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1965. A los diecisiete años, Tony Iommi trabajaba en una acería de Aston (Birmingham). Como tantos trabajadores, un día sufrió un accidente. Le colocaron en una máquina que no sabía manejar bien. Tenía que introducir grandes piezas de metal dentro de ella y, cuando estaba empujando, cayó un pesado percutor sobre su mano. Al tirar hacia atrás para retirarla, se arrancó las puntas de los dedos corazón y anular de la mano derecha. Solo recuerda que había mucha sangre y que alguien metió los trozos de dedos en una caja de cerillas. Los médicos le dijeron que no podría volver a tocar la guitarra nunca más, su gran pasión, pero lo que consiguieron fue que ideara la forma de lograrlo a pesar de las dificultades.
Como explicó en sus memorias, Iron Man: My Journey Through Heaven and Hell with Black Sabbath, emprendió un proceso de prueba y error. Primero, fabricándose prótesis con botellas de plástico u otros materiales. Finalmente, se cubrió las puntas de los dedos mutilados con cuero, así lograba sentir algo. Intentaba tocar lo que sabía, pero de esa manera empezó a surgir un nuevo sonido. Como no notaba las cuerdas, tendía a presionarlas con más fuerza. También necesitaba cuerdas que fuesen lo más ligeras posible. Las gruesas se llevaban por delante sus dedales de cuero y las más finas que encontró fueron unas de banjo, que vibraban más en los trastes. Sin quererlo, así surgió no tanto como un nuevo sonido, que también, sino una forma original de tocar la guitarra, más contundente, con unos riffs más pesados.
No hizo falta ir mucho más lejos. A esa técnica le añadió una afinación más baja de la guitarra y el pedal overdrive para crear, posiblemente sin buscarlo expresamente, lo que fue el sonido del temprano heavy metal. Y ya en su primer disco, grabado en un día, sin arreglos para mantener su expresión cruda y directa, en la primera canción homónima estaban los ingredientes que hicieron estallar un subgénero del propio estilo que habían alumbrado: el doom metal.
Ciertamente, el legado de Black Sabbath se bastó por sí solo para sembrar las semillas de la escena que surgió en el metal underground de los 80 y 90, ahora géneros asentados con una producción de discos anual considerable. Sin embargo, hubo más grupos. El más importante, Blue Cheer. Lo que hacían ya lo habían inventado Hendrix y Cream, pero con los de San Francisco lo que importaba no era el qué, sino el cómo. Eran niños, adolescentes, que habían crecido en la cultura hippie, pero estaban muy cabreados. Empezaban a odiar todo lo que les rodeaba con tanta flor y tanta jam y con su primer elepé, Vincebus Eruptum, mostraron ese cabreo a un volumen salvaje a través de todo un muro de amplificadores Marshall.
Esa misma idea fue trasladada por los Stooges a John Cale, productor de su primer disco. Les daba igual si era extemporáneo o absurdo, se lo habían visto hacer a Blue Cheer y el efecto era atronador. Ese fue otro de los primeros hitos. Muchos grupos de los 70, como Buffalo, siguieron esas coordenadas llevando la antorcha hasta los críos que en los 60 estaban naciendo y tomaron el testigo veinte años después. Pentragram, Trouble, Witchfinder General, Sacrilege, Candlemass y, sobre todo, Saint Vitus, que no por casualidad cantaban «Born Too Late».
Si hubiese que buscar una zona cero del doom metal, quizá podríamos aventurarnos a marcar «Street Singer», de Clear Light en 1967, como la primera canción de la historia genuinamente doom. La letra trata de un viejo organillero al que se le ha estrangulado el mono con la cadena, habla del vacío que siente el hombre, de la desesperación, de algo que debería ser bello y alegre, una diversión, pero no puede ser más deprimente. En el grupo estaba Douglas Lubahn, bajista de The Doors en Strange Days y Waiting for the Sun, pero el único elepé que sacaron no tuvo ningún éxito y ahora es pieza de coleccionistas.
El público, por lo general, quiere extraer emociones positivas de la música, un acompañamiento que le permita exaltar sus sentimientos, hacer inolvidables algunos momentos o recrearse en los pensamientos que más placer le producen. Pero nada de eso impide que haya quien quiera recrearse en su pesimismo, refugiarse en sonidos que le acompañen en el poco aprecio que le tienen a la vida. Con diversas variantes, e introduciendo en la ecuación el gusto lúdico por el terror de serie B, ese fue el ecosistema de oyentes que levantaron durante décadas el doom, un estilo de música que no se puede recomendar a nadie porque difícilmente lo apreciará si no está más o menos iniciado en el metal. Una de las músicas más hechas para no gustar.
La etiqueta fue tardía. Todo lo que hubo entre los grupos citados y la explosión de los noventa fueron músicos que creían estar tocando heavy metal, quizá, como mucho, de escuela sabbathiana, pero no concretamente doom. Entre los que fueron realmente conscientes, si hay que destacar a unos, para mi gusto, es a Winter, de Nueva York. La suya fue una de las propuestas más lentas y austeras de todas. No había ni la más mínima concesión. De hecho, eso les supuso un problema a la hora de encontrar un sello y su carrera fue errática, como merece el producto. Yo me atrevería a decir que el suyo, Into the Darkness es «el disco».
En la escena alternativa de su ciudad, lo que había explotado en los años 80 era el hardcore. Todos los grupos aplicaban lo que en España llamábamos «zapatilla». Tocar rápido como vía de expresión primordial. Lo mismo que Blue Cheer, que en pleno verano del amor lo que hicieron fue aberrar, Winter en ese contexto de grupos anfetamínicos se propuso tocar lo más lento posible. No había más. Pese a que tenían en común que eran fans de los británicos Amebix, una de esas correas de transmisión ochenteras, el grupo no era de escuela metálica, no llevaba pintas encueradas ni aludía a escenarios de fantasía o satanismo. Se consideraban punks con un sonido metálico. No en vano, Stephen Flam era hijo de un técnico de sonido que tenía una tienda de música. Junto a él, aprendió a fabricarse sus propias guitarras y se las arregló para disponer una instalación de Marshalls que sonase lo más duro y profundo posible. El resultado: Flam ha acabado con pérdidas auditivas severas. Dio el tímpano por nosotros.
Sin embargo, no era lo normal empezar por Winter. Creo que la inmensa mayoría de los que fuimos adolescentes en los 90, nuestro primer contacto con este género fue por Paradise Lost. Eran de Halifax y alcanzaron pronto los circuitos de distribución internacionales. Los discos que les hicieron populares, Icon y Draconian Times, no eran doom propiamente dicho, podrían catalogarse como un metal gótico listo para gustar a la chavalería que se había enganchado con el negro de Metallica. Entre sus temas había verdaderos hits y daba la impresión de que iban a ser «el metal del futuro» o «la nueva generación», pero ellos cambiaron de estilo, evolucionaron, y el mercado de público potencial metálico fue absorbido en la segunda mitad de los 90 por el nu metal estadounidense. El futuro nunca es lo que era.
Esta es una historia mil veces contada, pero lo mágico de este grupo era el disco que habían grabado en 1991 para Peaceville, uno de la media docena de sellos que lanzó a los grandes grupos de metal extremo de aquella época inolvidable; unos años únicos porque hubo un público underground que valoraba la experimentación, que quería ser sorprendido por ideas nuevas, y unos prescriptores que tuvieron un romance con ellos porque les encantaba buscar lo que no se parecía a nada e invertir en ellos. El álbum se titulaba Gothic y fue uno de los más influyentes dentro de este género, tanto o más que Black Sabbath.
Como su propio nombre indicaba, si bien la base musical era metal en una vertiente dura, dentro del naciente death metal, los riffs principales evocaban escenarios afterpunk, y sobre todo, había algo más. Se atrevieron a meter una solista femenina que suavizaba la voz de Nick Holmes. Posteriormente, de esa idea surgieron un sinfín de grupos y propuestas, pero ellos, como precursores, se llevaron el crédito. Gothic tuvo treinta y seis reediciones y fue un éxito inmediato que amortizaron Music for Nations con sus siguientes lanzamientos ya más aseaditos y otros grupos también ingleses que venían detrás.
Para mí, personalmente, el más importante fue Anathema. Si Paradise Lost tenía reminiscencias siniestras ochenteras, el grupo de los hermanos Cavanagh proponía una épica sinfónica con unas guitarras que perfectamente se pueden equiparar a violines para recrear pasajes de dulce melancolía con toda la fuerza y potencia que podía dar de sí por aquel entonces el metal. Se decía que eran el cruce entre Celtic Frost y Pink Floyd. Una mezcla de estilos y objetivos que no estaba presente al principio, cuando se llamaban Pagan Angel, y que llegó con el despegar de Paradise Lost.
Los años con su cantante gutural Darren White y el primer disco que grabaron sin él, todo el material hasta el 95, especialmente el EP Crestfallen, son una de las cotas más elevadas que ha alcanzado el metal sin necesidad de artificios ni excesivos adornos. Era como juntar la música clásica del romanticismo y la NWOBHM y expresarlo fuera de cánones comerciales, con voces de death metal y canciones largas. Aunque el diamante se fue puliendo de tal manera que los ingredientes underground fueron saltando por los aires a medida que el grupo iniciaba una carrera dentro de la escena progresiva-sinfónica contemporánea, que les ha dado un éxito espectacular. Para el gran público, sus grandes discos empiezan varios discos después de que sus primeros seguidores fuésemos perdiendo el interés. Por ejemplo, el que se considera su gran joya, A Natural Disaster, es el primero que no me compré ligeramente decepcionado con los dos anteriores.
Con una trayectoria muy similar a Paradise Lost y Anathema, no se puede cerrar el capítulo inglés sin citar My Dying Bride, mi novia moribunda. Por supuesto, también de Peaceville, y con un rasgo que les diferenciaba definitivamente de todo lo habido en aquel entonces: piano y violines, una orquesta clásica. Ahora está totalmente normalizado, pero era paradójico pensar que de entre estilos musicales que estaban completamente al margen del sistema, sonando todos lo más duro posible, con las voces más desagradables imaginables, de esa disposición empezaran a surgir ideas como añadir arreglos clásicos. Anathema los filtraba en sus guitarras, los hacía suyos, los integraba, pero My Dying Bride los sumaba. Añadía capas. En un principio, para transmitir una lenta agonía combinada con partes ultrarrápidas en canciones de doce minutos; más adelante, para embarcarse también en terrenos más góticos.
Dos de Halifax y unos de Liverpool, «Los Tres de Peaceville» mantuvieron siempre una rivalidad musical durante los 90 que se puede interpretar como un pique que les hizo transcurrir por los mismos derroteros. Cuando MDB se formó, pensaba ser simplemente un cruce entre Celtic Frost y Slayer, pero fue la aparición de Paradise Lost lo que les hizo cambiar de idea y abrir la mente.
La explosión europea se puede entender perfectamente siguiendo las trayectorias de estos ingleses. Había un mar de grupos de death metal que habían surgido muy rápido, al calor del tape-trading, y muchos de ellos, los mejores músicos, lograron grabar uno o dos discos. La inmensa mayoría desaparecieron, solo quedaron los que tenían una expresión pura y genuina y los que lograron abrirse en un momento en el que, como se ha dicho, había un público que valoraba lo nuevo, ser sorprendido con fórmulas desconocidas.
En Suecia, uno de los grandes productores de metal extremo, ese era el caso de Tiamat, antes llamados Treblinka, un grupo que trató de subirse a esa estela de neorromanticismo metálico. Tras la aparición de Gothic en Inglaterra, los suecos lanzaron Clouds en el 92 y Wildhoney en el 94, con el que por fin alcanzaron un éxito absoluto. Podríamos hablar de que es un disco canónico, contiene la comercialización del doom metal europeo en su mejor versión. Luego, ellos también saltaron del barco, su A Deeper Kind of Slumber de 1997 ya era prácticamente rock.
Esa fue la parte bonita de esta historia. Los grupos nacían, se depuraban, alcanzaban la fama con una o dos obras mayúsculas y, rápidamente, cambiaron de tercio. Cada uno con sus motivaciones. Unos no podían seguir tocando música de adolescentes cuando ya no lo eran, otros vieron un filón económico en sonidos más blandos y asequibles, conservando cierta imagen asustaviejas. Sea como fuere, en lo referente al doom temprano de los 90, los discos quedaron sin parodiar por ellos mismos, solo fueron imitados hasta la saciedad y hasta nuestros días por quienes gustan de circular por caminos ya transitados en lugar de trazar sus propias vías.
Cemetary, de Borås, una ciudad sueca de cien mil habitantes, fueron otro de los grandes exponentes en ese país. Hicieron exactamente lo mismo, en el 96 con Sundown ya estaban rockeando, pero antes dejaron tres discos de camino a Black Vanity, de 1994, que mostraban cómo maduraba un grupo de metal hasta llegar a la quintaesencia, canciones de calidad compositiva brillante, pero sin perder dureza, sin concesiones o grandes concesiones. Muchas partes de este disco me recuerdan a sus vecinos finlandeses Amorphis, que nunca llegaron a ser doom propiamente dicho, pero en Black Winter Day jugaban con el género, quizá tirando más a death melódico, pero para igualmente en 1996 poner voces normales y huir del estrecho callejón comercial de lo extremo.
No obstante, la joya de la corona sueca fue Katatonia. Comenzaron más tarde con el doom, su primer disco es de diciembre de 1993 y en lugar de ir a remolque de las referencias que ya se han citado, tuvieron siempre una personalidad propia muy marcada. Eran de Estocolmo y se consideraban cien por cien escuela de «los tres de Peaceville», pero desde el principio añadieron un toque Fields of the Nephilim que no tenía nadie o nadie lo tenía como ellos. Su gran disco, Brave Murder Day, fue de 1996, ya pillaba tarde, pero las guitarras tenían unas texturas tan irresistibles que no se puede citar la primera oleada de los 90 de doom metal sin ponerlo en lo más alto. Dos años después, en 1998, ya estaban haciendo rock alternativo. Parece mentira que claudicaran tan rápido unos tíos que supieron volcar tanta personalidad en su sonido.
En estos años, en el país vecino, Noruega, más centrada en explotar el filón del black metal, los únicos ejemplos reseñables fueron The 3rd and the Mortal y Godsend. En In the Electric Mist lo que llamábamos «voces normales» era una novedad con respecto a lo que abundaba en la escena. Esas guitarras poderosas con cantantes suaves diez años después eran el abecedario del stoner. Tal vez se podría incluir también en el lote a los exitosos Theatre of Tragedy, totalmente siguiendo la línea marcada por la novia moribunda, tal vez merecían la pena por aportar reminiscencias medievales y mucho mayor protagonismo de las solistas femeninas. Sus dos primeros discos, de 95 y 96, una especie de Pimpinela del metal extremo, combinando la garganta gutural masculina con delicadas chicas, no tuvieron éxito comercial. Este les llegó en 1998 cuando borraron del mapa cualquier arista extrema e incluso metálica de su sonido.
Podríamos discutir si incluir a Moonspell de Portugal en esta escuela doom, o a Samael, suizos, o a Misanthrope, franceses, pero yo creo que es excederse, aunque formaran todos parte de una misma oleada metálica. Sí lo fueron los alemanes Bethlehem, sí lo fueron los austriacos Visceral Evisceration y, sobre todo, lo fueron los holandeses The Gathering, pero su mayor aportación fue entregar el protagonismo del grupo a Anneke van Giersbergen y transitar lentamente hacia el rock alternativo. Se puede decir que en su faceta más metálica anterior, tuvieron influencia sobre Golgotha, de Palma, cuyo cedé Melancholy fue de lo mejor que se hizo en España. En este caso, iban contratendencia, la voz de Amon López aportaba potencia y la parte más romántica la ponían los teclados. En nuestro país no faltaron grandes grupos incomprendidos, como Elbereth, de Barakaldo, que en 1995 llegaron a una depuración de su faceta metálica excelente y lograron ensamblar perfectamente una voz femenina. Su …And Other Reasons apareció en 1995, a la vez que el Mandylion de The Gathering, y era mucho menos artificioso, mucho más puro y directo, pero el grupo fue volatilizado por la falta de apoyos. Otros no llegaron ni a nacer propiamente dicho, O.Miserum.Mane, de Cieza, grabaron una demo en 1996 introduciendo como novedad un cello. Era la semilla de algo muy prometedor, pero no prosperó.
Toda esta escena europea se diluyó en fórmulas comerciales o regurgitaciones cansinas, aunque también en proyectos hermosos como los finlandeses Skepticism o los ingleses Esoteric, aunque ya con la subetiqueta funeral doom, que es otra guerra distinta. Pero volviendo a Estados Unidos, allí hay un lugar donde siempre se guardaron las esencias. Algo sorprendente por su localización. En Maryland, el estado de Baltimore, con una escena metálica donde no es noticia lo interracial, sobrevivieron las propuestas más vanguardistas, duras y difíciles, pero por eso mismo más adictivas cuando se entienden, de todo el doom metal internacional. En Maryland reside Scott «Wino» Weinrich, antes en Saint Vitus y luego con The Obsessed, trabajando el género desde un enfoque classy setentero. Su canción «Hiding Mask» es un himno eterno. Mismas coordenadas en las que se movieron Iron Man, de Gaithersburg.
En Silver Spring, estuvieron años Unorthodox, formados por exmiembros de Asylum. Su doom metal era de corte muy tradicional, pero a la vez incorporaba influencias psicodélicas muy difíciles de encontrar en un género que se volcó en lo gótico.
Y en la misma Baltimore, Revelation. Tampoco tenían absolutamente nada gótico, solo rock progresivo y psicodélico para aderezar una propuesta extremadamente lenta y pesada, austera y árida como Winter, con los que empezábamos este artículo. Su trayectoria fue guadianesca, pero abarcó treinta años, desde 1986, en los que su sonido fue evolucionando lentamente, como el vino, cambiando mínimamente y ofreciendo siempre una propuesta prácticamente inexistente en el mercado y destinada a los paladares más exquisitos.
Como proyecto paralelo, montaron Against Nature, aquí dieron rienda suelta a todas sus ideas de forma poco meditada. Lanzaron diecisiete discos entre 2005 y 2012. Quizá obsesionados con llegar a un punto que solo conocían ellos, todos estos álbumes redundan, abundan en la misma idea monotemática y monolítica de un doom áspero y esencialista. Vendieron sus discos en formato digital y, una vez caída su página web, no hay rastro de ellos. Su legado es probablemente uno de los rincones más oscuros del submundo del doom metal, un género para entrar en trance, sin ningún tipo de alivio ni ayuda para el oyente profano, solo devastación emocional llevada a sus máximas consecuencias sonoras. Lo que nunca nadie, bajo ningún concepto, querría oír.
Buen artículo! Otra aportación nacional al Doom Metal es la banda Poetry y su disco Catharsis
Los chicos/as de Ikarie lo están haciendo realmente bien estos dias
¿¿ ¡¡¡ 203 canciones !!! ?? ¿¿ ¡¡¡ 15 horas de ¿música? !!! ?? ¿Pero es que quiere usted licuefactarme?. ¡Cuan duro es su corazón rural!. Me voy con Françoise Hardy y Karen Carpenter, ¡ lo pasamos tan bien los tres !.
Hermano, te faltó junto a Winter, Thergothon, cuyo streams from the heavens es una oda lovecraftiana como no escuhé no he escuchado nunca
Para Doom Metal patrio, los Helevorn. Su último trabajo, «Espectres», lo está petando entre la crítica especializada. Si os mola el estilo, no os los podéis perder!
https://open.spotify.com/album/5vSVKomThLtSJPVzggMHnO?si=3CR-LI4uS02dpgRO2GPnJw
Excelente artículo que historia de uno de los grandes géneros del metal
Gran artículo. Recomiendo el apabullante «Dopethrone» de Electric Wizard.
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