
El odio como performance
La historia del pensamiento occidental es una cadena de resentimientos con prólogo en griego clásico. Sócrates hacía preguntas incómodas y Platón le contestaba con parábolas o más bien se contestaba a sí mismo porque lo que mejor se le daba además de las dominadas era poner sus reflexiones en la boca del primero, y a partir de ahí todo es una lucha de egos disfrazada de episteme. Pero ninguno de ellos tuvo redes sociales. Ninguno supo lo que es despertarse con treinta notificaciones de desconocidos diciéndote que tu cara da todísimo el cringe. Ninguno, salvo quizá uno. Un danés melancólico y seductor con alma de mártir y qué va qué va qué va leído por Faemino y Cansado: Søren Kierkegaard.
Hijo de un comerciante de lanas obsesionado con la culpa y el castigo divino, Søren creció rodeado de amargura luterana y muertos en casa: su madre, cinco de sus seis hermanos y una conciencia tan pesada que ni el existencialismo posterior pudo levantarla del todo. No fue al colegio a hacer amigos, fue a la universidad a escribir contra Hegel. No amó para vivir sino para renunciar: se comprometió con Regina Olsen, la única persona que parecía quererle sin ironía, y la dejó para convertirse en mártir del espíritu. Y lo hizo. Se convirtió en eso. En una máquina de pensar sufriente, el profeta de la angustia, el ayatolá del funeral doom metal. El filósofo que entendió que el verdadero infierno no es la muerte, sino tener que elegir entre dos posibilidades igualmente insufribles.
Corría el año 1847. No había internet, ni memes, ni podcasts de criptobros. Pero sí gente con ganas de joder al prójimo. Y Kierkegaard ya entendía que el odio no siempre nace del conflicto ideológico ni del vacío moral, sino del despecho existencial, del resentimiento sin objeto y la necesidad de ser visto. Del casito. Porque en un mundo donde todo es elección odiar es otra forma de declararse presente, un modo patológico de decir: «Yo también estoy aquí».
Trolls decimonónicos
Kierkegaard llevó un diario durante más de veinte años, desde 1834, cuando contaba con la edad de veintiuno, hasta 1855, su último año de vida. Y en esas páginas que son una especie de confesionario filosófico donde cada entrada parece escrita entre una contractura del alma y un bostezo de Dios, el pensador danés deja anotada —con la frialdad quirúrgica de quien ya ha abandonado toda esperanza de ser comprendido por su época— una observación que podría haberse convertido en comentario de algún reel de autoayuda involuntaria:
Hay una forma de envidia que he visto con frecuencia, en la que un individuo intenta conseguir algo a base de acoso. Si, por ejemplo, entro en un lugar donde hay muchas personas reunidas, a menudo sucede que alguno comienza inmediatamente a atacarme riéndose; presumiblemente siente que está actuando como instrumento de la opinión pública. Pero he aquí que, si le dirijo un comentario casual, esa misma persona se vuelve infinitamente dócil y servicial. En esencia, esto demuestra que me considera algo grande, tal vez incluso más de lo que soy: pero si no puede ser admitido como partícipe de mi grandeza, al menos se burlará de mí. Pero tan pronto como se convierte, por así decirlo, en participante, presume de mi grandeza. […] Eso es lo que sucede al vivir en una comunidad mezquina.
Kierkegaard, con esa mezcla suya de teólogo herido y escritor punk sin saberlo, acababa de anticipar el haters gonna hate con más precisión que cualquier gurú de YouTube con voz grave y camisa remangada.
Porque lo que él describe no es la simple burla del que no entiende, ni la risa boba del que pasa por allí, ni siquiera la pulla ocasional del que no te soporta: lo que Kierkegaard desnuda con la brutalidad elegante de quien observa desde el fondo del pozo es un mecanismo de defensa ontológica, un rito de paso al revés, un acto litúrgico de inferioridad ejecutado con la torpeza ritual del que intenta desacralizar lo que en el fondo admira. El odio como forma de sumisión encubierta y la burla como genuflexión disfrazada. Una forma desesperada, casi infantil, de decir: ya que no me invitas a la fiesta, me cago en tu puerta y dejo mi nombre escrito con la mierda untada en un palito.
Cuenta ahí Kierkegaard que, al entrar en una sala llena de gente —imaginemos el salón, el murmullo, el momento justo antes de que se note su presencia—, alguien se adelanta a reírse de él, no tanto por diversión sino por reflejo de territorio, como los perros que marcan con orina para advertir al otro de que está entrando en campo ajeno. Talmente como una intervención en el lugar antes conocido como Twitter. No es ingenio, es mear el territorio. El primero que se burla marca el tono, el que lanza el comentario cínico inaugura la posición dominante. Es la versión decimonónica del retweet irónico, del stitch de TikTok donde un adolescente con exceso de filtros se ríe de otro sin haber leído el pie de foto. Y Kierkegaard, que en vez de responder se dedicaba a observar con precisión clínica, lo deja registrado con su tono de profeta cansado.
Esa necesidad torcida de participación, esa envidia transfigurada en agresión, esa súplica emboscada en el insulto Kierkegaard la vio sin necesidad de followers, sin likes, sin hilos virales ni vídeos cortados en vertical. La vio a pie de calle y la escribió en su diario.
La democracia del encendedor
La anécdota más brillante del diario es casi teatral. Kierkegaard se encuentra con tres jóvenes frente a su casa. Al verle, se ríen con insolencia. Él no se inmuta, sino que se acerca y pide fuego para su cigarro. En ese gesto mínimo se produce el milagro social: los tres se quitan el sombrero. De repente, la insolencia se transforma en reverencia. El enemigo se pliega, el bufón se arrodilla: «Parecía que les había hecho un favor al pedirles fuego». Se trataba de crear una sensación de pertenencia. De mirarles y decirles: estáis aquí, existís, os tengo en cuenta. Como si al incluirlos en su ritual, Kierkegaard les hubiera perdonado la existencia. Les ofreció lo que anhelaban: formar parte.
Décadas antes, otro hombre —padre fundador, político ilustrado, protoinfluencer con cometa y, lo más importante de todo, personaje secundario en Day of the Tentacle 2— descubriría el mismo truco en el otro lado del Atlántico. Benjamin Franklin, que aparte de electrocutarse voluntariamente también sabía manipular egos con exquisita precisión, escribió que la mejor manera de convertir a un enemigo en aliado era pedirle un favor. No hacerle uno: pedirlo. Solicitar algo pequeño, un libro, por ejemplo. Una muestra de fuego simbólica. El gesto, tan simple como estratégicamente brillante, activa un cortocircuito cognitivo: si te ayudo, debo haber empezado a simpatizar contigo; y si simpatizo contigo, ya no puedo odiarte tanto. Así nace el llamado efecto Benjamin Franklin, que podríamos rebautizar como el efecto Søren, porque no es probable que el danés hubiera conocido la teoría del padre fundador. Se plantó ante la mofa con cortesía y la desarmó sin levantar la voz, entendió que el odio, muchas veces, es una súplica disfrazada, una petición encubierta. Y él lo sabía. Lo había visto en las calles, en los cafés, en las miradas: «Todo se reduce a una actuación teatral. Pero qué increíblemente interesante es enriquecer así el conocimiento de la psicología humana».
Aquí quien parte y reparte es el danés que paseaba con la tristeza del universo a cuestas y un diario bajo el brazo, mientras los demás aún buscaban un buen nick. Ahí tenemos a ¿psicólogos? como Jordan Peterson pontificando sobre hacer la cama y «dominar al dragón» ante auditorios llenos de adolescentes furiosos con las mujeres, y Kierkegaard desactivando la furia con un simple «¿tienes fuego?». Uno canaliza la frustración en resentimiento reaccionario; el otro la observa, la desmonta y la escribe en un diario para que, siglos después, aún nos estalle en la cara.
El respeto que se disfraza de escupitajo
Siete años después, cuando la muerte ya le pisaba los talones con zapatos luteranos y el mundo comenzaba, sin saberlo, a desentenderse del alma para abrazar la historia, Kierkegaard volvió sobre el tema. Lo hizo con la lucidez cruel de quien ha renunciado a todo consuelo, con esa forma suya de escribir como quien se arranca las uñas para probar que aún siente, y dejó una frase que, leída hoy, debería grabarse en la pantalla de inicio de cualquier community manager que aún crea —pobre iluso— que ignorar a un troll es una forma de dignidad y no una invitación más elegante a que te escupan con sintaxis revisada: «Mostrar que no les importo, o preocuparse de que yo sepa que no les importo, sigue indicando dependencia… Me muestran respeto precisamente al mostrarme que no me respetan».
Esa paradoja afilada, esa simetría retórica que parece escrita con un compás envenenado, encierra una intuición brutal: el odio sostenido no es una negación del otro, sino una confesión encriptada de su relevancia, una declaración de guerra que, como toda guerra que se precie, solo tiene sentido si el enemigo importa lo suficiente como para justificar el esfuerzo, la estrategia y la saliva. Porque, en realidad, nadie se molesta en odiar lo que le resulta indiferente. No se monta un canal de YouTube para refutar a un desconocido sin peso. Nadie se organiza en hilos, subreddits, grupos de Telegram o cenas familiares para hundir a un irrelevante. Ese tipo de odio, cuando persiste, cuando se recicla, cuando se convierte en hobby, en cruzada, en identidad secundaria, no es más que la forma reactiva que adopta la admiración cuando se ha visto privada de reciprocidad.
Y conviene aclararlo —porque el matiz no es menor y la confusión no es inocente—: no estamos hablando aquí del odio estructural, organizado, jerárquico y programático que se viste con trajes de ideología y se manifiesta en forma de racismo, misoginia, homofobia, transfobia, clasismo o aporofobia; no hablamos del odio que mata, margina o legisla, el que desfila con antorchas o se camufla en urnas, sino del odio neurótico, cotidiano, digitalizado, que se disfraza de sarcasmo y se aloja en la sección de comentarios. Hablamos del hater, no del nazi. De esa masa informe de frustrados conectados que no quieren suprimir al otro, sino obligarle a mirarles.
Y aquí está la grieta que Kierkegaard identificó mucho antes de que la psicología evolutiva la empaquetara en papers o de que el coaching emocional la bastardeara en reels de 60 segundos: que el hater no quiere borrarte, sino colarse. Que no pretende destruir tu imagen, sino vivir en ella como un parásito simbólico, no aspira a invalidar tu existencia, sino a que tú le certifiques la suya con una reacción, aunque sea mínima, aunque sea rabiosa, aunque sea en forma de bloqueo.
Porque, al final, el insulto no es más que la súplica de un alma que no sabe pedir amor. El escarnio no es más que una invitación mal embalada. El troleo no es más que una carta de amor escrita con heces. Por eso siempre vuelven, aunque los ignores, aunque los silencies, porque si no pueden formar parte de tu mundo, al menos quieren que tu mundo arda. Que les responda y los valide, aunque sea como villanos secundarios en la obra de tu discurso.
Y si tú no los nombras, lo harán ellos. Con cuentas falsas, memes reciclados, sarcasmo resentido y la pasión rancia del que no sabe crear, pero sí manchar. Porque, como comprendió Kierkegaard mucho antes de que existiera el término hate-watching, incluso el odio necesita objeto. Y ese objeto, para justificar su bilis, tiene que brillar.
Muy bueno, lectura obligada.
«diciéndote que tu cara da todísimo el cringe.»
¿Qué significará esa frase?
«Un danés melancólico y seductor con alma de mártir y qué va qué va qué va leído por Faemino y Cansado»
¿Traducción de la segunda parte de la frase?
«Søren creció rodeado de amargura luterana y muertos en casa: su madre, cinco de sus seis hermanos y una conciencia tan pesada»
Frase mal escrita (a no ser que la conciencia tan pesada sea considerada como uno de los muertos): «Søren creció rodeado de amargura luterana y muertos en casa (su madre, cinco de sus seis hermanos) y una conciencia tan pesada»
«y la dejó para convertirse en mártir del espíritu. Y lo hizo. Se convirtió en eso.»
Parece una frase mal traducida de otra lengua.
«el ayatolá del funeral doom metal.»
¿Traducción?
«Corría el año 1847. No había internet, ni memes, ni podcasts de criptobros. Pero sí gente con ganas de joder al prójimo.»
¿Es un artículo serio o un intento (fallido) de hacer reír hablando de Kierkegaard?
«Kierkegaard, llevó un diario»
Coma incorrecta.
«que podría haberse convertido en comentario de algún reel de autoayuda involuntaria»
¿Traducción?
«Kierkegaard, con esa mezcla suya de teólogo herido y escritor punk sin saberlo, acababa de anticipar el haters gonna hate con más precisión que cualquier gurú de YouTube…»
¿Traducción? Y no hay escritor menos «punk» que Kierkegaard, que el autor del artículo parece conocer de oídas.
«Décadas más tarde, otro hombre —padre fundador, político ilustrado, protoinfluencer con cometa y, lo más importante de todo, personaje secundario en Day of the Tentacle 2…»
Llegado aquí, me pregunto para quién está escrito este artículo. En cualquier caso no para mí. Y aquí lo dejo.
Para quienes quieran comprender al filósofo danés, una cita de Ramón J. Sender que lo resume bien:
«El existencialismo de Kierkegaard salta al abismo de la nada y en él – para salvarse de la nada – se ase al pecado, pero éste le lleva a una desesperación de la que nace la fe salvadora. Es como un juego limpio de metafísica circense sin red.»
Si no sabes lo que es el cringe, no conoces a Faemino y Cansado o el Doom Metal…igual tienes que actualizarte un poco.
¿Para qué actualizarse en lo insignificante?
¡Con la Altura Cultura hemos topao!
«No hay peor ignorante que quien se jacta de serlo» decía mi profe de Humanística
Eres tú quien te jactas de ser un ignorante, intentando burlarle de la «Alta Cultura».
Pues ya somos dos ignorantes, ya que los dos usamos el mismo recurso. Por cierto…¿Burlarle? Será burlarte, ¿no?
Yo no me jacto de nada. No sé dónde ves tú la jactancia. ¿La canícula te hace ver doble?
«burlarte», claro.
El punk es el invidialismo frente al sistema, el que busca lo auténtico, el que abraza la incertidumbre del camino propio a senderos trillados. En ése sentido es muy de Kierkegard.
Lo de Faemino y Cansado es por
https://youtu.be/g3xkJSd1VGE?si=bLmJp5kqsRydXIlL
Un saludo.
La definición que das de «punk» es la del lúcido rebelde de toda la vida. Una usurpación de significado. Kierkegaard no se peinaba con una cresta ni salía a la calle disfrazado de mendigo, que yo sepa. Utilizar la palabra «punk» para definirle es como decir que Pascal era un geek o Rousseau un hippie.
Usurpación ninguna. Te quedas en la apariencia, en lo anecdótico: las crestas y la moda. Pero el punk es originariamente contracultura.
https://web.archive.org/web/20061219131029/http://www.punksunidos.com.ar/punk/txt/04.html
¿Y Kierkegaard es contracultura?
Kierkegard es antisistemas, pero en la época en la que le tocó vivir no había una cultura de masas industrializada y destinada a convertirnos en consumidores alienados.
Kierkegaard no tiene nada de antisistema, es decir de anarquista. Veo que conoces muy mal su vida y sus libros. Lee la biografía de Garff y luego hablamos. ¿Tú conoces a muchos antisistema que sean creyentes y practiquen el cristianismo (a Regina Olsen la conoció un domingo en un templo)? ¿A muchos punk que sean teólogos y pastores protestantes?
Cuando digo que Kierkegard es antisistemaS, en plural, lo digo porque su filosofía, personalísima, no es sistemática, huye de éso, y nace contrapuesta al sistema por excelencia del siglo XIX: el idealismo de Hegel que era la corriente filosófica hegemónica y predominante en su época. Por tanto y desde ese ángulo, sí que podría considerarse a contracorriente o contracultural en el contexto de la Europa intelectual del siglo XIX muy en la estela de la influencia de Hegel.
Y te recuerdo que Kierkegard era muy crítico con el cristianismo establecido, con las iglesias luteranas. No era un pastor a la usanza de la época.
Si se leyera tu texto sin el nombre de Kierkegaard a cientos de personas y se les preguntara luego a qué tipo de persona corresponde, ninguno respondería que a un punk.
En cambio a mí no me ha parecido un disparate llamar a Kierkegard «mezcla de teólogo herido y escritor punk sin saberlo», pero para éso no solo tienes que haber leído una excelente biografía, sino saber también lo que es un punk.
Has ido desde el primer momento a degüello con el artículo, más interesado en dejar claro que sabes de Kierkegard, y te has cerrado a la posibilidad, básica en filosofía, de que pueda haber otras formas de interpretar a un autor y lo que dice sobre determinado asunto, de buscarle paralelismos y de enlazarlo a ideas y conceptos antes no sospechados. De no encerrarlo en una vitrina y dejar que se petrifique.
Porque el texto aunque va de Kierkegard, va más de odios y de falta de amor. ¿Cómo vamos con éso?. Yo fatal.
Un saludo.
Un punk no merece la pena saberse lo que es, puesto que el movimiento fue insignificante en su día y hoy ha desaparecido definitivamente.
En cuanto al artículo, si a ti te parece muy bien escrito y muy profundo, si has aprendido gracias a él cosas interesantes sobre Kierkegaard, te felicito por tener tanta suerte.
A mí me ha parecido sencillamente implubicable. De haber sido el responsable de este sitio le hubiera dicho al autor que lo tradujera al español, aunque me temo que le sucediese lo que a Mallarmé según Jules Renard: «intraducible, incluso en francés».
Si, claro, insignificante. Será por eso que a los Sex Pistols y a La Polla Records no los conoce nadie y en cambio todo el mundo tiene unos cuantos libros de Kierkegaard en su casa.
Kierkegaard murió hace 170 años. ¿Tú crees que dentro de 170 años alguien sabrá quiénes fueron los Sex Pistols y La Polla Records?
Si 100 años después seguimos recordando a músicos de blues como Blind Lemon Jefferson estoy seguro de que los Pistols y La Polla seguirán sonando dentro de 170. De hecho ahora que se van a cumplir 50 años de su debut los Pistols vuelven a estar tocando en directo y vendiendo miles de entradas ¿Vendió alguna vez miles de libros Kierkegaard? ¿Cuántos lo conocían fuera de los ambientes académicos en su época? ¿Cuántos lo conocen ahora?
La comparación entre «los Pistols y La Polla» y Kierkegaard te retrata.
Si. A tí también.
Recuerdo que en el Day of the Tentacle había una máquina del tiempo, la Crono-letrina. Supongo que Benjamin Franklin la utilizaría para viajar al futuro y prestársela a Kierkegaard para que viajara al pasado. Sólo así se explicaría el hecho de que Kierkegaard hubiera hecho algo, lo que sea, antes de que lo hiciera Franklin. Habida cuenta de que cuando nació Kierkegaard en aquella lúgubre vivienda luterana de Copenhage, Franklin llevaba veintitrés años criando malvas en un cementerio de Filadelfia.