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Espectros bien parecidos

Espectros bien parecidos (1)
Andy Warhol, Edie Sedgwick and Entourage, Steve Schapiro, 1965.

Esta es una historia de gente que se adelantó a su tiempo o que al menos dio —durante un buen rato— esa apariencia. Esta es una historia de gente que dejó de sentir, personas sin emociones. Espectros bien parecidos, reyes de la anhedonia.

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Pelo corto platinado, ojos redondos y amplios, rasgos angulosos y algo etéreos, una manera de vestir única, con combinaciones impensadas. Muchos dicen que fue la primera It Girl moderna, aunque en ese tiempo la hayan rotulado como Youthquake. Una mujer joven que fascina y atrae a ambos sexos, que durante un tiempo logra ocultar su mundo turbulento, su tragedia.

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Edith Minturn Sedgwick fue la séptima de ocho hermanos. Una familia millonaria que vivía en un rancho enorme y lujoso en Santa Bárbara. El padre era de linaje petrolero; el abuelo materno presidente y accionista de la empresa de ferrocarriles más importante de Estados Unidos. Edie comprendió que debía ser ruidosa para no pasar desapercibida.

En su adolescencia encontró al padre teniendo sexo con una mujer que no era su madre. El padre le dijo que estaba sufriendo alucinaciones: «No viste lo que crees haber visto. No sabés nada. Estás rematadamente loca». 

Si esto fuera una película (una muy triste, un drama) el siguiente sería un plano general de una institución psiquiátrica. El padre internó a Edie. Algunos dicen que fue para que no hablara, para que no lo delatara, para desprestigiar su testimonio. Lo cierto es que a esa altura Edie tenía severos problemas de anorexia, adicciones y un par de intentos de suicidio. Poco antes de que ella ingresara, se mataron dos de sus hermanos mayores. Uno de ellos, con antecedentes de enfermedad psiquiátrica, embistió un ómnibus con su moto. El otro se colgó en uno de los muchos graneros de la enorme propiedad familiar. 

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Al salir del hospital psiquiátrico, Edie se mudó a la costa este. En pocos meses se convertiría en la más rutilante figura de esa especie de nobleza que constituía la noche chic de Nueva York. Llegó a la ciudad en septiembre de 1964. No tenía necesidades económicas: pocos meses antes había recibido un fideicomiso que su abuela había dejado a su nombre para que ella dispusiera del dinero cuando cumpliera veintiún años. Vivía en un departamento de su abuela, un vasto piso de catorce habitaciones. Tenía una limousine con chófer a su disposición, pero Edie prefería moverse en el Porsche de su padre. 

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En diciembre de 1964 se mencionó a Edie por primera vez en los diarios de Nueva York; la imagen que acompañaba la nota no era de su figura hermosa ni de su cara. La foto era la del Porsche que había destruido de madrugada contra un poste de luz. El deportivo quedó convertido en un amasijo de fierros, una masa informe que supuraba aceite y líquido de frenos sobre el pavimento. El epígrafe de la foto decía: «¿Cómo dos personas pudieron salir vivas de ese auto?»

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Edie ya no era Edith. Creía que tenía el mundo por delante y todo el tiempo del mundo. No fue cierto. Dominó Nueva York apenas llegó a la ciudad. Su paso fue fulgurante. Pero breve.

Su apogeo duró menos que su caída que también fue fugaz pero definitiva. 

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Al principio era lo que en ese momento se llamaba una socialité, alguien de clase alta que acude a las reuniones de moda. Su actividad más frecuente consistía en ser el lánguido centro de atención de las mejores fiestas de la sociedad. Y aparecer en las revistas de actualidad y de moda.

Después se cruzaría con Andy Warhol y eso cambiaría todo. 

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El primer encuentro entre ellos se dio el 26 de marzo de 1965. Como no podía ser de otra manera ocurrió en una gran fiesta: Tennessee Williams cumplía cincuenta y cuatro y el productor Lester Persky lo homenajeó en su mansión. Sabían de la existencia del otro y ese día se presentaron. En medio de la música, el alcohol y el cotilleo, Edie y Andy se merodearon, se tantearon, un round de estudio como en el boxeo. 

Después se magnetizaron. 

Eran los dos polos de una fiesta repleta de celebridades, miembros del jet set y millonarios. Sin embargo, ellos dos, Andy y Edie, se convirtieron en el centro de atención, lograron que los invitados estuvieran pendientes de sus movimientos. Todos querían ver si había un desplante, una pelea, si alguno le propinaba una paliza social al otro. 

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¿Quién sedujo a quién? Tal vez no hubo seducción. Tan sólo atracción (no sexual, una de un tipo más profundo, casi existencial pero perversamente frívola). Y necesidad de vampirizar al otro, de obtener aquello que se carece. Modos de supervivientes y narcisistas. Y Andy y Edie reunían ambas condiciones. 

Apenas la vio, esplendorosa al otro lado del salón, Warhol supo que era cierto todo lo que había escuchado sobre ella. Con su voz sin inflexiones y el tono en extremo agudo, exclamó, casi pegando un alarido: «Es muuuuuy her-mo-sa».

Andy Warhol se acercó a ella y la invitó a que pasara al día siguiente por The Factory.

En uno de sus libros, escribió: «La primera vez que vi a Edie me di cuenta que era la persona con más problemas con la que me había cruzado nunca. Y eso me intrigó». 

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El vínculo de Edie Sedgwick con Andy Warhol fue como en todo en su vida: breve e intensa. Duró apenas un año. O un poco menos. Bastó para que filmaran varias películas, animaran decenas de fiestas, aparecieran en cada revista posible. 

Bastó, fundamentalmente, para que se forjara un mito.

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En la primera película de Warhol que apareció fue en Vynil. Nació como una adaptación de La naranja mecánica de Anthony Burgess (antes de Kubrick). Andy mintió que había adquirido los derechos pero no terminó violando la propiedad intelectual de nadie: como de costumbre, la deriva creativa, apenas se pusieron a trabajar, los llevó para otro lado. Originalmente en el elenco solo había hombres. Pero Andy incorporó a Edie apenas la conoció. Ella se limita a estar en pantalla. En un borde del plano, Edie, sentada con sus piernas largas cruzadas, fuma con elegancia y misterio. Después, baila «Nowhere To Run» de Martha and The Vandellas. Las piernas permanecen inmóviles, siguen cruzadas. Solo mueve, como ondas, sus brazos. Pero baila. Es como un árbol bello y frágil cimbreando gracias a la música.

Esa fugaz aparición alcanzó. El público preguntaba quién era esa mujer etérea, extraña, irremediablemente atractiva. Warhol supo que había encontrado a su protagonista. Creyó que ella, por fin, le abriría las puertas de Hollywood. Ya tenía lo más difícil: una estrella, alguien que borraba a los demás de la pantalla. Era como si la cámara tuviera un filtro que anulaba a los otros actores, la escenografía, el paisaje y hasta el sonido. Cine mudo e hipnótico con Edie.

(Continúa aquí)

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