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La puerta es verde, etcétera

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Fotografía DP.

Alguien, probablemente un profesor o el dueño de unos salones recreativos, me explicó cuando yo era mozo que la frase constituye el elemento más pequeño del discurso capaz de expresar por sí solo una idea completa. Doy por sentado que a día de hoy, a pesar de su belleza y sencillez, esta definición se habrá quedado obsoleta. Hace tiempo que la habrán retorcido, mezclado y mutilado. La habrán torturado a conciencia por el bien de la gramática. Sin embargo, a mí esa descripción de la frase como pieza elemental y autónoma de la expresión, como unidad mínima independiente, con sentido pleno y, en su caso, aislado del resto de frases, me sigue pareciendo especialmente afortunada.

Le explicaba Josep Pla a Salvador Pániker durante una entrevista en el año 1965 que «la mejor frase que se ha hecho en nuestra lengua es «la puerta es verde»; punto». El escritor catalán ya había recurrido al mismo ejemplo en un artículo sobre el arte de escribir publicado en octubre de 1941 en la revista Destino: «La primera cosa que hay que hacer para escribir bien es obedecer el genio de la lengua. Y el genio de las lenguas neolatinas consiste en poner primero el artículo, luego el sustantivo, luego el verbo y finalmente el predicado. Cuando se quiere predicar de una puerta su color verde, hay que decir, si es posible: «La puerta es verde». Nada más. (…) Esto no tiene nada que ver con las modas, ni con las vibraciones, ni con los estados de ánimo fugaces. Esto durará siempre».

Así entendida la frase, es decir, como la sucesión de un sujeto, un verbo y un predicado, cualquiera podría pensar que en el arte de escribir se premia la concisión. Si «la puerta es verde» es la mejor frase que se ha escrito en nuestra lengua, se podría concluir que José Saramago, por ejemplo, es un productor de frases terribles y escandalosas. En La balsa de piedra, el premio nobel escribe: «Es un viajante que ni debe ni teme, salió temprano para gozar la fresca de la mañana y aprovechar el día, los turistas matinales son así, en el fondo problemáticos e inquietos, sufren con la inevitable brevedad de las vidas, acostarse tarde y levantarse temprano, salud no da, pero alarga el vivir». Entre los consejos sobre el arte de escribir que Josep Pla ofrece en el artículo mencionado, se encuentra el de la agilidad, una virtud de la buena escritura en la que coincide con Azorín: «El ritmo de la frase ha de ser rápido. Yo practiqué esta regla siempre, porque no puedo resistir la difusión y el autor pesado». Para Saramago, sin embargo, la frase tiene mucho más que ver con la música, con «el juego de la entonación, de la suspensión», como le explicaba el autor de Ensayo sobre la ceguera al argentino Noé Jitrik en una conversación entre ambos escritores publicada en 1992 por la revista Biblioteca de México.

Los signos de puntuación, en el caso de Saramago, se reducen casi de forma exclusiva a la coma. Sus textos a partir de Levantado del suelo (1980) se deben leer, según el autor, del modo en que serían escuchados. De ellos desaparecen los guiones, los paréntesis, las comillas, los puntos suspensivos, los signos de interrogación y exclamación. Los diálogos pasan a integrarse en el propio texto de tal forma que la voz del narrador y la de los personajes se entrelazan armando una complicada secuencia de intervenciones separadas por comas. El escritor portugués destruye el propio código del lenguaje para conectar de otra manera con el lector, a quien ya nadie dirige. No obstante, si los signos de puntuación sirven, en definitiva, para delimitar la frase —«la puerta es verde, punto»— y el genio de las lenguas neolatinas consiste en colocar primero el sujeto, luego el verbo y finalmente el predicado, cabría preguntarse dónde comienzan y terminan en realidad las frases de José Saramago.

Y la respuesta tal vez se halle en esa definición seguramente obsoleta que describe la frase como el elemento del discurso capaz de expresar por sí solo una idea completa. Esa unidad independiente que puede ser separada del contexto y aun así conservar todo su sentido. Lo que nos lleva a inferir que, en el caso de ciertos autores, una frase puede llegar a durar una página entera. O varias. Sobre todo cuando por el medio no se cruza ningún punto y seguido, como ocurre con José Saramago o, por citar algún otro ejemplo, con Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca, la primera novela que el colombiano publicó después de Cien años de soledad y en la que el relato se presenta de forma casi ininterrumpida, apenas sin solución de continuidad, trenzando diferentes perspectivas narrativas y anudando una serie de voces distintas que terminan por conformar un conjunto llano y homogéneo.

«Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas oscuras, van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla», escribe Saramago en Ensayo sobre la ceguera. Si entendemos las frases como períodos de sentido completo, alguno podría argumentar que esa frase del escritor portugués está constituida en realidad por varias oraciones más pequeñas yuxtapuestas de forma heterodoxa. Otros, los menos indulgentes, dirán que se trata de un puñado de frases mal unidas. O peor aún: mal escritas. Habrá quien defienda que la voluntad del autor no justifica la ausencia de signos de puntuación. Que el hecho de que no haya guiones, signos de interrogación o puntos y seguido no significa que no deba haberlos. Pero incluso cuando los hay, la construcción de la frase puede traducirse en distancias kilométricas que encierran un solo período de sentido completo.

En En busca del tiempo perdido, Marcel Proust invierte a veces decenas de páginas en describir con escrupulosa precisión los detalles más insignificantes. Como consecuencia, en la novela podemos encontrarnos con frases que por momentos superan la propia capacidad del lector para percibir de forma natural en qué parte de la oración se halla —en La prisionera, la quinta parte del libro, hay una frase de más de cuatrocientas palabras—. Pero la hazaña de Proust ni siquiera se acerca a la que su compatriota Victor Hugo había logrado realizar seis décadas antes en otra de las grandes obras de la literatura francesa, Los miserables, donde el autor francés incluyó una frase compuesta por más de ochocientas palabras. Hasta este punto concreto del artículo, yo apenas he escrito trescientas más.

«Cuando se quiere predicar de una puerta su color verde, hay que decir, si es posible: «La puerta es verde». Nada más». Imagino que Camilo José Cela no tenía demasiado presentes las recomendaciones de Josep Pla sobre el arte de escribir cuando dio forma a Cristo versus Arizona, una novela en la que se relatan varios hechos relacionados de forma más o menos próxima con el tiroteo en el OK Corral en octubre de 1881. En ella solamente encontraremos un punto: el último. El que pone fin a un único monólogo de doscientas cuarenta páginas a lo largo del cual se van sucediendo docenas de personajes, cientos de reflexiones y, por supuesto, miles de comas. Pero nada más. Por supuesto, en el libro no existe un hilo conductor. Las historias van y vienen de forma veloz y desordenada para componer a tumba abierta el severo retrato de una sociedad enferma. Preguntado por esta circunstancia, Cela contestó: «La vida no tiene trama». Sujeto, verbo y predicado; punto. Pla se habría sentido orgulloso.

En cualquier caso, si tenemos en cuenta que en Cristo versus Arizona podemos distinguir, a pesar de todo, períodos oracionales diferenciados en función de su sentido, cabría afirmar que el libro que cuenta entre sus páginas con la frase más larga de la historia de la literatura es Las puertas del paraíso, publicado por Jerzy Andrejewski en 1962 y traducido al castellano por Sergio Pitol tres años más tarde. La novela contiene tan solo dos frases en las que no se incluye ningún signo de puntuación salvo el punto y seguido que las separa. La segunda y última consiste en una frase de una sola línea. La primera es un monólogo que se extiende a lo largo de ciento ochenta páginas en las que no hay comas, ni guiones ni signos de interrogación o exclamación. Se trata de una frase formada por cuarenta mil palabras. A Andrejewski, lo de Victor Hugo debía de parecerle poco más que un enunciado menor.

Experimentos de este estilo ha habido muchos. En Cómo es, Samuel Beckett logra llenar un libro de ochenta páginas sin incluir ni un solo signo de puntuación. Lo mismo ocurre con A Pickle for the Knowing Ones or Plain Truth in a Homespun Dress, de Timothy Dexter. El libro cuenta con cerca de nueve mil palabras entre las que no hay puntos ni comas y cuyas letras mayúsculas se van insertando de forma aleatoria. En una segunda edición, ante las quejas del público por la complejidad que entrañaba la lectura del libro, Dexter añadió una página extra con trece líneas repletas de signos de puntuación para que los lectores pudiesen colocarlos convenientemente donde más les apeteciera.

Escribe Pla en su artículo para Destino: «A otros les gusta el estilo compuesto como un alcohol del mismo nombre, y su máxima ilusión ante una frase interminable consiste en ponerse en actitud de estudioso y buscar dónde está el gato encerrado. Generalmente no hay gato encerrado, ni gato alguno. Yo vi nacer uno de los últimos estilos literarios que se han ensayado en España, estilo frente al cual se está ya francamente reaccionando. Se está volviendo a la sencillez». A partir de esa tendencia hacia la retórica enrevesada, el escritor catalán consideraba que, de alguna forma, había terminado surgiendo un estilo de bravata «que todavía colea en algunos periódicos y en algunas revistas elegantes». Añade Pla: «Siempre es agradable ver a un señor convencido de que tiene razón hasta el punto de considerarse absuelto de dar las razones para ello». Así se explica que estuviese tan seguro de que «es más difícil describir que opinar, infinitamente más; en vista de lo cual todo el mundo opina». En mi opinión, formada por un sujeto, un verbo y un predicado, Pla estaba en lo cierto.

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2 Comentarios

  1. Atanasio Camuflay

    Esta gran frase de Josep Pla, es la que dio lugar en los cincuenta a la no menos grande pieza titulada «La Puerta Verde», cuya espléndida versión hispana a cargo de Los Llopis triunfaría en 1960, 1961. «Queeé habraaá tras de esa puerta verdeeee… ¡¡Green door!!»

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