se identificaba con el personaje mítico, en su tarea de llevar a la humanidad los elementos de su liberación. En sus Carnets de la época, escribe lo siguiente: 

El mundo es el resultado de mi actividad, de mi creación, de mi libre albedrío. Soy enteramente los sentimientos que experimento, y a través de estos sentimientos creo el mundo, el pasado infinito, el crecimiento de mi conciencia, la búsqueda de mí mismo, y el futuro infinito, la paz dentro de mí, la tristeza y la alegría por mí mismo. Y mientras mis sentimientos juegan, cambiando como un sueño, como un capricho, así juega todo, el pasado y el futuro. No soy nada, sólo soy lo que quiero. Soy Dios. El universo es mi juego, el juego de los rayos de mi sueño.5

Son palabras que definen el arbitrario triunfante; un éxtasis bajo el signo de una completa autoconciencia, iluminando los abismos interiores, las fuerzas ciegas del hombre que constituyen el reino del inconsciente. El espíritu, en su alegre liberación, baila, y en su vuelo, impulsado por el anhelo, llega al éxtasis. Un éxtasis construido por la mayor intoxicación… una cima coronada por una forma musical que ha de ser, en palabras de Skriabin hablando de sus sonatas, redonda como una canica. El flagrante solipsismo transforma el idealismo ingenuo de un Fichte en identificaciones panteístas y místicas con motivos salvíficos, de verdadera connotación para el destino de los hombres. Estas palabras, incluso si las escuchamos con la distancia que requieren, nos muestran que, más allá del desarrollo de un lenguaje que anuncia la música atonal, la creación de la obra de arte no se distingue del movimiento por el cual el músico se desautoriza y se trasciende a sí mismo.

El destino le impidió llevar a cabo el Mysterium, proyecto de obra de arte total iniciado ya en 1903, cuya interpretación sobre una cima del Himalaya provocaría el fin del mundo. Como un oscuro precedente avant la lettre de las catástrofes históricas de la Primera Guerra Mundial, Skriabin ve en su proyecto de clara inspiración wagneriana la culminación de un éxtasis colectivo o apocalipsis feliz para salvar a la humanidad. En esta síntesis prodigiosa, en esta sinfonía de luces y colores, debían participar, unidas bajo una sola trama, música, poesía, perfumes, danzas y caricias en un despertar cósmico con campanas en las nubes, en una polifonía de sentidos, en el curso de una ceremonia cósmica sin precedentes, de una semana de duración y donde los espectadores participaban por derecho propio, reunidos en torno a la figura de Skriabin. El destino de la humanidad se transfiguraba en la muerte gracias a un profeta sacrificándose por ella. Nos quedan los esbozos de El acto previo, una preparación para para el Misterio, reconstruidas por Alexandre Nemtin, alumno del compositor, en tres partes: Universo, Hombre y Transfiguración. En el poema que precede a la música, las hermosas visiones llegan a un oscuro desenlace:

Vamos a desaparecer en el vórtice del espacio

En este último acorde de la lira

En este último momento de complicidad 

Damos paso al verano 

Naceremos como una ráfaga de viento 

Despertaremos en el cielo

Mezclaremos nuestros sentidos con la ola única 

Y en el destello suntuoso 

De este último amanecer 

Presentándonos simultáneamente en la desnuda belleza

De nuestras almas resplandecientes

Nos aboliremos 

Nos anularemos mutuamente6

Uno se pregunta cómo hubiese podido realizarse un proyecto de tal envergadura sobre la ola de incomprensión histórica, cubriendo la locura de la visión. Pero sería demasiado injusto, demasiado fácil, condenar el triunfo musical de sus obras apoyándose en el fracaso de las intenciones programáticas, por mucho que el Mysterium quedase amarrado a su inevitable destino de obra imposible, y no deja de ser un tanto ridículo que las enormes ambiciones del dios-artista-profeta-salvador se fueran al traste con su inesperada muerte en abril de 1915, a causa de una picadura de insecto en el labio… Le sobrevive la pureza eterna de sus composiciones, mientras el discurso que las acompaña se hunde y emerge en el encanto ondulado de la extravagancia.


Notas

(1) Henry Miller, Nexus. Editorial Edhasa.

(2) Jean Yves Clément, Alexander Scriabine, Éd. Actes Sud/Classica p.42.

(3) Alexandre Scriabine, Notes et réflexions, Carnets inédits, Paris, Éditions Klincksieck, 1979.

(4) Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos. Biblioteca Nietzsche Ed. Alianza Editorial (1973) Sección « Para la psicología del artista » pp.96-97.

(5) Alexandre Scriabine, Notes et réflexions, Carnets inédits, Paris, Éditions Klincksieck, 1979.

(6) Manfred Kelkel, Les esquisses musicales de l’Acte Préalable de Scriabine, Revue de Musicologie. Société Française de Musicologie T. 57, No. 1 (1971), pp. 40-48.

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3 Comentarios

  1. Muy interesante el artículo. Gracias.

    Scriabin. Final del Poema del éxtasis.
    Berliner Philharmoniker & Kirill Petrenko
    https://www.youtube.com/watch?v=DqVz7Y2k4YU

  2. La obra entera, con un final aún más incandescente que el de Kirill Petrenko, dirigida por el gran especialista de esa obra, Svetlanov, en una versión mítica (en Londres, en 1976, creo):

    Alexander Scriabin – The Poem of Ecstasy, Op 54
    USSR State Symphony Orchestra
    Evegeny Svetlanov, conductor
    Live recording
    https://www.youtube.com/watch?v=lW1efa9Ypyw

  3. Uno de los «momentos» más bellos para mí de la música de Scriabin: el Andante que abre su Segunda sonata para piano (aquí en 3 versiones diferentes):

    Scriabin: Sonata No.2 in G-sharp Minor
    Trifonov, Melnikov, Pogorelich
    https://www.youtube.com/watch?v=7XGyWcuYVrg

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