Sociedad

¿Altas capacidades? ¿Autismo? ¿TDAH? Contra las trincheras de etiquetarlo todo

Niña escribiendo, de Henriette Browne. etiquetas
Niña escribiendo, de Henriette Browne.

Por supuesto que hoy en día tenemos la sensación de que hay etiquetas que están sobredimensionadas. Es más, diría que el concepto de etiqueta está sobredimensionado. Parece que sintiéramos la necesidad de ponerle nombre a cada pequeña molécula de comportamiento humano. La consabida necesidad humana de conocimiento.

¿Qué ocurre? Pues que, como en todo, las trincheras son enemigas de ese conocimiento. Y el tema de las etiquetas se puede abordar desde las trincheras, o desde fuera de ellas. Desde las trincheras, es absolutamente cierto: existe un sobrediagnóstico de altas capacidades, de TDAH y de mil cosas más. Existe un sistema escolar que, por las limitaciones que tiene, busca la manera más fácil, cómoda y simple de etiquetar a los alumnos. Con buena intención, ojo. Porque lo que pretenden con las etiquetas es aplicar las herramientas necesarias para atenderles lo mejor posible, y para potenciar su formación lo más que se pueda. Así que la intención, como digo, es buena. ¿Qué ocurre? Que el modo de poner esas etiquetas no es el mejor. Y esto es una responsabilidad compartida entre el sistema educativo y los padres.

Necesitamos, en ocasiones, esas etiquetas. Puedo comprender muy íntimamente por qué necesitamos ponerle nombre a lo que somos y a lo que nos pasa. Pero en unos tiempos en los que la paternidad y la maternidad se han convertido, a veces, en otra trinchera, en ese «estás conmigo o contra mí», los padres ejercen una presión y una sobreprotección tal que el sistema educativo se ha visto obligado a etiquetar a los alumnos y a las alumnas más allá de hacerlo para poder atender sus necesidades educativas. Lo hace para calmar a sus progenitores.

Cuando una intenta documentarse respecto al autismo, por ejemplo, se encuentra con que la nomenclatura parte de un modo de catalogar a alumnos y alumnas con cierta tendencia al retraimiento, de ahí el uso del griego «autos». Pero, ¿qué ocurre? Pues que, paradójicamente, la edad escolar no es la más adecuada para proporcionar a los críos una etiqueta concreta y cerrada.

Las maestras de infantil, a las que deberíamos dejar gobernar el mundo, en muchas ocasiones tranquilizan a los padres diciéndoles que independientemente de la etiqueta, ellas están aplicando con su hija o hijo las herramientas que mejor le sirvan. Ya estén destinadas a TDAH, autismo, altas capacidades o lo que sea. Según el caso. Porque el cerebro de esos peques está en desarrollo y no será posible, por ejemplo, estimar siquiera un CI más o menos consistente hasta los catorce años. De modo que sí, a esas edades es imprescindible la observación y la atención temprana, pero ojo porque las etiquetas son peligrosas y engañosas.

El hijo de una amiga, por ejemplo, no cumplió los estándares de su colegio para ser catalogado como ACI. Ahora está en el instituto, en un bachillerato europeo, y becado. Pues tiene serios problemas de toda índole (académicos, de integración, bullying, estados depresivos…) porque es el único de su clase que no tiene la etiqueta. Así que hay una disonancia entre lo que le han dicho que es y lo que su comportamiento disruptivo y su rapidez cognitiva demuestran. Es un apátrida en un grupo de superdotados. Y todo, estoy convencida de ello, porque se le etiquetó mal y pronto para acallar a los padres así como concepto general. Ahora tiene pánico a volver a hacerse pruebas porque, ¿qué ocurre si vuelve a salir que no? Pero, es más, ¿qué ocurre si sale que sí?

Yo misma comparto con él ese pánico. Aun teniendo mi WAIS con sus percentiles y todos sus «avíos». Porque llegué a una consulta psicopedagógica de Málaga, el verano pasado, muerta de miedo. Llevaba dos décadas intentando domar una parte de mi conducta que era incapaz siquiera de entender. Culpándome, castigándome, maltratándome por no ser capaz de hacer cosas que supuestamente debería poder hacer porque todo el mundo puede. Pagándolo con pánico y ataques de ansiedad.

Esta revista lleva un año y pico esperando una potentísima entrevista que hice y nunca revisé por miedo. Por pánico. Porque pensaba que yo era un fracaso, que era una desequilibrada, una loca.

Sé que es un recurso común, que a muchas mujeres nos han dicho a lo largo de la historia que somos unas histéricas o estamos locas. De hecho, a casi todas las mujeres nos lo dicen. Es como ese manido «todos los hombres son iguales», que utilizan, o utilizamos muchas veces las mujeres, para canalizar un rencor genérico hacia el otro, normalmente producto del desamor.

Así que me han dicho tantas veces, tanto a la cara como a mis espaldas, que estoy loca, que he tenido que trabajar muy profundamente el concepto de locura. Pero solo he podido hacerlo desde que tengo esas etiquetas que me sirven como marco teórico para comprender esa parte de mí que me daba tanto miedo, que hacía que me maltratase.

Y me he dado cuenta de que en el imaginario colectivo hay un claro concepto de qué es una loca. Y que, por ejemplo, Carrie Fisher responde a la perfección, o respondía a la perfección, a esa imagen, esa persona de mirada brillante, una mirada demasiado infantil, luminosa y curiosa para una «señora mayor» —lo pongo entre comillas—. Una loca es una mujer que dice cosas imprudentes, que es excéntrica, que no viste como debería vestir, no habla como debería hablar, no ama como debería amar, no hace lo que debería hacer, que dice hace fuera de lugar, que se atreve a cosas que en teoría no le están permitidas.

Así que me di cuenta de que si Carrie Fisher es la imagen social que yo misma, y que muchos tenemos, de estar loca… esa imagen a la que tanto he temido durante toda mi vida, pues que a lo mejor no es un mal modelo a seguir. No me comparo con ella, pero no es un mal ejemplo. Si hubiera sido un hombre, la habrían llamado genio. Pero siendo una mujer es una loca. Solo a un hombre muy muy muy excéntrico y muy muy muy diferente se le llama genio loco, pero aun así el matiz es positivo.

El caso es que yo llegué a esa consulta muy alejada de todos estos razonamientos. De hecho, llegué después de sufrir una crisis bastante grave a cuenta de haber visto la serie Reina Roja, basada en las novelas de Juan Gómez-Jurado. Y en esa crisis yo veía que me identificaba en el trauma y en el padecimiento de la protagonista, pero había una voz que me decía: «¿Tú quién te crees que eres para pensar que eres lista? ¿Tú quién te crees que eres para pensar que eres como ella?».

Y aquí estamos profundamente equivocados, porque el problema es de nomenclatura. Llamamos superdotación, altas capacidades, a una velocidad de procesamiento cerebral atípica. Y eso no quiere decir que las personas con altas capacidades sean inteligentes. No. El ser humano es extraordinario. Es inteligente por definición. Existen distintos tipos de inteligencias, todas profundamente necesarias. Y quien no destaca en una lo hace en otra.

Todos somos inteligentes. La diferencia es que hay cerebros que procesan la información de manera distinta. En el caso, por ejemplo, del autismo o del TDAH. O de manera más rápida, en el caso de las altas capacidades.

Así que el día en el que esa nomenclatura cambie, igual las cosas también empiezan a cambiar. Porque piensen que un Ferrari va más rápido. Sí. Pero también se mata más gente a 200km/hora que a 60. Muchísima más. Y muchas veces, por este prejuicio social, hay personas que consiguen alcanzar la velocidad de un Ferrari, pero no tienen la carrocería necesaria. No tienen herramientas para entender cómo funciona su cerebro. Y sin un buen habitáculo que les proteja, es difícil que el final no sea funesto.

El caso es que acudí a la consulta muerta de miedo, porque estaba agarrándome a un clavo ardiendo. Algo le pasaba a mi cabeza que yo no podía controlar, y si no era una neurodivergencia sería un problema serio de salud mental, una patología. Literalmente no quería seguir viviendo con tanto dolor.

Cuando llegué a la consulta iba con el prejuicio de que las altas capacidades están sobrediagnosticadas. E iba con miedo de ser capaz de manipular a la especialista que me iba a atender, y que me dijese que tengo altas capacidades simplemente por empatía o sugestión. Así que, por supuesto, iba con la idea de poner en duda absolutamente todo lo que me dijese y todas las pruebas que hiciésemos.

Una de las primeras pruebas que hicimos fue el test de Raven. No me puse muy nerviosa al no implicar números, solamente es de patrones, y además la psicopedagoga me convenció de que no era vinculante. Bueno, pues dio un resultado que unívocamente entraba dentro del rango de esas numeraciones que te permiten tener la etiqueta de altas capacidades. Y ahí me relajé porque pensé: «parece que algo hay y me van a poder dar una solución, le voy a poder poner nombre, voy a poder tener herramientas y tener un marco en el que identificarme y con el que poder aprender a vivir con esa parte de mi conducta que ahora no soy capaz de comprender».

Hoy en día sí la comprendo, porque ahora entiendo que estaba intentando utilizar estrategias que funcionan a personas con una configuración neuronal distinta a la mía, y que a mí me sirven otras herramientas. En última instancia, aunque no existieran las etiquetas, creo que es muy poderoso para cualquier persona encontrar qué herramientas le sirven para ser más feliz, más eficiente, para poder hacer las cosas que quiere hacer.

Yo pongo a veces el ejemplo de Irene Villa (que para mí es un ejemplo en todo). Una persona que desgraciadamente no tiene piernas, pero no por ello quiso renunciar a esquiar. Así que aceptó su realidad, sus circunstancias, y desde ahí buscó la estrategia, la manera, de poder esquiar. 

En mi caso, la parte de mi cerebro que no era capaz de entender me ponía muchos obstáculos. Por ejemplo, hacía que escuchar ciertos audios de WhatsApp me generase rechazo (ahora sé que es porque me contagio de la emoción que sienta la persona que lo está enviando y eso me afecta demasiado). Pues en lugar de buscar maneras de gestionar esos audios, me sentía culpable, me rechazaba, me criticaba a mí misma por no ser capaz de escucharlos. De modo que, a mí, las etiquetas me sirvieron para dejar de hablarme mal.

La etiqueta del autismo no la iba buscando. Ya en la primera sesión la psicopedagoga —que yo seguía pensando que «va a querer venderme lo que ofrece, que es la neurodivergencia»—, prácticamente me salvó la vida al darse cuenta con la primera charla de que había también algunos rasgos autistas. Por lo general, si pides evaluación de algo en concreto no te encuentran otras cosas, como en los análisis de sangre. Pero un profesional avezado, con la mirada muy entrenada y mucha experiencia es capaz de identificar matices que luego mediante pruebas se convierten en diagnósticos.

Me ha costado aceptar que esas etiquetas me pertenecen, he tenido que hacer un proceso de duelo. La palabra Asperger es una palabra asociada a muchos prejuicios y aunque esté en desuso, autismo (que lo engloba hoy día) tiene todavía más prejuicios asociados. Pero Asperger al fin y al cabo definía un marco más específico, en mi caso también mezclado con altas capacidades.

Me sometí a varias sesiones de evaluación, a muchas pruebas. Como diez o quince, de personalidad, proyectivos, test de inteligencia al uso… Y cuando hice el que se considera «más válido», entre comillas, el WAIS, lo hice llorando. Lloraba porque pensaba que las respuestas que estaba dando me las inventaba, que las estaba diciendo al azar. No tenía ninguna fe ni en mí ni en mi capacidad. Creía que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, que no había nadie al volante. Y lloraba porque me estaba jugando mi esencia de algún modo, mi definición, estaba redefiniéndome. Y eso me iba a dar respuestas. Si no me las daba, tenía que empezar de cero. Tenía que buscar si lo que tenía era una enfermedad mental o qué era.

Así que tenía miedo de no ser neurodivergente. Y, a la vez, tenía miedo de ser neurodivergente pero con unas características incompatibles con una vida normal. Hay un 30 % de personas con altas capacidades que tienen depresión. Hay muchas personas que terminan suicidándose. Pensar todo el rato y en todo, sin descanso, puede ser agotador. Entiendo que puedas desear que todo se quede en silencio. Aunque prefiero canalizarlo a través de vías como la meditación o el ejercicio físico. 

Cuando el número salió, el que tuvo que salir… lloré porque tenía un dato concreto. Tenía un test que tiene unas especificaciones y tiene unas normas, tiene unas reglas y no se puede alterar. Que me decía que mi búsqueda había terminado y que todo lo que me pasaba se explicaba. Todo aquello a lo que no había conseguido en veinte años, prácticamente en toda mi vida, dar explicación y solución. Tenía un marco que era el autismo y otro marco que eran las altas capacidades. A partir de ahí podía encargar unas «piernas artificiales» como las de Irene Villa y entrenar, entrenar y entrenar hasta conseguir esquiar mejor que nadie.

Y en eso estoy ahora, intentando esquiar mejor que nadie. Y probablemente, sin esas etiquetas, estaría sufriendo un ataque de ansiedad delante de la hoja en blanco y sin haber sido capaz de entregar este artículo a Jot Down.

Pero eso no quita que no podamos caer, que yo no pueda caer, por ejemplo, en convertir esa identificación en una trinchera, en un arma arrojadiza. En una bandera, en una patria que use para atacar a quienes estén del otro lado. Como tampoco puede ser que ellos me ataquen a mí, intentando invalidar lo que soy para calmar su ansiedad. Pero las personas de trincheras lo intentarán hacer, conmigo y con todo el que esté al otro lado sin pensar en lo que yo siente, piense o necesite.

Las etiquetas no deben servir para enfrentarnos. Las etiquetas, como casi todo en este mundo, deben servir para lograr más conocimiento. Porque solamente desde el conocimiento se pueden corregir los errores. Solamente desde el conocimiento se puede llegar a la sabiduría. Y solamente desde una sabiduría sin prejuicios, una sabiduría que no pretenda estar en una trinchera de confirmación de sesgo, sino que sea sabiduría como tal. Solamente desde ahí se puede alcanzar el mayor grado de bondad. Al menos, eso creo. 

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2 Comentarios

  1. Espero que Ledesma se lea este artículo y se le caiga la cara de vergüenza después de lo que escribió ayer sobre el mismo tema. A mí desde luego me dio vergüenza ajena leerlo.

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