Política y Economía

La psicopolítica y la necropolítica que vienen

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El triunfo de la Muerte, de Pieter Brueghel el Viejo.

Pocos libros pueden resultar más tentadores e interesantes para entender la crisis del coronavirus y la deriva totalitaria de los Estados que Psicopolítica de Byung-Chul Han. El filósofo coreano —una de las grandes figuras de la filosofía junto con ese inclasificable meme andante llamado Slavoj Zizek— ha sido una de las figuras intelectuales más socorridas durante la pandemia. El artículo que escribió en El País el pasado 27 de marzo de 2020 es lo mejor que he leído. El estilo incisivo, sentencioso y cortante, alejado de la retórica inflada de los posestructuralistas, se ha convertido en una de sus señas de identidad. Recuerda a Nietzsche en sus aforismos, al Guy Debord de La sociedad del espectáculo y a Baudrillard en El crimen perfecto —«ya no tenemos los medios para parar los procesos que se desarrollan sin nosotros», concluyen ambos—. En todos sus textos late una preocupación por la sociedad del espectáculo manifestada en el «neoliberalismo digital», que tiene su máxima expresión en una «agonía del Eros» como producto de la objetivación de los cuerpos y en el fenecimiento del alma y de la identidad humanas. Pero quizás sea Psicopolítica el texto que mejor refleje los nuevos cambios en materia de biopolítica que, de un tiempo a esta parte, con la pandemia como telón de fondo, se están llevando a cabo en todo el mundo.

Capitalismo y esquizofrenia: capitalismo afectivo y el comercio de la emoción

Capitalismo y esquizofrenia fue, seguramente, la obra de mayor trascendencia de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Deleuze y Guattari quisieron, en la década de los ochenta, en el marco de las revoluciones neoliberales, y siguiendo el esquema kantiano de la Crítica de la razón pura, elaborar un marco teórico sobre la alianza entre capital y deseo. Aunque el objeto, en primera instancia, era el marco del psicoanálisis como instrumento de dominación capitalista, posteriormente fueron ampliando su marco de acción para hacerlo extensible al control de nuestros anhelos y caprichos. Los autores proponen un análisis del capitalismo fundamentado en una red de conceptos: «máquinas deseantes, sociales, y capitalistas», «desterritorialización», «esquizofrenia», etc. Términos a los que Han les ha dado un nuevo giro de tuerca en su obra. Entrando en materia, el capitalismo afectivo ha sido uno de los grandes triunfos del sistema liberal desde el siglo XXI: «El capitalismo industrial muta en neoliberalismo o capitalismo financiero con modos de producción posindustriales, inmateriales, en lugar de trocarse en comunismo». El neoliberalismo, para el autor, «y no la revolución comunista, elimina la clase trabajadora sometida a la explotación ajena. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Somos nuestro propio amo y esclavo». 

El capitalismo afectivo introduce un régimen de control sutil: prescinde de la coerción directa para, mediante la seducción, conquistar cada parcela de la existencia humana. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego o la comunicación. No resulta práctico explotar a alguien en contra de su voluntad, por ello, en la explotación ajena, el producto final es exiguo. Explotando la libertad se genera mayor rendimiento del individuo. El sistema capitalista optimiza resultados jugando con las emociones para obtener mayores índices de productividad y de rendimiento. La racionalidad, como escribe Han, «se percibe como coacción, como obstáculo. De repente, tiene efectos rígidos e inflexibles. Ser libre implica incluso dejar paso libre a las emociones». El hecho de que hay que ser competitivos no es solo un elemento económico, sino que es un elemento cultural, de transformación cultural y ahí está la famosa frase de Margaret Thatcher de «la economía es el medio, el objetivo es cambiar el alma». Occidente está repleto de «coaches», de trabajadores dedicados al «coworking» o al «networking», que son  «proactivos» y «resilientes».  En esta pandemia se exalta precisamente el ritmo desenfrenado de la producción cuando las condiciones sociales y económicas de muchos ciudadanos son pésimas.

Lo fiamos todo a una «cultura del esfuerzo» que puede ser falaz puesto que obvia factores económicos, sociales, personales y políticos que impiden que muchos sujetos consigan sus objetivos. Como subraya el ensayista y poeta Alberto Santamaría, «el neoliberalismo ha tocado el nervio humano en la medida en que ha llevado al ser humano a una precariedad psicológica y emocional, que ha generado un problema. Por ejemplo, la felicidad ha pasado a ser clave en todos los debates». Ideas que recuerdan enormemente a las de la citada Psicopolítica del autor coreano, sobre todo a la explotación de la emoción como el más eficaz y mejor modo y medio de producción. ¿Un ejemplo? El ya conocido «saldremos más fuertes» del Gobierno de España. El neoliberalismo actual, en palabras del filósofo coreano, «presupone las emociones como recursos para incrementar la productividad y el rendimiento. La racionalidad se percibe como coacción, como obstáculo». Gracias a estas técnicas propagandísticas, nos volvemos más volubles ya que la emoción camina de la mano con la libertad. El capitalismo afectivo se sirve de la falsa conciencia del libre albedrío. Se celebra la emoción como una expresión de la subjetividad libre. La técnica de poder neoliberal explota esta subjetividad libre. Los ciudadanos se alientan los unos a los otros a ser positivos; y la psicología positiva se instaura como un brazo armado del liberalismo. 

La felicidad es un proyecto, una idea que requiere atención permanente. Si no se es suficientemente inteligente o hábil para conseguir cada uno sus metas, la culpa es de uno mismo, porque el sistema pone a cada uno los mecanismos necesarios para su desarrollo. Esta función está siendo explotada por los gobiernos en pandemia. Se vende la tragedia como una oportunidad de crecimiento, incluso cuando las propias condiciones laborales de los ciudadanos llevan décadas en entredicho.  La realidad es que estamos cada vez más solos. La soledad la encontramos en todas partes y no ha llegado el momento de ponerle fin. Todos aspiramos a diferenciarnos de la masa, convertirnos en objetos de adoración y gozar individualmente de la plenitud de la vida a través de la mirada del otro. Sin embargo, cuando nos esforzamos, lejos de conseguir nuestro objetivo, anestesiamos totalmente nuestra alma. Lejos de construir nuestra personalidad de adentro hacia afuera, lo hacemos a la inversa. En el siglo XXI, el ser humano se ha fraccionado en pequeñas piezas. Por ello romantizamos la soledad, y durante el confinamiento se nos ha insistido en que aprovechemos para estar con nuestra familia. Desde algunos medios de comunicación incluso ha habido eslóganes publicitarios que subrayaban la necesidad de aprovechar estos momentos únicos y dejemos de lado la ansiedad, el miedo, la tristeza: la depresión, a fin de cuentas. Se nos exige que nos hagamos cargo de nosotros mismos y superemos nuestros traumas. Con la «happycracia» aislamos las emociones del trabajador, le colocamos a su alrededor un cordón sanitario, queremos que viva el «aquí y el ahora». El mapa emocional generado por el daño no importa. Las cicatrices de cada uno se «trabajan» y se han de «superar» a riesgo de representar un peligro y un ser extraño para la comunidad. En la biopolítica actual, en la que uno es una bestia de carga, las emociones pueden ser molestas. Por eso hay que eliminarlas. 

La esterilización cognitiva se realiza creando una máquina sin sentimientos a partir de una masa informe. Las máquinas funcionan mejor cuando se desconectan totalmente de sus emociones y sentimientos para que el ser humano como empresario de sí mismo sirva a los demás. No es casual que estemos en una sociedad cada vez más medicada y en la que las enfermedades mentales crezcan: atomizar al individuo, considerarlo un sujeto de rendimiento implica enormes desconexiones con su entorno y consigo mismo. En el Occidente actual, gran parte de los trastornos psicosomáticos nacen de la conversión de la persona en sujeto de rendimiento, como ha ido sucediendo desde que estalló la pandemia. La crisis del coronavirus ha deteriorado aún más los lazos comunitarios. Estaremos mucho más tristes y más solos y, seguramente, muchos nos dirán, cuando todo esto haya pasado, que tenemos que estar felices, ignorando lo que viene. Nicholas Christakis apunta que tras la pandemia habrá una época de desenfreno sexual y económico. Manuel Arias Maldonado, filósofo español, en Teoría de la pandemia, escribe que «entra dentro de la lógica humana pensar que el fin de una tragedia conduce al festejo». Habrá que hacerse la pregunta de cuánta gente estará dispuesta a celebrar el fin de la pandemia cuando haya perdido su negocio, su trabajo o a varios familiares por culpa del virus. Habrá que valorar las depresiones, los ataques de pánico, de ansiedad o el estrés postraumático como consecuencia de lo sucedido.

Capitalismo y esquizofrenia: el fin de la privacidad y El círculo

La inteligencia artificial puede influir en los aspectos cotidianos. Ahora es posible rastrear y analizar cada movimiento de un individuo al instante. El gobierno chino está instalando cada vez más cámaras en las calles y en los edificios públicos y está potenciando los algoritmos de reconocimiento facial para captar datos de sus ciudadanos e identificarlos más fácilmente. De hecho, este es el tipo de información que va a impulsar el sistema de crédito social de China, que espera que dé a cada uno de sus mil cuatrocientos millones de ciudadanos una puntuación personal basada en cómo se comportan, si fuman en espacios públicos no habilitados para fumadores o qué tiempo emplean jugando a videojuegos. Si esta medida se ha implantado en el gigante asiático, que se haga en otros lugares del mundo es cuestión de tiempo. Estos avances impactarán enormemente en el ordenamiento jurídico de los Estados: la colisión de derechos fundamentales como el de la intimidad o la libre circulación entrarán en conflicto con la «seguridad nacional» o la ya célebre «razón de Estado». Gracias al Big Data, China está construyendo ese gran Estado totalitario que denunciaron escritores como Arthur Koestler o Vasili Grossman.

Mientras escribo este texto pienso en El círculo, como una de las novelas, —dejando de lado 1984 o Un mundo feliz— que mejor ha reflejado la impostura y represión de los regímenes de vigilancia del poder estatal a través de la tecnología. Publicada en 2013 por David Eggers, ofrece una imagen de nuestras experiencias digitales diarias, ayudándonos a imaginar una sociedad en la que la esfera privada haya desaparecido del todo. La protagonista de la novela, Mae Holland, llega al Círculo: una empresa tecnológica que se compone de  multitud de restaurantes, gimnasios, laboratorios de investigación y opciones recreativas, así como de modernos edificios de oficinas de alta tecnología y salas de conferencias; sin embargo, en poco tiempo, Mae comienza a sentir que su estancia en el Círculo no es como lo imaginaba: los lazos personales apenas existen y, si los hay, se forjan para el beneficio de la empresa. Deseosa de ser aceptada, deja de lado su vida privada y empieza a preocuparse por  tener un perfil atractivo en las redes sociales. El campus de la novela parece un cruce entre Google, Facebook, Netflix o Tesla. Ofrece atención médica gratuita, entrenadores personalizados, alojamiento, así como los últimos teléfonos inteligentes y tablets para todos sus empleados.

El objetivo en El círculo es el mismo que el de Elon Musk, Bill Gates o el de Steve Jobs: utilizar la vertiente seductora del capitalismo para llevar a cabo actividades filantrópicas que enmascaran un mesianismo y un ego sin precedentes. Todos desean salvar el mundo creando herramientas que pongan de relieve sus buenas intenciones como prevenir secuestros o vigilar a los líderes políticos. Pero la otra cara es que la ansiedad se reproduce en la empresa debido a la obsesión por ser productivo. Se comienza creando una «cultura de empresa» en la que todos los trabajadores entregan su alma para un proyecto superior.

El círculo refleja lo mucho que adora la era digital el intercambio de información: tiene una visión social y un código moral distintos de los que hemos conocido. Compartir datos encarna una nueva cultura social, en la que cualquier esperanza de mejora se deberá a las innovaciones tecnológicas. La información perfecta podría ofrecer una respuesta tecnológica adecuada a los mayores desafíos de la humanidad: cambio climático, crimen organizado, violencia intrafamiliar, corrupción gubernamental y en la lucha el coronavirus. Pero la información perfecta requiere participación y total transparencia por parte de todos. Por lo tanto, compartir información se convierte en una obligación civil y un imperativo ético. Los eslóganes de El círculo declaran que «la privacidad es un robo», «los secretos son mentiras» o «compartir es cuidar». La falta de participación se considera egoísta, desconsiderada y antisocial. Las preferencias del individuo sobre su intimidad ya no importan: interesa su posición en la red, que se conecta con la de los demás trabajadores para conseguir beneficios. La pujanza del nuevo gobierno corporativo durante la pandemia logra que nos enfrentemos a una serie de poderes todavía difíciles de precisar.

Para maximizar los beneficios, las empresas tecnológicas tienen que facilitar contenido violento. El engagement propicia la aparición contenido que genere la mayor respuesta de tantas personas como sea posible. Esto desencadena automáticamente principios algorítmicos que generan un comportamiento extremo o emocional a través de contenido emocional igualmente extremo. Uno de los grandes triunfos del sistema liberal actual es la de haber convertido al ser humano actual en su propio empresario y haber puesto toda su psique a su servicio. Para el filósofo coreano, el capitalismo «no nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias; esto es, contar nuestra vida». Pensamos que el siglo XXI nos conducía hacia la democracia cibernética y el libre acceso al conocimiento y, en cambio, hemos acabado con una especie de feudalismo construido, paradójicamente, sobre la libertad.

El coronavirus ha pillado en medio de un cambio de modelo productivo. Nos encontramos en una década en la que el modelo de producción ha evolucionado. La plataforma Zoom marca el modelo para el que nos están disciplinando: «Estamos frente a un cambio de la importancia de la transición del fordismo al toyotismo. Este cambio tiene el objetivo de inmovilizarnos lo suficiente para no detener la producción y el consumo, pero sí reducir la propagación del virus humano, el cual se ha inoculado en el medio ambiente haciéndolo inhabitable y cada vez más devastado para su aprovechamiento. Una microeconomía del autoencierro está ya en marcha, el zoomismo». Continúa el artículo diciendo que «el zoomismo sería el modo de producción a través del autoencierro, el cual además incrementa la plusvalía porque se transfiere a los trabajadores los gastos de operación de las oficinas corporativas: luz, internet, agua y hasta café. Sin traslados ni salidas nos hacemos más productivos. La cuarentena actual nos disciplina para la inmovilidad».

Capitalismo y esquizofrenia: el terror de los algoritmos

Varios son los ejemplos que podemos usar para elaborar un paralelismo entre los algoritmos y el Big Brother orwelliano. El consumo, como hemos manifestado antes, se maximiza y se potencia. No se genera escasez sino abundancia, incitándonos a consumir cada vez más. El principio de negatividad del Estado vigilante de Orwell cede ante el principio de positividad. No se reprimen las necesidades, sino que se estimulan. Y aquí los algoritmos juegan un papel fundamental. Ante esta cultura de exposición del yo en internet, los algoritmos, de la mano del Big Data, escanean cada una de las necesidades de sus ciudadanos. Jugando con nuestros anhelos y frustraciones, miedos y conflictos, proyecta su poder también de forma sutil. «En el panóptico digital nadie se siente realmente amenazado o vigilado. De ahí que el término Estado vigilante no sea apropiado para caracterizar al panóptico digital», escribe Han. La ludificación, en apariencia de las redes sociales, domina al ser humano. Con la lógica de la gratificación de los me gusta y de los comentarios, el algoritmo despliega todas sus técnicas de ingeniería social para destruir la comunicación humana. La microfísica del algoritmo pergeña microacciones que escapan a nuestra conciencia. «El algoritmo pone de manifiesto patrones de comportamiento colectivos de los que el individuo no es consciente. De este modo se podría acceder al inconsciente colectivo», escribe Han, para finalizar añadiendo que «la psicopolítica digital sería entonces capaz de apoderarse del comportamiento de las masas a un nivel que escapa a la conciencia».

Los algoritmos no solo tienen cada vez más peso en el marketing empresarial sino también a la hora de configurar los debates políticos. El Brexit no fue solo un proyecto político: también jugó con los sentimientos y miedos de los ciudadanos británicos, días antes de hacerse oficial la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Lo mismo se puede predicar de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016. Los medios de comunicación, así como los departamentos de comunicación favorables al Brexit y a Trump, llevaron a cabo una intensa campaña de crispación social. Las fake news se ha amplificado con las redes sociales. Ya no queremos debatir con nadie que piense distinto a nosotros. Ahora mismo, los debates judiciales son intensos en Occidente sobre los delitos de incitación al odio cometidos en las redes sociales: por un lado tenemos la visión de muchos juristas de proteger el discurso, la deliberación pública, independientemente de su virulencia y, por otro lado, quienes valoran más el daño que pueda generar al núcleo social. 

El control de las redes sociales no solo lo encontramos en las dictaduras: también las democracias, con la extrema derecha y la extrema izquierda en parlamentos cada vez más fracturados, desconfiadas ambas de los sistemas democráticos, a menudo usan estas herramientas para intentar cercenar la libertad del contrario. La dimensión de las guerras culturales cobra su máximo apogeo en Twitter y Facebook, amplificándose el «ellos» contra «nosotros». La pandemia ha sido otro pretexto para incidir en ese control. Eso también es psicopolítica. Y ni Twitter, Facebook o YouTube rinden cuentas por ello. La psicopolítica propicia que millones de sujetos neuróticos y atormentados lancen noticias sin contrastar con el fin de generar pánico. La masa deviene en sujeto político. Se vuelve cínica y atormentada. Los contratos sociales se han deteriorado. Cuanto más temerosos estamos, más necesitamos tirar de prejuicios y de categorizar para sentirnos más seguros. El nihilismo de nuestros tiempos es la respuesta al descrédito político, el retrato de una bancarrota social. Nos sirve para reconocer nuestra época y entender los días grises que atraviesan el ser humano y la vida pública. Durante el desarrollo de la crisis, hemos asistido a la consolidación del chivato de balcón, ese émulo de Robert de Niro en Taxi Driver destinado a ajusticiar a todo aquel que cometa la osadía de retrasarse a la hora de bajar la basura, o en pasear con su hijo autista. 

Al pasar a un mundo virtual, que es donde esa «masa» se reúne, prácticamente, vamos hacia un estado de privación radical del Otro y de cualquier otra idea. Nos mudamos a un mundo en el que las ideas, los sueños, las fantasías o las utopía serán erradicadas. Nada sobrevivirá. Ni siquiera tendremos tiempo suficiente para procesar lo que acontece, porque lo virtual ha perfeccionado la muerte del símbolo de la seducción, de la ironía, y ha acabado también con la narración del hecho, y la congruencia empleada en el razonamiento lógico. En un mundo en el que, como decía antes, se exalta cada vez más la emoción en detrimento de la razón, la red ha dado pábulo a que, en las discusiones, partan de la premisa de que cada uno puede decir lo que quiera aunque esté errado, simplemente, porque se siente de tal manera. Y pobre del que alce la voz. Chul-Han escribe en La sociedad de la transparencia que «la discursividad de la transparencia es una coacción sistémica que pretende apoderarse de todas las acciones sociales productoras de sentido, sometiéndolas a un profundo cambio para hacerlas uniformes, operacionales y optimizadas en transacciones de eficiencia. Para lograrlo es necesario despojar a la acción social de cualquier negatividad de lo otro o lo extraño, rechazando cualquier tipo de alteridad, pues esto perturba y retarda la lisa comunicación de lo igual». Claro, «la sociedad positiva propugna por una igualdad de entendimiento, una igualdad «transparente»; por el contrario, la sociedad negativa, mediante la autonomía, busca aceptar en el otro lo que no entendemos, formando una igualdad opaca». 

Los algoritmos han captado la lógica posmoderna de la sociedad actual. Esa tendencia hacia «lo igual» es captado por la máquina, que revela nuestros comportamientos, haciéndonos de espejo, aprovechando la virulencia del contenido para maximizar resultados y analizar patrones de conducta. Las empresas tecnológicas necesitan mayor conectividad entre los usuarios para facilitar más contenido. Esto desencadena automáticamente principios algorítmicos que generan un comportamiento extremo o emocional a través de contenido emocional igualmente extremo que beneficia al neofascismo. Al someter nuestro cuerpo y nuestras emociones a estadística pura, los algoritmos, como el Big Data, no acceden del todo a nuestras emociones: «No provee ningún material para el psicoprograma de la población. La demografía no es una psicografía. No explora la psique».

En esto reside la diferencia entre la estadística y el Big Data, puesto que «con el Big Data es posible no solo construir un psicoprograma individual, sino también el psicoprograma colectivo, quizás, incluso el psicoprograma de lo inconsciente». El algoritmo, mediante la aplicación de sofisticadas técnicas de manipulación intenta hacer visible la actual sociedad de la transparencia y de la información: «Si todo ha de ser visible, las desviaciones apenas son posibles. De la transparencia surge una coacción a la conformidad que elimina lo otro, lo extraño». Asimismo, «el Big Data no tiene ningún acceso a lo único. El Big Data es totalmente ciego ante el acontecimiento. No lo estadísticamente probable, sino lo improbable, lo singular, el acontecimiento determinará la historia, el futuro humano. Así pues, el Big Data es ciego ante el futuro». 

En el siglo del «solucionismo» tecnológico, la máquina solamente se encarga de sustituir a la política. Reproduce la misma lógica que el sistema liberal: el fin de la historia. Como Deleuze escribió en su momento sobre el capitalismo, la máquina se ha convertido en la verdad universal a la que todos tenemos que creer. Es la encargada del control social. Conoce nuestros deseos y preferencias. Ha sustituido las formas tradicionales de control de los espacios abiertos y desterritoralizados, por un poder invisible. A diferencia de lo que sucedía en la sociedad disciplinaria, en la sociedad actual de control, el énfasis del control no radica en controlar las salidas de los individuos de las instituciones, sino su salida. Mientras en épocas pasadas, los crímenes se basaban en la coacción, hoy, bajo la apariencia del libre consentimiento toda injusticia se puede perpetrar apelando a la «libre elección del individuo». 

Tanatopolítica y necropolítica: el comercio del dolor

En este marco de neurosis colectiva, la «necropolítica» y el comercio de los muertos del dolor y del espectáculo, se han apoderado de la vida pública desde la pandemia. La necropolítica define con precisión las formas tomadas por los recortes en sanidad, educación y ayudas para la dependencia en Occidente, tras la gran recesión. Su máxima es dictaminar qué vidas son dignas y cuáles no sobre las bases del racionalismo económico. Su resultado es la privatización de todos los servicios públicos, una política que aúna la pobreza masiva y la división de clases. Achilles Mbembe fue quien inventó el término necropolítica para hacer referencia a esta variante del capitalismo en su libro Necropolítica. La pandemia cambiará la forma en que nos relacionamos con nuestro cuerpo, puesto que este se ha convertido en una amenaza para nosotros mismos y para la sociedad: «Ahora todos tenemos el poder de matar. Una potestad que ha sido completamente democratizada. El confinamiento es, precisamente, una forma de regularlo», declara Mbembe.

También el virus supone una vuelta de tuerca al concepto de la Nuda Vida del filósofo italiano Giorgio Agamben, como la vida expuesta a la muerte mediante la violencia del soberano, del Estado, quien decide, mediante un estado de emergencia, qué vidas tienen más valor que otras. Agamben lo explica de esta manera: «[…] Tal vida se sitúa en cierto modo en la encrucijada entre la decisión soberana sobre esa vida suprimible impunemente y la asunción del cuidado del cuerpo biológico de la nación, y señala el punto en que la biopolítica se transforma necesariamente en tanatopolítica».

Otro debate que evoca la necropolítica es la cuestión de cuál debe ser en este momento la prioridad de la política: salvar la economía o salvar a la población. Los gobiernos de Jair Bolsonaro y de Donald Trump han sido un ejemplo. La necropolítica busca transformar a los seres humanos en mercancía según la lógica de los mercados. Es una nueva variante de la biopolítica de Foucault, en el que vida pierde toda su esencia y las instituciones financieras —como el Fondo Monetario Internacional— manejan la economía de un país. Mbembe habla en su libro de habla  de una «economía de concesiones», hecha de «monopolios lucrativos, contratos y acuerdos secretos y favores ilícitos que lejos de suponer una  marginalización, consisten en una unión y solapamiento de las «redes internacionales de traficantes e intermediarios extranjeros y los negociantes y tecnócratas locales». Ya no solo opera en el Tercer Mundo. Occidente, actualmente, es la máxima expresión de la necropolítica. El coronavirus está demostrando la ausencia de cohesión de las instituciones de los Estados europeos en la actualidad. Sin apenas clases medias tras el fin de la gran recesión, el deterioro institucional será mayor. La pésima gestión de la pandemia por parte de una Unión Europea que sigue sin enterarse de qué va esto el último espectáculo de las vacunas ha sido dantesco alimenta la sensación de que ni hay plan ni hay alternativa a lo que ofrecen desde Bruselas y Estrasburgo.

En el régimen biopolítico actual, la epidemiología, de la mano del solucionismo, es una de formas más completas de la influencia ejercida desde finales del siglo XIX en las ciencias sociales. Como bien apunta Roberto Expósito, se está produciendo un doble proceso de medicalización de la política y politización de la medicina: «La política, desvaneciendo sus coordenadas ideológicas, ha acentuado cada vez más un carácter protector contra riesgos reales e imaginarios, persiguiendo temores que a menudo se produce a sí misma». El biocapital construye una «fórmula de capitalismo que hará más que evidente la enorme brecha existente entre los Estados occidentales y los del Tercer Mundo: los primeros podrán acceder a las últimas innovaciones en la materia, y los últimos, no. El virus entiende de clases. ¿Todavía hay alguien que piense que nos hará mejores?

Las palabras de Aristóteles sobre los contornos cada vez más difusos entre oligarquía y democracia —«el hecho de que unos pocos o muchos gobiernen es accidental para la oligarquía y la democracia: los ricos son pocos en todas partes, y los pobres, muchos»— son una prueba de hasta qué punto, un nuevo mundo globalizado, con comunicaciones al instante, en el que cada vez surgen más oportunidades, presuntamente, de prosperar, pueden acotar cada vez más las diferencias entre democracia, libertad y progreso, beneficiando a una élite a la que poco le importa la existencia de un gobierno democrático, así como de una dictadura, porque sus derechos seguirán intactos. Las diferencias entre oligarquía y democracia son mucho más sutiles de lo que pensamos. La democracia necesita clases medias fuertes. Y para la democracia liberal, la sociedad se ha de estructurar de tal forma que la ciudadanía pueda subir y bajar del escalafón social. Sin embargo, en vez de separaciones bien definidas entre clases, lo que tenemos son muchos tonos grises, con la mayoría de la gente arracimada en el medio. Fuera de esa franja estrecha la democracia es un fraude. 

A medida que aparezcan nuevas y amedrentadoras formas de estratificación económica —el coronavirus acentuará más esa brecha entre «señores» y «vasallos»— y social en un mundo cada vez más basado en la capacidad de manejar y analizar cantidades ingentes de información, también puede emerger una nueva política para nosotros, menos parecida a la que imaginaron los teóricos de la democracia. Antiguamente, la brecha que separaba a gobernantes y gobernados radicaba en su formación: los gobernantes a menudo eran personas que guiaban a las masas analfabetas. Pero esa élite intelectual hace tiempo que fue sustituida por las élites económicas, con lo que esos abismos análogos entre gobernantes y gobernados se diluyen gracias a la globalización. Fosas en las que las decisiones de los gobiernos pueden no ser tan significativas como décadas atrás. La pandemia ha llegado en un momento histórico en el que, en política exterior, el Estado nación está resurgiendo y acelerando el desgaste de las organizaciones internacionales —el Brexit ha herido de muerte a la Unión Europea, la OTAN, en palabras de Macrón, «está en muerte cerebral» y la ASEAN se muestra incapaz de hacerle frente a China— o la aparición de hegemones a nivel regional en el Pacífico y Oriente Medio, como China e Irán. Es posible que la política exterior actual no sea ni «moderna» ni «posmoderna» y sí más «clásica»: antiguas potencias imperiales como Rusia, Turquía, India e Irán —además de China— están creciendo cada vez más, desplazando el eje de la política de Europa a Oriente Medio hasta llegar al Sudeste Asiático. 

Que Joe Biden haya ganado las elecciones estadounidenses es una buena noticia, porque puede ser posible que se retome la alianza especial entre los presidentes demócratas con sus correligionarios europeos. Uno de los grandes errores de Trump como presidente fue el de haber abandonado a sus socios europeos e insistir en una política de suma cero con China, en el que una de las dos partes ganaba o perdía. En cambio, un régimen de libre comercio con China habría aumentado la participación americana en el Sudeste Asiático y en el Pacífico, protegiendo a dos de sus aliados estratégicos como India y Japón; un sistema de libre comercio con Europa podría frenar la creciente influencia china en Europa.

El realismo político ama el equilibrio de poder, una perspectiva política arraigada en la tragedia y la aceptación modesta de lo posible. Trump, como iletrado que es, no lo ha sabido ver. Trump, como Obama y Clinton, en su momento, ha obviado que China juega con otras reglas: no aspira a ser una potencia revolucionaria ni a exportar su modelo de Estado. No tiene el idealismo de Europa y Estados Unidos en materia de derechos humanos, porque nunca han tenido una tradición e instituciones que desarrollasen esos derechos humanos. Su objetivo es hacer negocios y llevar a cabo un capitalismo práctico sin alterar el statu quo de otros países. Por ello, la defensa de los derechos humanos y de la democracia liberal en aquel país no es realista; supone no entender la mentalidad del pueblo chino y del confucianismo en particular. Además, las experiencias en Oriente Medio tendrían que haber servido a Occidente en este sentido.

No se puede coger una pizarra en blanco y pensar que lo que vale en Europa y Estados Unidos sirve en otros lugares del mundo. Raymond Aron fue inteligente cuando escribió sobre las «coacciones del pasado» de los pueblos. El arte de gobernar en la actualidad implica aceptar un determinismo parcial que reconozca diferencias obvias entre grupos y regiones, sin hacer apuestas temerarias basadas en la esperanza. La política internacional, a diferencia de la política interior, está rodeada de incertidumbre. La intuición en estos casos juega un papel fundamental. Estados Unidos, con su machacona tendencia a dividir el mundo entre buenos y malos, se asemeja más al espíritu de los monjes medievales que al de Maquiavelo y los pragmáticos renacentistas reivindicados por James Madison, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton.

En el caso de Europa, la falta de flexibilidad de la Unión Europea, su inmovilismo, es sinónimo también de fatiga. Alemania ya no oculta la imposibilidad de que la Unión Europea tenga una política de defensa estratégica autonómica. Esto es la prueba de que en Bruselas reina el fatalismo. Y no es cuestión de ser agoreros: basta con leer la historia para entender cómo funcionan sus ciclos. Las civilizaciones nacen, crecen, tienen épocas prolongadas de bonanza y finalmente decaen. Oswald Spengler lo expresó a la perfección en La decadencia de Occidente. Hay analogías más que interesantes entre el sentimiento de desarraigo que Spengler plasmó en su célebre obra y en la Europa actual, como la reacción de las élites ante las masas y su desconfianza en ellas. La Europa de la década de los veinte y treinta del siglo pasado estaba muerta en todos los sentidos. Hubo potencias vencedoras y vencidas. Pero nuestro estilo de vida había desaparecido en todos los sentidos. Los mandarinatos culturales y políticos de nuestro continente solo prestaron atención a los totalitarismos nazi, fascista y comunista cuando tomaron el poder. 

Las élites de Bruselas, en la actualidad, como las del primer tercio del siglo XX, han dejado de lado los valores europeos. Su discurso no llega. Aburren. Transmiten apatía. No tienen una política que calme el desencanto de los euroescépticos. Ignoran las guerras culturales y están perdiendo la batalla política contra China y Rusia. Como la clase dirigente a la que Spengler referenciaba en su ensayo, la clase dirigente de la Unión Europea parece haber adoptado la indolencia, la resignación y el relativismo moral. Europa debe recuperar el espíritu que le llevó al éxito tras la Segunda Guerra Mundial para afrontar la devastadora crisis económica que traerá el virus. Pero ha preferido seguir apostando por las fórmulas que la han conducido al colapso. Urge un New Deal a nivel europeo, pero no hay en la Unión Europea ni entre los Estados miembros un mandatario que pueda estar a la altura de las circunstancias.

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7 Comentarios

  1. Un artículo alertando de los peligros de la Red que nunca hubiese leido de no existir la Red.

  2. Excelente artículo, lo que describes es lo que se ve dia a dia en los medios españoles, y en redes como twitter. Cero aceptación del Otro, de lo extraño, cero reflexividad.

  3. Hasta ahora me las estaba dejando largas, pero tras esta lectura ya no sé si empezar a cortarme las venas… ¿Alguna solución realista, factible, efectiva, y que mantenga una brizna de esperanza antes de que me desangre?… Por favor…

  4. MacNaughton

    Interesante articulo. Estoy de acuerdo con la falta de visión en Europa, la falta de ambición, la lentitud y apatía: es un proyecto estancado. Lo que están tardando con la vacuna es buen ejemplo, quiero decir…¿como es posible que vamos tan lentos en la UE?

    La politica también se ha convertido en espectáculo – eso se ve muy bien con Ferreras en la Sexta por ejemplo – uno tiene la sensación de que nada de fondo puede cambiarse por la vía de la política.

    Estamos todos enchufados en un gigantesco sistema que está fuera de control. Nadie está al mando, porque no hay mando.
    Nos quedan las migas, la politica al nivel local tal vez… Y si se va otro pais gordo de la UE, cuidado, puede cundir el pánico perfectamente. Los elites lo saben, y por eso no se arriesgan nada.

    Pero el inmovilismo es tal que incluso algo tan obvio como traspasar el parlamento europeo durante un par de decadas al sur de Europa – Barcelona, o Atenas, o Napoles yo que se – ni se plantea. Todas las instituciones están en el Norte. ¿No sería un cambio interesante aquello? Yo creo que si… Algo para dinamizar el proyecto un poco…

    Yo creo que puede haber algo parecido a una estrategia de resistencia al futuro distopico esbozado arriba en el sur de Europa. Desde luego en el Sur del planeta con sus problemas que son de otro orden… y el sur de Europa es la puerta al Sur desde Europa… hay fuerzas de la vida cotidiana del sur de Europa que todavía resisten el proyecto globalizador anglosajón…

    Eso de que vamos a volver a la «normalidad» despues de la pandemia, pues no creo. Desde mi punto de vista, y de mucha gente seguramente, la «normalidad» se fue hace mucho, en el 2008 o por ahí. Y no ha vuelto ni va a volver. Era otra ficción… la ultima ficción: la de la sociedad del consumo y el crecimiento eterno para todos… otra utopia más que se acabó…

    En cuanto a los billonarios del internet como Bezzos y Gates, la tecnologia moderna contiene en su hardware el trabajo manual de billones de trabajadores durante siglos. Sin ese trabajo de siglos, no existe el ordenador ni el internet.

    Es inadmisible por tanto que las ganacias de la tecnología están en manos de unos cuantos billonarios, porque sin la revolución industrial, nadie sabe quien es Bill Gates ni Jeff Bezzos, ni existe Microsoft ni existe Amazon…

    En fin…

    • MacNaughton

      Me gustó aquello de Mark Fisher que esta en «Realismo Capitalista» me parece, que si quieres entender la diferencia entre el capitalismo de antes de 1979-80 y la revolución neoliberal de Thatcher/Reagan ( y en España Felipe Gonzlez) solo hace falta comparar «El Padrino» con «Heat», ambas peliculas de mafiosos.

      Mientras en el «El Padrino» (1972) del capitaimso antiguo existe todavía cierto código de honor, existen todavía lazos de sangre, existen las tradiciones y sobre todo existe la familia, que es el motor de la historia, en «Heat» de Michael Mann, que data del 95, no hay de eso. En «Heat», todo es una cuestión de pasta… y esos dos mundos se ven en los decorados y el aspecto visual de ambas peliculas además…

      O lo que dice Fisher de Joseph K en «El Castillo» y como llama al operador y pide hablar con «control central» y le dicen que no existe control central, solo hay una enorme red de operadores, y como eso es lo que nos pasa a todos con las compañias de teléfono o la banca o el Estado cuando llamamos…. No hay mando…no hay control central… no hay un centro ya del mundo… estamos como Jospeph K intentando entrar al castillo todos los días… objetivo imposible casi…

  5. ya lo dijo quién lo dijo… Mi mundo es otro, ¡¡¡Se acabó!!!

  6. Pingback: #nyws marzo 2021 – #nysmo

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