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2025: tres milenios de la muerte del gran pesimista o ‘Eclesiastés’

Salomón, autor del Eclesiastés, en un grabado de Doré.
Salomón, acreditado como autor del Eclesiastés, en un grabado de Doré.

Supongamos que vivimos tiempos de incertidumbre. Tiempos en los que mucha gente se siente ansiosa y sola. Por supuesto, es un puro imaginar, como si el consumo de ansiolíticos estuviese disparado, un experimento mental en el que muchas personas se agobiaran ante la amenaza de inminentes catástrofes, personales y colectivas. Un tiempo de odio sectario mezclado con escepticismo y hasta cinismo respecto al conocimiento que se pretende valioso. Un tiempo abisal, levemente aplacado y devuelto a la tierra por los espectáculos deportivos, la frivolidad turística, el rebaño ideológico o la escapatoria y el feedback que proporcionan las redes sociales.

Un tiempo como el descrito pondría los pelos de punta a cualquiera, pero tenemos la suerte infinita de que nos ha tocado una época distinta y mejor, gobernada por la fraternidad. ¡Qué fortuna vivir sin la necesidad de estar constantemente asomados a ese abismo! Gracias a ello, podemos darnos el lujo de visitar otras épocas, esta vez sí, turbulentas.

Aterricemos en Tesalónica, en torno al año 50 de nuestra era.

En Tesalónica existía una comunidad judía, y era una comunidad presa de gran agitación espiritual. Algunos de sus miembros, no se sabe cuántos, habían abrazado el cristianismo. Es posible que algún gentil también se hubiese sumado ya a la fe en Cristo. Y, sin embargo, terribles y acuciantes dudas les corroían: ¿qué pasa con la vida después de la muerte? ¿qué les ocurrirá a los vivos cuando se produzca la segunda venida del Señor? Desde luego, no eran cuestiones baladíes.

Nosotros vivimos una época tan feliz que nos resulta muy difícil ponernos en el pellejo de congéneres que expresaban tales preocupaciones. De hecho, para nosotros la muerte es prácticamente un tabú, pues arruina lo importante, que es nuestra felicidad justamente lograda.

Pues bien, los nuevos cristianos de Tesalónica tuvieron la inmensa fortuna de contar como predicador y guía espiritual al que probablemente sea el personaje más importante de la historia de Occidente, o al menos el más optimista, el que será conocido por la posteridad como san Pablo. Saulo Pablo fue judío de la diáspora, ciudadano romano, azote de los cristianos, converso y, lo más importante, el gran responsable de que el cristianismo pasase de anecdótica secta judía a religión mundial. Recorrió miles de kilómetros a pie por caminos más peligrosos que un robo a la mafia, predicando lo que él entendió o quiso entender que era el cristianismo. Por desgracia, todos los caminos llevan a Roma y allí acabó, decapitado. No eran tiempos suaves, pero todavía sorprende la crueldad romana, a la que tanto debemos. Ya se sabe, el precio de la civilización y tal.

Años antes de ser dividido contra su voluntad en dos partes desiguales, el optimismo de san Pablo tomó la pluma para responder a las dudas de la comunidad de Tesalónica. Se trata probablemente del texto cristiano más antiguo que se conserva, apenas dos décadas después de la muerte de Jesús. Tranquiliza así:

Después nosotros, los vivos, los que todavía estemos, nos reuniremos con ellos, llevados en las nubes al encuentro del Señor, allá arriba. Y estaremos con el Señor para siempre.

Versículo 17 del capítulo cuarto de esta primera carta a los tesalonicenses, para quien desee referencias. Esto es lo que se llama una buena nueva, una noticia positiva. Nos suena extraño porque nosotros ya no recibimos informaciones de este cariz: no las necesitamos. El Madrid sigue ganando copas de Europa y ese lugar donde se baña aquella muchacha de Instagram en tanga tiene pinta de ser el cielo en la tierra. Todo marcha como debe en este recóndito lugar de la amable inmensidad del cosmos.

De modo que tenemos una época rebosante de felicidad y armonía, la nuestra, y tenemos otra época de acuciantes dudas existenciales y ultraterrenas que eran aplacadas por el optimismo creyente en una inminente fusión con el reino celestial, la cristiana primitiva. Es momento de realizar la última parada, motivo de este artículo.

Estamos en Jerusalén, año 975 a. C. Ha muerto el rey Salomón, sabio entre los sabios. También se ha dicho que murió el 932, el 931 y, según recientes estudios, el 928. Prefiero no discutir y quedarme interesadamente con la primera fecha, pues en este 2025 clavaríamos los tres mil años. No importa. Como tampoco importa que Salomón no sea el autor del Eclesiastés, escrito probablemente siglos después de su deceso, a pesar de que así arranca:

Palabras del Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén.

Sí es relevante, en cambio, el hecho de que el Eclesiastés sea considerado, o eso espero, como el principal de los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Se trata de un libro que no carece de contradicciones, pues posee versículos sueltos (como el séptimo del capítulo 12, por ejemplo), donde se puede atisbar un rayo de esperanza y trascendencia. Bien está. No obstante, su tono es diáfano, me parece, para cualquier lector distanciado: es un libro escéptico, relativista, pesimista, descorazonador y carente de esperanza en la humanidad y su salvación. No casa con el cristianismo ni tendría por qué. A veces parece dulcemente epicúreo, y otras, estoico y hasta cínico, pero navega con mayor frecuencia en la negrura del descreído, del que está de vuelta de todo y anda bastante quemado ya. Algo muy distinto del optimismo que necesitaban los tesalonicenses o el que nosotros hemos logrado con tanto esfuerzo, que incluso nos cuesta imaginar cómo sería una sociedad infeliz.

El título del libro viene a significar «el predicador», «el orador», «el maestro» («The teacher», lo traducen los anglos, así como traducen en esta obra «vanidad» como «sinsentido», «meaningless»). Es todo un testimonio. Para los brutos atrincherados y amantes del sentido literal, que tanto abundarían hoy si no fuera porque vivimos en el mejor de los mundos posibles: no hay que tomarlo al pie de la letra, ni como verdad con mayúsculas. Sin duda parece lo que es: el lamento de un hombre baqueteado, de un hombre que quiso alcanzar la sabiduría y acabó como Ícaro, estrellándose por volar donde no debía, o al menos eso es lo que dice reconocer. A mí me gusta porque parece herido y sincero. Y por eso invito a la lectura de este libro, que es breve y genial en la traducción inigualable del Reina Valera, versión de 1960. Me permito compartir diez fragmentos para cerrar este texto, y que creo son buena muestra de que el traje del Eclesiastés tiene abundante tela que cortar, desde nuestra igualación con el resto de animales a la visión cíclica de la historia, pasando por todo lo demás:

1- Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se puede decir: ¿He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido. No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después.

2 – Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu. Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse.

3 – Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu. Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.

4 – Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo.

5 – Y alabé yo a los finados, los que ya murieron, más que a los vivientes, los que viven todavía. Y tuve por más feliz que unos y otros al que no ha sido aún, que no ha visto las malas obras que debajo del sol se hacen.

6 – Mejor es la buena fama que el buen ungüento; y mejor el día de la muerte que el día del nacimiento. Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón.

7 – Más vale un puño lleno con descanso, que ambos puños llenos con trabajo y aflicción de espíritu.

8 – Justo hay que perece por su justicia, y hay impío que por su maldad alarga sus días. No seas demasiado justo, ni seas sabio con exceso; ¿por qué habrás de destruirte? No hagas mucho mal, ni seas insensato; ¿por qué habrás de morir antes de tu tiempo?

9 – Y he hallado más amarga que la muerte a la mujer cuyo corazón es lazos y redes, y sus manos ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador quedará en ella preso. He aquí que esto he hallado, dice el Predicador, pesando las cosas una por una para hallar la razón; lo que aún busca mi alma, y no lo encuentra: un hombre entre mil he hallado, pero mujer entre todas estas nunca hallé.

10 –  Y he visto todas las obras de Dios, que el hombre no puede alcanzar la obra que debajo del sol se hace; por mucho que trabaje el hombre buscándola, no la hallará; aunque diga el sabio que la conoce, no por eso podrá alcanzarla.

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3 Comentarios

  1. gracias! magnífico articulo, interesante y estimulante, trataré de conseguir la traducción referida y me sumergiré 🕍

    • Pablo Mula

      Muchas gracias, Isabel. La edición Reina-Valera es muy accesible online. Se basa en la Biblia del Oso, traducción de Casiodoro de Reina hace medio milenio, y que constituye uno de los grandes hitos del castellano. ¡Saludos!

  2. «el personaje más importante de la historia de Occidente, o al menos el más optimista, el que será conocido por la posteridad como san Pablo. Saulo Pablo fue […] el gran responsable de que el cristianismo pasase de anecdótica secta judía a religión mundial.»

    Se puede decir que San Pablo fue el creador del cristianismo. Y recordar que no conoció a Jesucristo.

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