Sociedad

Diez años no es nada

diez años no es nada

Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 35 especial Décimo aniversario.

Dice la letra del tango que veinte años no es nada, pero se trata de una de esas mentiras compasivas que decimos para disimular el miedo al paso del tiempo. En realidad, veinte años, dos veces diez, es mucho. Es, si se tiene suerte, un cuarto de la vida. Es el tiempo que media entre el día que nace tu hija —aquella mañana que te abrazó uno de los ángeles del viejo Rainer y a duras penas sobreviviste a su belleza— y el día en que hace las maletas para irse de casa —atrás quedan las noches de insomnio, la bolsa con los biberones, los parques soleados, sus primeras palabras y sus primeros acordes, las fiestas de cumpleaños y los primeros dientes de leche, toda esa felicidad sin nombre que pasó de puntillas mientras creías que vivir era otra cosa—. Veinte son los años que Ulises pasó fuera de Ítaca. Diez guerreando en Troya, otros diez deambulando por el Mediterráneo, entre cíclopes y lestrigones, entre Escila y Caribdis, entre Circe y Calipso.

Diez años costó conquistar la ciudad de Príamo. Diez necesitó el héroe para regresar al hogar. Diez años es el tiempo que transcurre desde el día en que subía a aquel tren borriquero que me llevaba al cuartel de instrucción —siete horas para cubrir los trescientos kilómetros escasos entre Valencia y Cartagena— y ese otro en el que tomaba un avión en San Francisco, camino de Ginebra. Entre el verano de 1980 y el de 1990 me dio tiempo a hacer la mili, licenciarme y doctorarme en físicas, emigrar a California, sobrevivir al día del terremoto y regresar al CERN, el laboratorio de física de partículas de Ginebra, donde había pasado los años de la tesis, esta vez como científico de plantilla. Diez años es también el tiempo que transcurre entre una cafetería en Berkeley (Dave Nygren, James White y el que suscribe están dibujando garabatos en una servilleta, imaginando un nuevo detector de neutrinos) y el tren AVE en el que viajo a Madrid mientras escribo estas líneas. En esos diez años, los garabatos salen del papel y se convierten primero en un prototipo, después en un demostrador y al final en aquel prodigio que el dibujo llevaba ya dentro de sí. Toda piedra quiere ser escultura. Toda idea quiere materializarse. El experimento NEXT era solo un sueño hace diez años y hoy es una empresa científica que aspira a demostrar que el neutrino es su propia antipartícula. El aparato instalado en el laboratorio subterráneo de Canfranc se llama NEXT-White en honor a James, que nunca llegó a ver a su criatura. En esta última década se marcharon de él Peter Sonderegger, mi primer maestro en el CERN, mi primo Miguel, mi amigo Quelo. Una década, sobre todo cuando ya contamos algunas, da para muchas despedidas. 

Hace diez años recibía un misterioso correo, seguido de una no menos misteriosa llamada telefónica. Una voz de mujer —una de esas voces de terciopelo que nos traen a la memoria la imagen de un lago en calma o una pradera al amanecer— me proponía una entrevista. Se presentó como Mar, codirectora de una revista online, llamada Jot Down, de la que no había oído hablar en mi vida. Le interesaba conversar con el científico visionario —insensato, dirían otros— que decía que en España sí se podía. También le interesaba mi novela, Materia extraña, recién publicada por la época. Me faltó tiempo para acceder, claro está. Imposible no acceder a todo lo que pidiera aquella voz de sirena. 

Pero no fue Mar la que me entrevistó. Mar siguió siendo la voz aterciopelada de Jot Down y la bolita gamberra de las redes, pero el verbo que se hizo carne fue el de Ángel

Si Mar era pradera, Ángel es caballos al galope. Si yo tenía prisa, él también. A él le gustaba mi rabia —la rabia que mueve montañas o mete detectores bajo ellas, la que le permite desafiar a los que mandan, la que nos levanta por millonésima vez del fango en el que nos han tumbado a hostia limpia, la rabia que los esnobs llaman coraje, pero es más y menos que esa rara virtud, porque añade en furia y sustrae en rencor—. A mí me gustaba su manera de pasearse por la delgada línea roja que separa la ironía del cinismo. La entrevista salió bien, pero fue lo de menos. Al cabo de tres horas de conocernos, supimos, como Rick y Louis, que aquello era el principio. A pesar de Facebook, la amistad existe y es un milagro. 

Diez años no es poco. La página online que hacía pinitos hace una década se ha convertido en el referencia transversal, caldo de cultivo y plataforma sideral. Después de nuestro primer encuentro, Ángel me propuso una entrevista al alimón. También me faltó tiempo para aceptar, siempre ávido, como buen Sabina, de vivir las vidas de otros piratas. Hoy he perdido la cuenta de las entrevistas que hemos hecho juntos. Hemos entrevistado a poetas, locutores radiofónicos, editores, escritores, premios Nobel, filósofos, economistas y hasta algún cura. De algunas de esas entrevistas me siento particularmente orgulloso y agradecido. La lucidez de Pedro Miguel Echenique, el finísimo humor de Francis Halzen o la inabarcable humanidad de Javier Prades son regalos del oficio. Y ahí está Fabiola Gianotti, la directora del CERN, intensa como un rayo láser, la mágica noche en el Hotel Santa Cristina de Canfranc, cuando Ángel, Carlos Peña Garay y el que suscribe fuimos testigos de la transmutación de la ciencia en arte, conversando con Concha González-García y Ariella Cattai, las citas nocturnas en el Barrio de la Poesía con Clara Janés, Rae Armantrout y Natalia Carbajosa.

Cuando uno pasa el umbral de la década con esa otra persona, empiezas a entender, por fin, aquello de lo que hablamos cuando hablamos de amor. Después de diez años, cuando la voz al otro lado del teléfono no es solo terciopelo sino vino de estío, sabes lo que aprecias a la mujer misteriosa que nunca has visto en persona. Después de diez años comprendes que el tipo que vino a entrevistarte cuando nadie daba un duro por tu proyecto se puso de tu parte porque sí, sin cálculo ni interés, jugándosela contigo como hizo cierto policía pampero con un gaucho acorralado, tal como nos cuenta el «Martín Fierro»: «Cruz no consiente / que se mate así a un valiente».

Después de diez años, aquella hojita de internet, tan ingenua y linda como mi niña de entonces, se ha convertido en revista de culto, que sin embargo no ha perdido, para el que esto escribe, la ternura, la sencillez y las ganas de marcha de nuestros primeros besos. 

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