
Charlie Brooker empezó su carrera profesional en el mundo de la comedia, primero en medios escritos y luego en televisión. Quizá sea mejor decir en la sátira, ya que siempre manifestó un profundo fondo crítico, que llegó a rozar el gamberrismo en ocasiones. Por suerte, ha sabido mantener este rasgo cuando los avatares de la vida han convertido su nombre en sinónimo de distopía, gracias a la serie que le ha hecho famoso, Black Mirror. Este abril, su ya pulido y extremadamente nítido espejo negro nos entrega seis nuevos episodios, elevando la cuenta a un total más de una treintena de historias en las que el guionista británico comparte esa mirada que arroja sobre nuestra cotidianidad tecnológica y se pregunta: ¿cómo puede hacerme daño esto?
*Este texto contiene SPOILERS de la séptima temporada de Black Mirror. Sin embargo, se ha intentado no desvelar los elementos clave de cada episodio, aún recientes en la emisión cuando esto se escribe*
La antología es uno de los más nobles formatos televisivos, en parte porque fue uno de los primeros en aparecer cuando el medio daba sus primeros pasos, allá en los años 50. Su éxito descansaba no en unos personajes o una historia común, sino en un estilo concreto que proporcionaba coherencia al conjunto. No es de extrañar que las más relevantes girasen en torno a géneros muy marcados, como la ciencia ficción, el terror o el thriller, en los que la televisión recogía la antorcha de los pulp que morían más o menos por la misma época. Eran los tiempos de The Twilight Zone, The Outer Limits o Alfred Hitchcock Presents. Después, cada generación ha disfrutado de su propia antología: en la mía, por ejemplo, la añorada Historias para no dormir. Y por edad, a Brooker le tocó la maravillosa Tales of the Unexpected, basada en los relatos de Roald Dahl, de donde sin duda tomó ese tono retorcido que caracterizan sus guiones.
Dead Set, su miniserie de 2008 en la que los participantes de Gran Hermano desconocen que en el exterior se ha desatado un apocalipsis zombi, marcó el camino de crítica social asociada a los medios contemporáneos. En 2011, estrena en el canal público inglés Channel 4 los tres primeros episodios de Black Mirror, a los que siguen otros tres en 2013 y el especial «White Christmas» en la navidad de 2014. La acerada visión del guionista sobre el impacto que la tecnología tiene sobre nuestras vidas hizo que alcanzara de inmediato el estatus de culto. Después, por un cúmulo de circunstancias —seguramente centradas en el dinero, pero también en la ambición de Brooker de llegar a una audiencia planetaria—, el programa fue adquirido por Netflix en plena era dorada de las plataformas de streaming.
La tercera temporada —2016— resultó, así, mucho más pulida y más «norteamericana» en todos los sentidos, incluyendo un carácter algo menos provocador que el de sus predecesoras británicas. En todo caso, el éxito volvió a acompañarla e hizo que su visión esencialmente pesimista diera forma a la que ya sería la antología por excelencia del siglo XXI.
Existe el consenso que las siguientes entregas van bajando de calidad paulatinamente hasta tocar fondo en la sexta —2023—. Esto resulta un tanto injusto, porque es difícil no encontrar en cada una de ellas, al menos, un episodio memorable —el caso de «Joan es horrible» o «Beyond the Sea» en la mencionada temporada 6—, pero es cierto que la serie parecía que había perdido el mordiente y, sobre todo, la capacidad de impacto inicial. El jugueteo con temas fuera de su ADN, como el mundo sobrenatural —«Demon 79», «Loch Henry»—, no le hicieron bien, como tampoco apostar excesivamente en el star system —Miley Cyrus en «Rachel, Jack y Ashley Too»—. Quizá por eso, este nuevo lote era esperado con una mezcla de escepticismo y curiosidad. Y, también hay que decirlo, con menos expectativas.
Lo cierto es que Brooker ya anunció que buscaba un retorno a las raíces, un enfoque sobre narrativas más íntimas y reflexivas, quizá incluso nostálgica del pasado. «Gran parte de la tecnología [que vemos] se usa para revivir cosas o traerlas de vuelta al presente», ha admitido Brooker. El resultado es un conjunto de episodios que suponen una clara mejora respecto a las entregas anteriores, tanto a ojos de la crítica como del público general, que los valora con números equivalentes a los de las temporadas 3 y 4. Todos los capítulos tienen elementos positivos, con al menos dos de ellos que se pueden situar entre los mejores de la serie —«Eulogy» y la segunda parte de «USS Callister»—.
Brooker firma los seis episodios, con apoyo en alguna ocasión, y nos deja nuevos reflejos extremadamente bellos, con un aspecto más «británico», algo menos tecnológicos y con un toque decididamente más optimista: «Si quieres distopía, tienes un monitor que te la muestra las 24 horas y que se llama ventana», ha comentado.
«Gente corriente»

Tengo que reconocer que me costó un poco entrar en la premisa de «Gente corriente», en la que tras un accidente, Amanda —Rashida Jones— se ve obligada a contratar a la empresa Rivermind una suscripción para ejecutar sus funciones cerebrales. Como en buena parte de la temporada, la suspensión de la credulidad es duramente puesta a prueba por Brooker y su coguionista, Bisha K. Ali, cómica stand-up, creadora de Ms. Marvel y responsable de «Demonio 79», uno de los episodios en los que la serie trató con lo sobrenatural, para desmayo de muchos de sus seguidores más hardcore, yo incluido.
Superada esta barrera, nos encontramos ante uno de los grandes episodios de la entrega, en el que destacan las actuaciones de Jones y Chris O’Dowd —al que siempre recordaremos por su papel en The IT Crowd—, que encarna a su marido. Este peso específico de la interpretación en el resultado final de cada episodio es otro elemento característico de una serie que siempre ha aspirado a ser un vehículo para el lucimiento de sus protagonistas… y uno que se ha retomado con fuerza, para bien y para mal.
La narración resulta un poco densa, quizá porque no se centra en un solo «peligro»: por un lado, trata el problema que supone la privatización de la salud y la inevitable escalada de precios asociada a cualquier servicio de suscripción —para poder seguir viviendo con normalidad, Amanda se ve obligada a pagar servicios cada vez más premium—; por otro, la implacable monetización del sufrimiento humano en internet —Mike se verá reducido a realizar todo tipo de indignidades ante una webcam para obtener el dinero que necesitan—. Muy reseñable también la actuación de Tracee Ellis Ross, la cara visible de Rivermind, quien no pierde su sonrisa mientras advierte a la pareja que un embarazo supone un extra en un servicio que ya no pueden permitirse.
Con la sutileza que suele caracterizar a la serie, nos sitúa en un futuro extremadamente plausible y poco deseable, donde los drones han sustituido a las abejas —una de las numerosas referencias cruzadas, esta al episodio «Odio nacional»—, los únicos trabajos que quedan para los seres humanos son de baja cualificación y los maestros apenas pueden subsistir con su sueldo. Una vez se establece la premisa, la evolución de la historia resulta algo previsible, si bien la interacción de la pareja protagonista y la profunda empatía que despiertan hacen que el implacable final, sin duda el más pesimista de los seis, resulte extremadamente eficaz.
«Bête Noire»

Al frente de «Bête Noire» —«Bestia negra» para los que no conozcan el lenguaje de Verne— está Toby Haynes, un peso pesado en la televisión inglesa, especialmente en series de fantasía y ciencia ficción —Doctor Who, Sherlock, Jonathan Strange & Mr. Norrell; además, se encargará de dar cierre a Star Wars: Andor, de la que dirigió los primeros capítulos—. También pertenece al equipo de confianza de Brooker: estuvo a cargo de la primera parte de «USS Callister» y repite en su secuela, de la que luego hablamos. Es una pena que su buena labor no sirva para dar mayor lustre a esta historia de las devastadoras repercusiones del abuso escolar y de una venganza que se sirve fría, metáfora esta especialmente apropiada para una protagonista que es el «genio residente» de una empresa de alimentación.
María —Siena Kelly— se siente tremendamente incómoda ante la repentina contratación en su trabajo de una antigua compañera de instituto, Verity —Rosy McEwen, El alienista—. Cuando empiezan a suceder pequeñas incongruencias alrededor de la nueva empleada, solo ella parece notarlas, incluso cuando el asunto alcanza niveles inexplicables.
Cuando comienza, en «Bête Noire» lo realmente interesante es el enfrentamiento y la evolución de sus dos mujeres protagonistas y como las sombras y los grises que las rodean van intercambiándose, sin nunca llegar a caer en el maniqueísmo fácil. Es difícil escoger bando entre Verity y Maria, unidas por el recuerdo de antiguos rencores en los que a cada una es a la vez víctima y verdugo. Este intento de focalizarse en la parte más humana es más que evidente si consideramos que el episodio carece de un auténtico elemento tecnológico al que criticar —el núcleo habitual de Black Mirror—. De hecho, el mecanismo que se escoge para llevar adelante la trama resulta totalmente implausible.
Por eso resulta extraño que, con la sutileza de un martillo neumático, este mecanismo, tome de repente protagonismo y desdibuje completamente el alcance moral de la historia, esa exposición de un caso de bullying, donde resultaba especialmente interesante la percepción de lo ocurrido tras el paso de los años y lo difícil que resulta aprender de errores pasados. Este alcance emocional es sustituido por una escalada un tanto maníaca que convierte el capítulo en una especie de Todo a la vez en todas partes y culmina en una escena final que, eso sí, nos deja claro que esta serie conserva intacta su capacidad para sorprender al espectador y llevarte a lugares donde no te esperabas.
Una nota más que curiosa acerca de este episodio es que tiene dos versiones que, aparentemente, se distribuyen aleatoriamente y en secreto entre los suscriptores de Netflix. Una de las primeras divergencias causadas por Verity tiene que ver con el nombre del restaurante donde trabaja el novio de María. Ella recuerda perfectamente —y los espectadores lo hemos visto en el primer plano de una gorra en la primera escena— que es «Bernies», hasta que en el minuto 16:40 busca en internet y descubre que para todo el mundo es «Barnies». Al menos, en la versión que yo he visto, porque he confirmado que en la otra, los nombres están invertidos: en la gorra del principio pone «Barnies», mientras que en la búsqueda aparece «Bernies». No queda más que descubrirnos ante la malvada genialidad de Brooker y su capacidad para jugar con nuestras cabezas.
«Hotel Reverie»

Sinceramente, es una pena que un planteamiento tan interesante como el de «Hotel Reverie» no haya conseguido una plasmación más brillante en pantalla. Y no nos referimos a la parte técnica, apartado donde destaca especialmente, sino a la capacidad de hacernos partícipes de la historia de amor que cuenta, quizá debido a dos causas superpuestas: el que cambie por completo su objetivo a mitad de su notable duración de 76 minutos y, sobre todo, la dificultad de entender la elección de la actriz Issa Rae para el papel que desempeña.
Rae encarna a Brandy, una actriz de éxito que busca una oportunidad para reivindicar su talento más allá de los insulsos papeles que le ofrecen. La ocasión surge cuando le piden que protagonice la recreación de un antiguo éxito del cine británico mediante una disruptiva técnica que permite convertir el film en un entorno virtual. Esta recreación está patrocinada, naturalmente, por Streamberry, el servicio de streaming que es un trasunto de Netflix —Brooker había prometido no meterse con sus empleadores y casi lo consigue— y que ya vimos en «Joan es horrible». Todo apunta a que estamos ante una acerada crítica contra la posibilidad de actualizar clásicos inmortales con «ayuda» de la inteligencia artificial.
Sin embargo, cuando Brandy entra en el mundo de la película gracias al ingenioso mecanismo y se encuentra con la protagonista —Emma Corrin, la princesa Diana en The Crown, poniendo toda su languidez británica al servicio de una trágica starlette de los 40—, la historia se convierte en el enamoramiento entre un ser humano y una IA que no sabe que lo es… Historia interesante pero que, sinceramente, empieza a resultar un tanto manida. Y que sufre enormemente por comparación con el que muchos consideran la cumbre de Black Mirror, el episodio «San Junípero», donde se desarrolla otra historia de amor entre mujeres en un entorno virtual de una manera infinitamente más convincente.
Además, los guionistas desperdician vilmente la oportunidad de explotar las posibilidades que ofrece el tener juntas a la inmensa Harriet Walter (The Crown, Silo) y ese personaje que es por mérito propio la actriz Awkwafina. Los exiguos destellos de humor que aparecen en las escenas que transcurren en el estudio «real» resultan, de hecho, contraproducentes en su intento de emocionarnos.
La recreación de Hotel Reverie, el presunto clásico que centra la narración, sin embargo es tremendamente brillante. Construye un convincente —conmovedor incluso— producto de la edad dorada del cine, en glorioso blanco y negro, que resulta en esencia un exploit de Casablanca. Todo funciona en él como un reloj, incluyendo la actuación de Corrin, hasta la irrupción del personaje de Issa Rae. Por razones desconocidas, Brooker ha querido que Brandy llegara a la experiencia sin saber nada de la misma —hay un extraño momento en que pierde el USB donde se detalla el procedimiento—, por lo que su actuación resulta contemporánea y chocante, entendemos de manera buscada, pero que no resulta efectiva.
Esto acrecienta el problema que, sin duda, radica mucho más en la falta de química entre ambas actrices y una interpretación poco convincente por parte de Rae, que hace que no sea fácil implicarte en la relación que se desarrolla en pantalla. El episodio, en todo caso, resulta visualmente sobresaliente y es cierto que una muy emocionante escena final lo redime parcialmente, pero es de esas ocasiones en la que, con melancolía, piensas en oportunidades perdidas… aunque ese sea el tema de otro capítulo de la temporada.
«Juguetes»

Aunque estrictamente no forme parte de la serie, el más experimental de los episodios de Black Mirror es, sin duda, «Bandersnatch», ese en el que el espectador puede escoger en varios momentos el desarrollo de la narrativa, al modo de «Elige tu propia aventura». Pues bien, el mismo programador que crea el videojuego acerca del que gira la historia, Colin Ritman —Will Poulter— regresa en «Juguetes», de la mano del mismo director, Davis Slade, para crear un nuevo juego, «Multis», habitado por lo que él mismo define como «la primera forma de vida plenamente digital». Un periodista, Cameron Walker —Lewis Gribben— se encarga de entrevistarle y, fascinado, roba una versión del juego, que comienza a ejecutar en su casa. Años más tarde, un Walker mucho mayor —interpretado por Peter Capaldi, todo el mundo en pie— es detenido acusado de asesinato.
El personaje de Walker está claramente inspirado en la vivencia personal de Brooker, quien desempeñó en los 90 las tareas de crítico de videojuegos cuando los CD-ROM eran el vehículo básico de transferencia de información. No sabemos si la tendencia a la drogadicción y falta de higiene del personaje son biográficamente precisas, pero no sería de extrañar.
En mi opinión, «Juguetes» une en sí maravillosamente todo lo que ha hecho de Black Mirror una serie que marca época. Una historia donde se mezcla la ciencia ficción y el thriller, un mundo cercano al nuestro, con toques distópicos, con una advertencia profundamente moral contra la esencia violenta del ser humano y una amenaza tecnológica que, curiosamente, también puede ser nuestra única esperanza. Pero lo cierto es que tiene críticas muy mezcladas, que se pueden atribuir en parte al final abierto que deja, ese que te permite seguir la historia en tu cabeza y elucubrar sobre las posibilidades, pero que quizá no sea una cualidad apreciada hoy día.
Porque todo en el capítulo funciona a las mil maravillas: las actuaciones, el ritmo, que salta entre periodos con maestría, el relato de un narrador no fiable, la ambientación de los años 90 —con un desfile de videoconsolas y sistemas de juego hace que se salten las lágrimas de cualquier aficionado—, la forma en la que te arrastra a ese final sorpresivo…. Y sobre todo, el esconder al antagonista principal en ese videojuego tipo tamagochi, con personajes absolutamente «cuquis». Tan brillante es que los responsables han desarrollado el juego y se puede descargar en tu móvil, para que puedas criar tantos Multis como quieras… O quieran ellos.
«Eulogy»

Es curioso que quizá el capítulo menos «tecnológico» de toda la entrega sea considerado casi unánimemente como el mejor. Con directores de menor peso que en otros casos —Chris Barret y Luke Taylor— y una coguionista —Ella Road—, Brooker teje en «Eulogy» una melancólica reflexión sobre oportunidades perdidas, que también incide sobre las relaciones tóxicas y el dañino concepto de masculinidad de finales del siglo pasado. Todo ello directamente sobre los hombros de la actuación de un inmenso Paul Giamatti —a quien tuvimos el privilegio de tener en 30 Monedas—.
La historia es muy sencilla: una empresa, Eulogy, ha creado un mecanismo para recoger detalles de la vida de una persona creando entornos virtuales a partir de fotografías, en los que se puede entrar y completar mediante los recuerdos de cada uno. A Phillip —Giamatti— le piden que aporte sus memorias para reconstruir una oscura parte del pasado de Amanda, una antigua amante que acaba de morir. Con la ayuda de La Guía —Patsy Ferran—va explorando unas remembranzas que había elegido olvidar y descubre tantas cosas sobre Amanda como sobre sí mismo.
Hay pocas historias en Black Mirror que vayan más allá del impacto final y busquen arrancarte una lágrima, pero «Eulogy» es claramente una de ellas. Y lo hace realmente bien. La manera en la que paulatinamente vamos descubriendo la relación de Phillip y Amanda hace que empatices completamente con él. Cuando te das cuenta de que toda historia tiene dos caras, ya es tarde y tienes que enfrentarte a la realización tanto de la ocasión desperdiciada como la idea de que, en el fondo, puede que haya sido lo mejor para sus protagonistas.
El episodio es una montaña rusa emocional, con una actuación llena de matices y un final triste, pero esperanzador. Sin duda, el episodio destinado a ser recordado de todo el lote.
«USS Callister: Infinity»

El mismo concepto de «secuela» es contrario al espíritu de Black Mirror. Brooker está orgulloso de «no repetir historias»: los relatos se piensan, se crean y se dejan al albur de los espectadores para que estos escojan como las continúan —aunque esto podría estar cambiando, sobre todo gracias al éxito de su personaje Philomena Cunk—. Sin embargo, la gran aventura espacial del «USS Callister» resultaba demasiado jugosa para dejarla tal cual —recordemos que recibió cuatro premios Emmy—. Por eso y atendiendo a la petición de múltiples fans, Brooker reunió al mismo equipo de director —el mencionado Haynes— y guionista —William Bridges—, reclutó a Bisha K. Ali y crearon una conclusión a las aventuras de los clones digitales que habitan el MMORPG «Infinity».
El resultado, por suerte, es magnífico. La aventura trae de regreso a casi todo el cast original y asistimos como la ahora capitana Nanette —Cristin Milioti— intenta sobrevivir con sus compañeros en el entorno masivamente agresivo de un juego que se basa en la destrucción mutua. Pero aquello que para los jugadores es un simple inconveniente, supone la muerte para los tripulantes de la Callister, que están obligados a convertirse en piratas espaciales para sobrevivir. Esto llama la atención de los desarrolladores y hace que sus contrapartidas «reales» descubran su existencia e intervengan en el devenir del juego.
Han cambiado bastantes cosas entre la primera y la segunda parte. El original, por ejemplo, homenajea el Star Trek de los años 60, mientras que aquí tenemos algo mucho más actual, cercano a la interpretación que hizo Abrams de la franquicia de Roddenberry. Todo es mucho más brillante e incluye las enormes armas y naves espaciales que tenemos que esperar en un juego de este tipo. Entreteje momentos de acción muy conseguidos con elementos de humor tremendamente efectivos, especialmente los relacionados con el personaje de Walton —Jimmi Simpson—, que tiene en sus manos un complejo papel doble de villano y alivio cómico y consigue salir airoso de ello. El episodio no abusa de la interacción de duplicados, tentación muy de ciencia ficción, y cuando lo hace, especialmente en el caso de Milioti, está plenamente justificado.
El primer Callister era una reflexión sobre el poder absoluto, en el que se dejaba la duda acerca de si la corrupción inherente a él es innata o adquirida. El regreso sorpresa de Jesse Plemons en su rol de copia digital de Robert Daly, el patético desarrollador que creó a los clones para poder abusar de ellos, no deja lugar a la duda. Sus escenas con Nanette suponen una descarnada exposición de la cultura tóxica masculina que se manifiesta en el submundo incel, muy presente en los videojuegos como el que ocupa el centro de la historia. Por suerte, los guionistas nos conceden un rayo de esperanza y el final, bastante peculiar, nos permite seguir disfrutando de The Real Houswives of Atlanta y programas similares.
La incansable búsqueda de huevos de Pascua
El episodio del Callister termina con una noticia televisiva en la que vemos el destino del multimillonario Walton en el mundo real —¿quizá una referencia al destino de los tech bros?—, acompañado de unos rótulos donde aparecen otras historias, muchas de las cuales nos sonaran: cómo la recreación de Hotel Reverie está ya disponible en Streamberry, que el juego Multis 2 entra en producción o un nota sobre el premier británico Michael Callows —al que todos recordamos del primer episodio de la serie y su relación con un cerdo—. Porque una muestra de la potencia de las historias de Black Mirror radica en la manera en la que ha ido creando toda una red de referencias cruzadas entre sus episodios de manera que, siendo totalmente aislados entre sí, dan forma a un universo propio sorprendentemente coherente, que se disfruta especialmente en segundas o terceras revisiones.
En esta temporada, por ejemplo, prácticamente todos los episodios incluyen una referencia a «San Junipero», uno de los episodios más queridos. En varios momentos vemos anuncios relacionados con Tuckersoft, el estudio de videojuegos detrás de Bandersnatch, Striking Vipers y Multis. Space Fleet, la ficticia IP que obsesiona al creador de Infinity, Robert Daly, aparece en camisetas y posters. La empresa Ditta, para la que trabaja Maria, es la creadora de los Honey Nugs que anuncia involuntariamente Amanda. Y la triste pareja de «Gente corriente» pasa delante de un cine donde se proyecta el viejo clásico Hotel Reverie. Capítulo aparte es el mencionado caso de Bernies, ¿o era, quizá, Barnies, un restaurante que sale en episodios como «White Christmas», «Joan es horrible» o «Metalhead»?
Siete temporadas suponen un hito para cualquier serie moderna, incluso cuando son tan magras como las de Black Mirror y su permanencia habla mucho del éxito que ha tenido y tiene —aunque aún es pronto para saberlo, la crítica ha recibido muy positivamente la temporada y el público la ha acompañado. Como suele ser habitual, en este momento se desconoce si habrá una octava entrega. La séptima ya tardó medio año en ser anunciada, así que no hay de qué preocuparse. Por su carácter antológico, Brooker y su equipo no tienen una gran presión temporal para continuar la serie de inmediato y suelen tomarse un lapso más que cómodo para urdir nuevas historias. Así que crucemos los dedos y deseemos tener una nueva temporada en la que seguir buscando huevos de pascua, mientras disfrutamos desde nuestro sofá de historias que nos anuncian el final de nuestra civilización tal y como la conocemos.
Me parece una buena noticia este regreso de Black Mirror después de los fiascos de las temporadas 5 y 6. A mí el mejor capítulo me parece el primero, «Common People», seguido de «Eulogy» y «Hotel Reverie». La secuela de «USS Callister» me parece buena, pero en su día no me gustó demasiado el original. Los peores «Plaything» y «Bete Noire»: este último sería buenísimo de no ser por el loquísimo giro que tiene.
Ojalá la séptima temporada se parezca a las primeras. Las últimas son un producto mucho más apto para cualquier público típico del catálogo de Netflix. La sensación de incomodidad, de estar viendo algo nuevo, se perdió hace tiempo.
No estoy de acuerdo en nada. Y Demon 79 es graciosísimo.
Buen artículo. Personalmente me gustó mucho el primero, Gente Corriente, aunque te deja hecho polvo; y el de Juguetes, que me encantó de principio a fin. Hotel Reverie y Bete Noire tienen el hándicap como bien indica el autor de tener una premisa muy cogida por los pelos, en los límites de lo creíble. Personalmente creo que la serie funciona mejor cuanto más se pega a la realidad y más verosímil es lo que nos cuenta, aunque sea exagerado. Eulogy me pareció una preciosidad, aunque no es a diferencia de muchos mi favorito.
Está seríe sigue siendo,de lejos,lo mejorcito en Netflix.Llevo dos episodios y los dos me han parecido magníficos.