
Al hilo del transhumanismo estamos muy cerca de los cíborgs, aunque no sea de una forma plenamente integrada, y de la pérdida de libertad. Las nuevas generaciones ya piensan de forma conectada e integrada con la red.
José Manuel Rodríguez Delgado, natural de Ronda, fue un médico y neurocientífico que tuvo que hacer la carrera dos veces. La primera, obtuvo el título justo antes del inicio de la guerra civil, en la que sirvió en el bando republicano como médico. Al terminar la contienda, fue a parar a un campo de concentración donde se le informó de que tenía que repetir sus estudios. Así lo hizo, pero en 1945, en cuanto recibió una beca de la Universidad de Yale, se marchó a Estados Unidos y se dedicó al estudio del cerebro, concretamente, a la posibilidad de implantar electrodos en personas.
En 1952, Delgado patentó el Stimoceiver, un instrumento que, al accionar unos electrodos por radio, estimulaba zonas cerebrales para despertar reacciones emocionales, como euforia, concentración, relajación, visiones… e incluso movimientos de las extremidades si estimulaba la corteza motora.
El día que más cobertura mediática obtuvo en el New York Times fue cuando este tituló «Matador with a radio stops wired bull» en 1963. Rodríguez Delgado estaba de vuelta en España, en Córdoba, y para demostrar la eficacia de su invento, ocultó los mandos del Stimoceiver en una muleta y saltó al ruedo en una capea. El novillo, que llevaba puestos los electrodos, acudió al trapo, pero el científico detuvo su embestida y con el mando devolvió al animal a los toriles. Teledirigido.
Si atendemos a la definición de cíborg que acuñaron en 1960 Mandred Clynes y Nathan Kline a partir de cybernetic y organism, ese novillo no cumpliría exactamente con esa definición, porque no había una integración cibernética avanzada, sino una manipulación neurológica a través de la tecnología, pero podríamos hablar de una interfase precursora. Delgado siguió sus experimentos con gatos y, ya en 1970, logró comunicar un ordenador con el cerebro de un chimpancé. Pulsando la tecla correspondiente, el simio bostezaba, parpadeaba e incluso giraba la cabeza.
Así lo entendieron sus alumnos de la Facultad de Medicina de Yale, que abarrotaron sus clases. Les hablaba de un futuro en el que, mediante el desarrollo de su invento, tendríamos la sociedad «psicocivilizada», en la que los ciudadanos podrían modificar sus funciones mentales con un sencillo dispositivo electrónico. El hombre sería «más feliz, menos destructivo y más equilibrado».
Estaba convencido de que estaba en manos del hombre construir un ser humano mejor no a través de la educación o una mayor igualdad económica, sino por medios tecnológicos. Decía: «La raza humana está en un punto de inflexión evolutivo. Estamos muy cerca de tener el poder de construir nuestras propias funciones mentales, a través del conocimiento de la genética, que creo que estará completo dentro de los próximos veinticinco años, y a través de un conocimiento de los mecanismos cerebrales que subyacen a nuestro comportamiento. La pregunta es qué tipo de humanos nos gustaría, idealmente, construir. No solo nuestras ciudades están muy mal planificadas, nosotros como seres humanos también lo estamos. Los resultados en ambos casos son desastrosos».
Estos planteamientos no causaron precisamente entusiasmo en la opinión pública. Se consideraba una amenaza directa a la libertad y la integridad humana. Las denuncias llegaron hasta el Congreso y le acusaron de ocultar un plan secreto de la CIA para ejecutar el control mental sobre la población. No fue una paranoia americana. Como cuenta Alfonso Diéguez en Transhumanismo (Herder Editorial, 2017), uno de los primeros en escandalizarse fue un compatriota, Miguel Delibes.
El escritor castellano estaba de visita en Yale e inmortalizó el encuentro en su libro USA y yo. Calificó la investigación de Delgado como algo «estremecedor». Se quedó asustado con la manipulación mental: «El mico en estado de felicidad desdeña el más jugoso coco o la monita más atractiva. No los necesita. Le basta con sus electrodos». Enseguida, vio su posible aplicación para la ingeniería social: «Tal control, parece ser, se ejercerá un día por radio, con lo que se podría llegar a enervar a los animales más feroces y a los hombres más agresivos». Y advirtió también su posible uso para terapias de conversión: «existe la posibilidad de despertar en los solterones la convicción de que el matrimonio es el estado perfecto, convicción que, seguramente, remediaría muchas cosas».
Sin saberlo, estos dos españoles estaban tomando posiciones en el debate sobre el transhumanismo que iba a desarrollarse en el siguiente siglo, el presente. Como Delibes, su crítico más feroz es Francis Fukuyama, que considera que el transhumanismo amenaza con alterar la esencia de lo que significa ser humano, sobre todo en lo que concierne a la igualdad e integridad de la condición humana. Cree que modificaciones tecnológicas en el cuerpo pueden conducir a una sociedad dividida entre aquellos que pueden acceder a los avances y los que no, lo que supondría una humanidad dual. Como en Un mundo feliz de Huxley, estratificada entre alfas y epsilons.
El filósofo Hubert Dreyfus consideraba también que las tecnologías transhumanistas podrían llevar a la pérdida de los fundamentos de la existencia humana, como la libertad, la intencionalidad y la relación con el cuerpo, acabaríamos desconectados de lo que es la experiencia humana básica.
Sin embargo, ya estamos muy cerca de los cíborgs, aunque no sea de una forma plenamente integrada, y de la pérdida de libertad. Las nuevas generaciones ya piensan de forma conectada e integrada con la red. Desconocen la esfera personal, todo lo comparten en busca de validación y la libertad es imposible sin intimidad. No necesitas un chip en el cerebro con un teléfono en la mano. Mientras, los más mayores llevan prótesis, marcapasos. Todo conduce, pieza a pieza, a la integración, a la tecnología transhumanista.
Se puede aducir que los riesgos vendrán cuando se nos quieran implantar capacidades mejoradas, pero es de un cinismo impresionante hablar de igualdad cuando ya, hoy, el acceso a la sanidad y la vida saludable está tan sesgado por el dinero. Posiblemente, la mejora de las capacidades humanas sea, llegado el momento, una solución médica. Quizá el cambio climático, en tanto que irreversible, precise cambios adaptativos en la condición humana cuya aceleración esté en manos de la tecnología humana.
En esa idea entró en juego otro español, Francisco M. Mojica, que descubrió secuencias repetitivas de ADN en bacterias mientras estudiaba sus condiciones de vida en las salinas de Santa Pola. Esas secuencias las denominó CRISPR (Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas) y demostró que estaban involucradas en un sistema inmunológico adaptativo. Gracias a este descubrimiento, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier desarrollaron la herramienta CRISPR-Cas9, que permite la edición genética, una técnica utilizada para manipular el genoma de organismos vivos de manera precisa, permitiendo cortar, añadir o modificar secuencias específicas de ADN.
Con sus limitaciones éticas, CRISPR-Cas9 ya ha sido empleado como tratamiento para múltiples enfermedades genéticas e investigación para desarrollar una inmunoterapia contra el cáncer. Los riesgos, en cambio, también están ahí. Se teme la posibilidad de off-target effects, es decir, que la herramienta no solo modifique el gen deseado, sino que altere otros fragmentos del genoma causando mutaciones no deseadas. Para que esto no ocurra, CRISPR/Cas9 ha de tener una precisión capaz de distinguir secuencias de ADN que pueden ser muy parecidas. En caso contrario, las mutaciones pueden transmitirse a futuras generaciones y las consecuencias ser imprevisibles.
Los críticos de la modificación genética se quejan de que se está atentando contra la biodiversidad humana. Si se actúa sobre genes considerados «no deseables» a gran escala, la especie humana podría convertirse en más homogénea, lo que podría dificultar su capacidad de adaptarse a entornos cambiantes. También hay genes que pueden parecer perjudiciales ahora, pero en otros contextos pueden ser beneficiosos. Las futuras generaciones podrían perder una variabilidad genética crucial para los retos a los que se enfrenten como especie.
Si la senda genética no se puede transitar con velocidad, quedaremos en manos de la tecnología. En este aspecto, una de las premoniciones más interesantes es la del filósofo Günther Anders, que planteaba un escenario totalmente contrario al que esperamos por la cultura popular. Generalmente, tendemos a creer que las máquinas se rebelarán contra nosotros cuando sean lo suficientemente poderosas, puesto que es un miedo coherente con su desarrollo y la ciencia ficción halla en esos temores sus yacimientos temáticos. Anders lo vio al revés, habló de la venganza prometeica, es decir, que cuando las máquinas modernas nos superen en todo, velocidad, agilidad, inteligencia, el ser humano se deshumanizará al darse cuenta de que sus creaciones son más eficientes que él.
Con nuestros cuerpos limitados e imperfectos, que además son perecederos, al contrario que las máquinas, el ser humano, inmerso en la vergüenza prometeica (Prometeo, en la mitología griega, robó el fuego de los dioses y se lo entregó a los humanos) buscará modificar o mejorar su cuerpo y su mente para igualar o superar a las máquinas.
Hay varios teóricos que se han imaginado este momento. Ray Kurzweil, autor de la teoría de la singularidad tecnológica, cree que llegará una fase en la que la tecnología avance tanto por sí misma, a un ritmo exponencial, que superará la inteligencia humana. En ese instante, dice, tendremos que converger con ella. Predice un futuro inevitable en el que se transformará la humanidad, trascendiendo sus limitaciones biológicas con tecnología avanzada. Por su parte, el sacerdote y filósofo Pierre Teilhard de Chardin habló del Punto Omega. La tecnología avanzará de tal manera que, al final, todas las formas de vida alcanzarán un estado de conciencia superior unidos todos en una misma entidad global o cósmica.
Por ahora, la posibilidad de subir la mente a la nube, como en aquel capítulo inolvidable de Black Mirror, aún es incierta. Aparte, nadie ha logrado resolver los interrogantes que plantea la identidad de una copia de uno mismo: ¿sigue la misma conciencia en una réplica exacta del cerebro o es un nuevo individuo? Sin embargo, la terapia genética somática sí que puede curar enfermedades o prevenirlas alterando genes no heredables. También, biofísicos como Gregory Stock, han hablado del desarrollo de cromosomas artificiales con genes reversibles. De esta manera, con medicamentos, se podría activar o desactivar los genes sin alterar el genoma humano.
Por donde se mire, todo tiende hacia la utopía transhumanista. De hecho, una de las premisas sagradas de los transhumanistas es que esta evolución es inevitable. La Ley de Moore dice que el poder de procesamiento de los microchips se duplica cada dos años. La aceleración no solo implica a la informática, también a la biotecnología, la nanotecnología y, por supuesto, la inteligencia artificial.
Las utopías religiosas, con su salvación eterna, o el comunismo, exigían bastante para llegar a la tierra prometida. En sus momentos más crudos, privaciones y represión, y la eliminación física de herejes o disidentes con toda la población bajo sospecha. La utopía transhumanista solo pide esperar tranquilamente a que la biotecnología pueda actuar sobre el envejecimiento y convertirnos así en inmortales. Tal vez gente que ya está entre nosotros logre serlo. Mientras tanto, irán llegando gadgets en forma de implantes que irán mejorando nuestras facultades. No he visto en la historia una utopía más confortable.
Pero también es un sueño. Al menos para la profesora Susan B. Levin, que en su libro Posthuman Bliss? The Failed Promise of Transhumanism de 2021 hizo una enmienda a la totalidad de este marco teórico tan esperanzador (para algunos). Para empezar, critica que los sistemas biológicos, al contrario de lo que creen los transhumanistas, no funcionan de forma lineal o predecible y denuncia su fallo epistemológico, porque entiende que los sistemas biológicos son demasiado complejos para ser reducidos a bits de información.
No ve viable que puedan desconectarse la mente y el cuerpo, no son entidades separadas que se puedan manipular individualmente. El cuerpo no es el contenedor de la mente, sentencia, defiende la unidad mente-cuerpo. Y como alternativa al transhumanismo, apoya la ética de la virtud aristotélica. En lugar de acumular placeres o bienes materiales, propone la eudaimonía, la realización personal a través de la virtud. Lo que habría que desarrollar no son facultades sobrehumanas, sino habilidades como la justicia, la templanza, el valor y la sabiduría. Todo ello en un contexto de relaciones humanas, de comunidad, no como en el transhumanismo, que se propone todo desde una óptica individual.
Hay que dejar atrás esa senda de utilitarismo tecnocéntrico, dice, donde el valor de una acción se mide en términos de maximización de capacidades físicas o cognitivas a través de medios tecnológicos, y no reducir el bienestar humano a mejoras cuantificables en el rendimiento. El bienestar solo llegará, sentencia, cultivando virtudes como la autodisciplina, relaciones interpersonales sanas y comunidades justas. Hay que admitirle a Levin que ya llevamos una década con la cabeza «implantada» en redes sociales y, por el momento, son muy pocas las virtudes de la interconexión digital de nuestras mentes que compensen los discursos de odio, los complejos inducidos y lo desesperanzador del contacto humano inauténtico entre avatares. Si algo ha producido este progreso es toda una ciencia sobre el vacío, la ansiedad y la depresión que produce.
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Ultimamente confundir trascendencia con vacío es mi problema, pues no siendo comprobable hasta ahora, resulta que el vacio es un óptimo terreno para la aventura en busca de trascender. Con o sin estas dos exploraciones cognitivas estamos destinados a cambiar. La parábola humana sin dimes y diretes enseña eso. El problema es el presente tan arraigado para atrás. Me gustaria oir para siemprer el tintinear y brillar de las palabras con su cómico y oscuro sugeridor detrás, creer que las emociones son contagiosas, como defensa inmunitaria contra el existir al azar, sudar para hacer reír y al revés, regodearme en la pereza en compañia, mirarme en sus ojos, acudir a su gato, sufrir por amores dramáticos o injusticias evitables, y pensar en la paradoja cruel de los exploradores que explorando el vacío desaparecieron al trascender. Trate de hacer la vista gorda por el desvario. La culpa es de la literatura. Gracias por la buenísima lectura.
La inteligencia artificial es como la energía de fusión: desde hace ya muchos decenios siempre está a 40 años de distancia en el futuro. Hace 30 años, en su muy divertido libro «El fin de la ciencia», el periodista científico John Horgan ya ridiculizaba a toda esta gente y sus creencias cuasirreligiosas. Yo no me procuparía mucho por esto en unos tiempos en los que no sólo aún no se ha inventado el ordenador cuántico sino que el colapso climático no es ya un imposible.
No sé si mearé fuera de tiesto, porque aún no conseguí entender medianamente a qué le llama, en el entramado universitario «transhumanismo»… pero dado el titular, acoplando utopía y confortable, me resulta como mínimo científicamntee áspero.
La evolución, que no es un credo, nos dice que somos el último estadio por ahora en el árbol evolutivo, ahí donde tenemos cerca la rama del chimpancé… pero nada nos asegura, salvo credos varios, que seamos el último estadio posible… aunque, bien es cierto, que la naturaleza (sea lo que eso sea) se lo debe estar pensando , antes de seleccionar algo con un cerebro mejor que el nuestro, ya que nada le asegura que lo sepan usar… dada nuestra rampante mediocridad en el uso del actual.
Pero, así como el bonobo no puede pensar en que lo van a encerrar en un laboratorio, para experimentar con él, ni, mucho menos, que puede derivar en un plusbonobo megainteligente , sobresiliconado o no,, sería lógico pensar en que, como dije antes, no somos precisamente el último eslabón natural de la cadena… aunque algunos parece que sí lo piensan… ya que, si no finiquitamos como especie (extinguida), aún nos queda mudar algún tipo de mutación (natural) mejor…
En fin, que, como se puede notar, en mi concepción del transhumanismo aún no apareció para nada la IA ni cosa que se el parezca… lo cual no quiere decir que no contemple, también, como una evolución lógica (tan artificial como natural, dado que la IA fue generada por un cerebro humano) de lo que ahora yo (sic) llamo versión mediocre del homo sapiens…
Pero, en fin, para gustos (incluso científicos)… solo quería matizar que ni utopía, ni mucho menos confortable, dado lo que hemos hecho hasta ahora, como versión mediocre…
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