Gastronomía Ocio y Vicio

¿Qué comían los dictadores (y otros gobernantes)?

El gran dictador 1940 Imagen Warner Home Video
El gran dictador, 1940. Imagen: Warner Home Video.

Un gourmet de los pies hasta el cuello. Así era Mao Zedong. Un exquisito que satisfacía sus gustos culinarios con la misma mano que gobernaba a su país: le encantaba el pescado fresco y exigía que se lo trajeran vivo desde cualquier parte, aunque tuviera que atravesar kilómetros. Lo metían en una bolsa de plástico con agua y listo. Más o menos los mismos remilgos que tenía Kim Jong Il, el anterior dictador de Corea del Norte, que también viajaba la distancia que fuera por comer pescado fresco y que no se cortaba un pelo en gastarse medio millón de euros —al cambio— en coñac.

Todas estas excentricidades de los dictadores se conocen hoy porque así lo han contado sus cocineros. Fíate tú de estos profesionales que parecen estar todo el día entre fogones y a lo suyo, pero no. En los últimos años han aparecido varios libros que son puras confesiones de estos chefs que convivieron durante décadas con estos personajes, que tuvieron que sucumbir a sus gustos extraños, y que luego, claro está, se han cobrado su tajada (por seguir con la metáfora gastronómica). Y no son revelaciones baladíes: así comes, así eres, que es casi lo mismo que el refrán «dime con quién andas y te diré quién eres». Porque no es igual, incluso hoy, tirar más de tasca y de caña de barril que dejarte la tarjeta en el restaurante más «in». Tu carta gastronómica es casi como tu carta astral y si te gustaba gasear a millones de personas en un campo de exterminio, seguro que algo rarito con la comida también eras.

El último libro que desvela cómo comían nuestros dictadores del siglo XX es el ensayo Dictators’ Dinners: A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants, de Victoria Clark y Melissa Scott, que acaba de ser publicado en el Reino Unido. En él se desmenuza cómo estos gobernantes se mostraban en la mesa y también cómo trataban a sus comensales. Y hay anécdotas para todos los gustos.

Comencemos por Adolf Hitler, que ya era un joven algo extraño mucho antes de darle la puntilla a Hindenburg para que le nombrara canciller de Alemania en 1933. Se ha repetido hasta la saciedad que era un vegetariano de pro —con ese rostro de acelga no podemos pensar en otra cosa—, pero las verdaderas razones no están en que se empalmara con las verduras, sino que sufría una flatulencia atroz, gases continuos y malestar intestinal. De hecho, llegó a tomar hasta veintiocho medicamentos para tratar su dolencia, uno de ellos, según cuentan Clark y Scott, hecho a partir de excrementos de campesinos búlgaros.

Pero hay más detalles: según contó en 2013 en la televisión austriaca Margot Wölk, una de las muchas catadoras de comida que tuvo durante la II Guerra Mundial, «nos daban arroz, fideos, pimientos, guisantes y coliflor». Lo que viene a ser una comida casi de hospital. Frugalidad hasta decir basta. Eso sí, Hitler exigía que las catadoras probaran antes tales manjares y si no se morían en los cuarenta y cinco minutos siguientes entonces el dictador atacaba el plato.

No obstante, a veces Adolf se soltaba el pelo e introducía algo de color a la hora de comer. Un artículo de The New York Times publicado en 1937 confirmaba que, en ocasiones, el dictador solía comer jamón, caviar, pescado y huevos. Es decir, tampoco llegaba a vegano el hombre. Ahora bien, se cogía unos cabreos tremendos si la comida no le satisfacía por el sabor o su temperatura. Como casi en todo, comer con esta figura no debía ser ningún plato de buen gusto. Habría sido interesante preguntarle a Eva Braun cómo soportó aquello, aunque igual no hubiera servido de mucho: el amor no atiende a razones y la alemana andaba coladita (esto sí podría ser de psiquiátrico).

La frugalidad de Hitler, sin embargo, no es la constante en los dictadores de nuestra era. Casi al contrario. Lo normal es que se pusieran hasta arriba. Que no faltara de nada. Y de todo, lo mejor, que para eso eran la autoridad y el país, su propiedad. Ese era el caso del georgiano Josef Stalin, que en cuestiones culinarias nunca abandonó su tierra. Como revelan Clark y Scott, lo que realmente le pirraba eran las largas sobremesas. Las comidas podían empezar a las cinco de la tarde y terminar a media noche. Solía reunir a sus amigos o enemigos políticos en su dacha de Kuntsevo y atiborrarlos con todo tipo de suculencias de Georgia. Y era obligatorio comer y beber. Así es como Stalin les tumbaba. Precisamente, Nikita Kruschev reveló años más tarde que tras una comida tuvo una incontinencia imparable; y el mariscal Tito no pudo evitar tener que vomitarse casi encima tras el atracón staliniano. Otra forma de tortura.

En cuanto a los alimentos que Stalin disponía en la mesa, su obsesión es que fueran frescos. Todo un foodie, el amigo. Lo habitual eran los pescados, sobre todo el llamado salmón de Siberia, que solo se puede encontrar en esta zona y que sigue siendo un codiciado manjar. Y de los caros. Todo ello se regaba con vinos de Georgia y con múltiples variedades de vodka y de coñac. Evidentemente, después de tal atiborramiento o firmabas el acuerdo que Stalin te exigía —la cogorza podía ser monumental— o te ibas al baño directo, o ambas cosas a la vez. Lástima que entonces no pudieran tirar ni de Almax ni omeprazol.

Pero siguiendo con la órbita soviética, el antes mencionado Tito tampoco se cortaba con su excentricidad, aunque este era más del mundo vegetal y le daban cierto repelús los alimentos sólidos. Digamos que era más de sopitas, las cuales en su país —y aún todavía en toda la antigua Yugoslavia— son una delicia. Como cuentan Clark y Scott, le gustaba beber zumos de verdura, eso sí, mediante una pajita, ya que no podía tocar nada sólido. Le daba cosa eso de la textura.

Y vamos un poco más hacia el este con el rumano Nikolás Ceausescu, uno que no se andaba con tonterías de texturas ni de pajitas. A él lo que le gustaba meterse entre pecho y espalda eran unos buenos guisos, y a poder ser, con el animal entero dentro. Y rebañaba: que en el plato no quedara ni el pico del pollo. Que sí, que su pueblo podía pasar hambre, pero él, que bastante tenía con dirigirlo, no iba a quedarse tiritando. Igual ante el paredón de fusilamiento en 1989 se acordó de aquellos manjares que ya no iba a probar jamás.

Nicolae Ceausescu 1965 Corbis
Nikolás Ceausescu, 1965. Fotografía: Corbis.

Sin embargo, leyendo las revelaciones del libro de Clark y Scott, donde más sorprende el asunto de la comida es en Asia. Y Mao y Kim Jong Il se llevan la palma. Los dos por tiquismiquis y porque no tuvieron ningún reparo en hacer lo que les dio la gana. Ya he dicho que Mao era de los que quería el pescado fresco aunque viniera del otro punto del planeta, pero hay más. Por ejemplo, para el arroz, no se podía separar la membrana de la cáscara del grano. Y luego estaban los atracones que se metía de cerdo rojo asado, que es una especialidad del centro de China. Este es un plato que se prepara en cubos de carne de su lomo, caramelizados con vino, azúcar y especias picantes. Igual después se tomaba un té chino, pero esto es como lo del cocido y la sacarina. Apañado el dictador sí se quedaba. Normal que después, como se indica en Dictators’ Dinners, Mao se pasara el día en el baño evacuando. Eso sí, también tenía que ser un aseo especial: en una visita a la URSS para ver al camarada Stalin montó en cólera porque en Moscú no tenían el tipo de váter que él solía utilizar habitualmente.

El caso del dictador norcoreano, padre del actual, también es de traca. Al parecer, tenía todos sus granos de arroz individualmente seleccionados y llegó a crear un instituto cuyo objetivo exclusivo era el de inventar los modos de prolongar su vida. Un experimento que muy bien no le salió ya que murió a los setenta años, edad que ni se acerca a la media de mortalidad.

En el libro Yo fui cocinero de Kim Jong Il, el japonés Kenji Fujimoto —nombre inventado, mejor guardarse ciertas cartas— cuenta cómo entró a trabajar de chef personal del dictador en 1988 y cómo descubrió lo verdaderamente detallista que era con las comidas. Por ejemplo, fue el único que se dio cuenta de que en un plato de sushi había diez gramos más de azúcar del habitual. Era un detallista y un sibarita: de Japón tenían que traerle siempre atún y calamar; de otras zonas como Urumqi, en China, venían las uvas y los melones; de Tailandia y Malasia, la papaya y el mango; de la antigua Checoslovaquia, la cerveza; de Dinamarca, la carne de cerdo, y de Irán y Uzbequistán, el caviar. Y que la cuenta corriente siguiera chorreando. Es más, podía tener su bodega llena de los mejores licores del mundo, que solían estar ahí, de adorno. Como si de una metáfora un poco cutre se tratara, esas botellas eran lo mismo que las cientos de estatuas que brotan por toda Corea del Norte. Cuestión de egos y de poder.

En Europa occidental tampoco han sido mancos nuestros dictadores con los asuntos gastronómicos. Hace unos meses se revelaron los menús de Franco en El Pardo y al señor tampoco le faltó nunca de nada. Lo único que era mucho más soseras que sus homólogos internacionales. Al parecer era muy de los tres platos: primero, segundo y postre. Incluso podía zamparse un cocido con todos sus elementos, pero antes incluía una sopa de pescado. Y como buen amante de los guisos, le daba bien a la fabada asturiana que después podía acompañar con un plato de merluza. Para irse directo a la siesta.

Franco amaba el pescado, pero no era tan finolis. Mucho de merluza y de lenguado, que son productos más de toda la vida que el emperador o el atún, como les gustaba a los orientales. Y también le iban los huevos, ya fuera en tortilla o rellenos y con una capa de bechamel por encima. En cuanto a la carne, no solía probar ni el cerdo ni el cordero. Él prefería la ternera, cocinada en medallones y con una guarnición de verduras.

Si dejamos a un lado a los dictadores y nos centramos en gobernantes que llegaron al poder por el voto, también nos encontramos con algunas curiosidades. En 2012 se estrenó la película La cocinera del presidente sobre la mujer que cocinó para François Mitterrand entre 1988 y 1990. Está dirigida por Christian Vincent y está basada en la experiencia real de Danielle Mazet-Delpeuch y en su libro Cuadernos de Perigord, cocina en el Elíseo, donde afirma que el mandatario francés «era un gourmet» que «sabía lo que quería»: estaba enamorado de las trufas. Y con la grandeur por bandera solía pedir platos franceses como la col rellena de capas de salmón y todo tipo de preparados con foie y setas. Lo que buscaba era recuperar la comida casera y más tradicional de Francia, de ahí que contratara a Mazet-Delpeuch para dirigir una cocina en la que se preparaban más de setenta mil platos al año. Como el propio Mitterrand sentencia en el filme (y la cocinera valida como cierto): «Necesito recuperar el gusto de las cosas, quiero reencontrarme con la comida de las abuelas».

Mucho menos gourmet que Mitterrand —y, posiblemente, menos dado al disfrute— fue José María Aznar, al que le volvía loco, no un plato de cocina fusión a lo Adriá, sino los helados de la marca Häagen-Dasz. Así lo cuenta el cocinero de la Moncloa desde 1979 a 2011, Julio González de Buitrago, en su libro La cocina de la Moncloa (para qué vamos a estrujarnos más la mollera con el título). En él se da muestra de que, en general, los presidentes españoles son en la gastronomía bastante de batalla. No hay demasiadas salidas de tono ni nada muy exótico. Casi como si se hubiera seguido el estilo de Franco en el Pardo.

Por ejemplo, Adolfo Suárez y familia eran muy de los platos de cuchara de toda la vida: patatas con carne, lentejas y cocido. Comida castellana por aquello de que la Transición fuera suave (y modélica). No estaba la cosa para hacer experimentos. Con Felipe González hubo un poquito más de apertura, sobre todo en lo relativo a los pescados y la fritura andaluza, pero tampoco mucho más: paletilla de cordero, rabo de toro y mucho jamón ibérico. Españoladas.

Los Aznar, aparte del antojo del helado, trajeron el estilo del nuevo rico tan de moda a mediados de los noventa. Esa modernidad que a la vez es rancia. El famoso «quiero y no puedo» (en realidad, sí podían, pero les faltaba gusto). Fue la época, como desvela el cocinero, en la que más subieron los gastos de cocina: todo se compraba en El Corte Inglés (que en cuestiones alimenticias es mucho más caro que cualquier otro supermercado). Y tampoco parece que fue fácil la relación entre la familia —sobre todo Ana Botella— y los miembros de la cocina. Según se desvela en el libro, las patatas, por ejemplo, jamás podían estar fritas, sino quedarse a medio hacer. Sí, esas cosas de remilgado.

Por último, Zapatero y Sonsoles Espinosa dieron el toque ecológico-vegetariano-vegano a la gastronomía monclovita. Empezaba el nuevo milenio y el verde era el color de moda (en el resto de Europa llevaban años con esto, pero nosotros tardamos en abrazarlo). Se impusieron las verduras y las ensaladas y la carne perdió peso. Una comida casi de dieta, que era lo que perseguía Espinosa. Pelín soseras.

Después de este repaso a la comida de los que han tenido el poder —por las buenas y por las malas— lo cierto es que tampoco se abre demasiado el apetito. En muchas ocasiones da bastante vergüenza ajena.

Kim Jong Un 2014 KCNA
Kim Jong Un, 2014. Imagen: KCNA.

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11 Comentarios

  1. José Naveira

    Adolf Hitler con problemas de muchos gases. Quién lo iba a decir…

  2. Pingback: ¿Qué comían los dictadores (y otros gobernantes)?

  3. Dani Bonzo

    Que alguien me lo aclare, pero yo diría que a Hitler le han troleado con la lista de verduras para no tirarse pedos.

  4. ¡Uy, el asunto de Mao en Moscú con el váter de Stalin trajo mucha cola! Resulta que aparte de que Mao necesitaba que las paredes no tuvieran azulejos con adornos porque le distraían de la labor, pues resulta digo, que a Mao como a muchas personas, le daba reparo poner el culo donde vete tú a saber quién coño lo había puesto. De manera que el tío, se ponía de pie y cagaba apuntando p’abajo. Y la cosa tiró más o menos bien, pero después de una sobremesa de esas de Stalin que cualquiera sabe lo que llegó a comer y beber el chino de lo que el ruso dispuso para sus invitados, Mao subió a su habitación mega-descompuesto. Y en cuanto el tío soltó el taponazo apuntando al váter, la diarrea salió disparada de su gordo culo, decorando las paredes, taza y suelo de un modo dantesco.
    Bueno, es que Stalin estuvo dos días sin hablarle.
    Como este asunto, a pesar de ser poco conocido en Occidente, trascendió a través de radio-macuto por los países asiáticos, sus dirigentes tuvieron buen cuidado en el futuro de no contribuír a desajustes gástricos por parte de sus invitados. Aquí en la última foto, como bien adjunta Paula Corroto (aunque la fecha está equivocada, fue en el 2013), podemos ver a un alborozado Kim Jong Un junto a uno de sus cocineros, mientras observan aliviados las deposiciones que en ese momento emitía Dennis Rodman, invitado del coreano en esos días.

    • Maestro Ciruela

      ¿Stalin estuvo dos días sin hablarle y ya está? ¡Yo no le hubiera vuelto a mirar a la cara ni solos los dos en una isla desierta! ¡Ja, ja, ja, ja, buenísimo!

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  6. Falto lo que come la dictadora admiradora del regimen nazi, la falsa abogada de la Cristina.

    • Tendrian que hacer una nota con las porquerias que comen los opositores en la Argentina que los hace obsesionarse en cualquier tema con la Presidenta. Para mi que comen mucha bilis a falta de votos…

  7. falta la última cena de Mitterrant: el hortelano.

    los hortelanos escribanos, unos pájaros coloridos, pequeños, del tamaño de la mano de una niña, se cogen vivos con mallazos y son alimentados con cereal tras pinchar sus ojos, de modo que estén comiendo todo el día, en oscuridad perpetua. Se despluman vivos y se ahogan en un buen armagnac y después, simplemente, se procede a asarlos.

  8. Me ha faltado la referencia de que Adolfo Suárez, durante sus años en la Moncloa, subsistió a base de tortillas francesas, café y cigarrillos

  9. Porkloro, , , , "el intrínseco"

    Recuerdo cierto político de los modernillos de ahora, al que se le antoja antes de cada comida un enema y unos supositorios de ajo, sera que la pseudoizquierda necesita de cosas raras.

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