Política y Economía

De Antígona a Excalibur

Foto: Shaun Che (CC)
Foto: Shaun Che (CC)

La historia es conocida: tras el exilio y la muerte de Edipo, Eteocles y Polinices, hijos de su matrimonio incestuoso con Yocasta, reinan en Tebas en años alternos. Pero al término de su mandato Eteocles se niega a ceder el poder a su hermano. Polinices se alza entonces contra él, marcha al exilio y regresa al frente de un ejército. Los hermanos se enfrentan en la llanura frente a la ciudad y mueren ambos en la batalla. Creonte, el tío de los caídos, asume el poder y decreta que Eteocles reciba sepultura con los debidos honores, pero que el cuerpo de Polinices quede en el campo como alimento para las alimañas, en castigo por haberse rebelado contra la ciudad. Pero Antígona, hija también de Edipo, se rebela contra la decisión de Creonte e insiste en dar sepultura a su hermano. Incapaz de hacer triunfar su causa, Antígona acaba enterrando ella misma el cuerpo de Polinices y, en la versión más conocida del mito, la de Sófocles, la tragedia acaba con los suicidios y desgracias de rigor entre los protagonistas y sus seres queridos.

El tema central de Antígona (de las muchas Antígonas) es el enfrentamiento entre la ley de la ciudad (el Estado), la de Creonte, y la ley natural o de los dioses, la norma consuetudinaria que determina el anhelo por dar sepultura a Polinices según la costumbre de los mayores y el respeto debido a los muertos. Conviene siempre pisar con cautela los terrenos del mito y la literatura antiguos, porque el anacronismo y el presentismo acechan tras cada interpretación, pero la dialéctica entre la vida urbana y la familia o tribu es una constante en la cultura clásica mediterránea: ciudades como Atenas o Roma participan en su organización tanto de elementos abstractos como de instituciones que remiten a vínculos de parentesco reales o fabulados. Y, en la medida en que, como otros mitos clásicos, Antígona parece representar algún conflicto esencial de la naturaleza humana o la vida en sociedad, ha servido de inspiración para incontables autores a lo largo de los siglos, especialmente desde que fue posible volver a concebir un enfrentamiento entre la ley divina y otro tipo de razones.

Aunque existen obras tan prolijas como Antígonas (1987) de George Steiner, quizá sea útil seguir un ensayo más modesto pero también más sintético, como el que el escritor holandés Cees Nooteboom dedica a Antígona y Creonte en El desvío a Santiago (1992), su libro de viajes por España. Y un signo de la plasticidad del mito (o quizá no tanto) es que Nooteboom lo emplee para reflexionar sobre el entierro de un etarra en la España de, precisamente, 1987 —resulta tentador pensar que es el volumen de Steiner lo que inspira la reflexión—. Un ensayo donde (sorpresa), el etarra muerto en un accidente laboral sería Polinices; sus conmilitones y el inevitable cabeza de lista de Herri Batasuna, Antígona; y el Estado español, un paradójico Creonte que, en lugar de prohibir unas honras contrarias a su ley y su moral, mira hacia otro lado.

Nooteboom, siguiendo a Bernard-Henry Lévi, nos recuerda que la perspectiva desde la que se transmite la historia en Sófocles no es la de Antígona, sino la de Creonte: el rey-sacerdote representa algo más alto que la mera razón de Estado, una verdadera mediación entre los dioses y los hombres; y, por tanto, oponerse a su dictamen es una locura que Antígona y otros pagarán con la vida. La versión de Eurípides, hoy perdida, introducía la posibilidad de un «final feliz» por intercesión de Dionisos, es decir, manteniendo la historia en el marco de lo religioso. Muchos siglos después, otros reflexionan sobre el mito, lo «desencantan» de cualquier resabio sobrenatural y lo exprimen a su gusto. Hegel, previsiblemente, observa con simpatía a Creonte, un «poder ético» que enfrenta la ley del Estado a las leyes de la familia; pero, a la vez, «comprende» a Antígona en la medida en que esta no sigue de manera ciega e inerte el destino como su infortunado padre Edipo, sino que se enfrenta a él. Para Goethe, sin embargo, el gobernante comete un «crimen de Estado».

Al mismo lado de la divisoria, aunque por otros motivos, se sitúa Brecht: Creonte es un símbolo de la dominación del hombre por el hombre, que desde la ideología de la emancipación solo se puede condenar. Y esta simpatía por los oprimidos —los «de abajo», diríamos ahora según la última moda política— debe de ser determinante en la popularidad y actualidad de Antígona. Porque esto solo ha sido un brevísimo repaso a algunas lecturas y relecturas. Por ejemplo, en el preciso año de 1939, Salvador Espriu escribe una Antígona en el que la heroína habla de reconciliación en nombre de los vencidos de la Guerra Civil (la pieza no se publicará hasta 1955). En fechas tan recientes como 2008 se estrena un documental llamado Las voces de Antígona que, invirtiendo la lectura de Nooteboom, se refiere al padecimiento de las víctimas de ETA. Y si creen que la cosa acaba ahí, pueden googlear en el idioma que más les apetezca.

Sería por tanto cualquier cosa menos original aplicar la plantilla del mito griego a cualquier dilema presente en el que se enfrenten la razón de Estado y alguna lógica o moralidad privada. Un acontecimiento como, digamos, el sacrificio de un perro que podría ser portador de una enfermedad mortal…

En un artículo reciente en esta casa, Octavio Medina repasaba modalidades de control y desobediencia a las normas, y la necesidad de estos mecanismos informales de escape para «reexaminar» las reglas de las que nos dotamos como sociedad.  Creonte y Antígona son posiciones extremas, representantes de verdades morales más elevadas —la ley, la razón de Estado, la familia, la ética personal— que, sin embargo, en la vida política real deben avenirse a negociar, a descender al matiz y la transacción. En la España de los ochenta que retrata Nooteboom, el propio Estado que luchaba con el terrorismo de ETA permitía la presencia de Herri Batasuna en las instituciones, y actos tan contrarios a su propia esencia como el entierro descrito en El desvío a Santiago. Una lectura maniquea del mito y del dilema subyacente aconseja simpatizar de forma automática solo con Creonte o solo con Antígona. Tanto si pensamos que la ley impersonal de la ciudad hace más por el progreso y la libertad que la ley familiar o tribal, o que los gestos de resistencia al Creonte de turno son imprescindibles para evitar el despotismo, la dialéctica que escenifican ambas posturas no se puede desterrar de la política de un plumazo; y quizá sigamos representándola y escribiendo sobre ella dentro de otros dos mil quinientos años.

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5 Comentarios

  1. Maestro Ciruela

    «Los hermanos se enfrentan en la llanura frente a la ciudad y mueren ambos en la batalla»
    Me pregunto en qué momento de la historia dejaron de batallar personalmente en el campo los promotores y causantes de las guerras. Teniendo en cuenta que desde hace ya muchísimo, se quedan o cuando menos lo procuran, lejos, a salvo de armas que les puedan herir y mandando en su nombre a soldados que sí van a morir, resulta asombroso a día de hoy pensar que dirigentes como Julio César y otros muchos se involucraban directamente en las refriegas pagando a veces con la vida. Como ahora mismo, vaya…

    • El momento se puede determinar hace 500 años, cuando se generalizan las armas de fuego, y un Ricardo Corazón de León invencible en el cuerpo a cuerpo puede ser liquidado a distancia por un arcabucero anónimo.

      Si vas a morir sin gloria, no tiene sentido arriesgarse, piensan. Una muerte gloriosa aun puede galvanizar a tus tropas; cazado como un conejo, hará que huyan cómo tales.

  2. Atanasio Camuflay

    ¡Hombre, Maestro! Parece lógico pensar que el caudillo, líder, rey o lo que fuera, junto con su principal equipo de estrategas, se mantuvieran alejados de la primera línea por si no era fácil sustituírlos, ¿no cree…?

    • Maestro Ciruela

      ¡Creo, creo, cantaloupe! Si precisamente lo que me extraña es que antes salieran junto a sus hombres a partirse la cara con el enemigo. ¿No queda claro en mi anterior comentario? Si no es así, siento haberme expresado de forma equívoca.
      P.D. ¿Es usted Atanasio Camuflay, el auténtico…?

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