
Las emociones bullen como el agua en una cascada. En pocas horas me internaré en la montaña para convivir con algunas familias cabécares. Se trata de una etnia autóctona de Costa Rica que vive en Chirripó, en el valle del Pacuare, en la reserva de Talamanca, entre las provincias de Cartago y Limón. Han estado ahí desde hace tres mil años y durante la época precolombina establecieron el más fuerte e importante de los cacicazgos del Atlántico en el país. No pudieron ser conquistados por los españoles en su totalidad, por lo que conservan aún esa semilla de independencia y orgullo. Procuran mantenerse lejos del «hombre blanco».
Me advirtieron que fuera silencioso, sutil, respetuoso. Podrían no hablar.
Encuentro con Marine
Pactamos encontrarnos con ella en una gasolinera sobre la ruta 32. Conoce perfectamente a la comunidad cabécar y sería nuestra guía y anfitriona. Al bajar de la camioneta, nos saludó con una sonrisa profunda de bienvenida. Marine Hedstrom Rojas tiene cincuenta y cuatro años, nació en Suecia y es antropóloga. Sin duda, fue su padre, biólogo, quien la inspiró en su esencia aventurera y solidaria. Vivieron en Ecuador y emprendieron varias batallas ambientalistas, procurando evitar la deforestación y la depredación del hábitat.
Llegó a Costa Rica a través de una beca del gobierno sueco. La esperaban sesenta niños, pues creían que habían enviado a una maestra. Trató de explicarle a los padres que no estaba allí para enseñar, ellos le preguntaron si sabía leer y escribir. En ese desencuentro, quedó sellado para siempre su amor a los cabécar. Con una paciencia infinita, con el aporte de algunos lingüistas y un curandero de la etnia, logró construir los textos para la formación de los niños que ellos mismos ilustraron. Una serie de siete libros que hoy el Ministerio de Educación costarricense utiliza en las escuelas para preservar la lengua y la cultura cabécar.
El día que estrechó la mano de André, un joven tico, supo que se casarían. Vivieron diez años sin luz y esperaron cinco a que cayera un árbol para construir la casa y respetar los tiempos de la montaña. Se propusieron vivir del bosque sin lastimarlo. La finca tiene setenta hectáreas. Comenzaron exportando capullos de mariposas a Europa. El proyecto se truncó con la pandemia y la burocracia local. Hoy están criando ganado sostenible y ofrecen el servicio de turismo rural. Tuvieron tres hijas, una de ellas, Valentina, sana caballos que han sido lastimados y los ayuda a superar el trauma.
Ángela Martínez Sanabria
En la falda de la montaña, nos espera Ángela. Sonríe y cautiva con su hospitalidad. Tiene inquietudes y por eso decidió salir de la comunidad. Busca oportunidades, ha hecho cursos de cocina, pastelería, costura. «Allá arriba, las mujeres no tenemos ninguna posibilidad de progresar».
Su hija es la primera de la familia en terminar el colegio. No fue fácil atravesar el rechazo de la comunidad por su deseo de autonomía, ella lo resiste con énfasis porque siente que aquí hay un mundo mejor para su familia. Ofrecen típicas comidas de su etnia. Todos los insumos y utensilios son provistos por la naturaleza y la huerta. El mantel, las fuentes y los platos los ha hecho con hojas de palma. Los vasos y los utensilios se modelaron con bambú. La comida se prepara en un fogón y la expectativa aumenta. Nos sirve como entrada flores de plátano frito, pan de banana. Saben deliciosos. El plato principal contiene varios ingredientes: arroz, una planta que llaman zorrillo, pollo, picadillo de plátano. Hay tres opciones para beber, fresco de hierbas, guayaba y guanábana. Al terminar, saboreamos un postre exótico, fruto de cacao, similar a una semilla con sabor a uva.
Nos relata el modo en que extraían la corteza del árbol «grande» para confeccionarse las prendas. «Los dioses nos vieron nacer desnudos», sentencia a modo de despedida.
Sin embargo, aún hay una historia que compartir, ahora que nos hemos sonreído. Ángela fue alumna de Marine. Caminaba todos los días doce kilómetros para ir y regresar a la escuela. Debía atravesar ríos y enfrentarse a los días de lluvia —dicen que en Costa Rica llueve trescientos sesenta y seis días al año—. Ella llevaba consigo un pequeño secreto oculto en la mochila. Marine veía con sorpresa que el bulto se movía, hasta que descubrió que era un pequeño cerdito, su amigo, quien la acompañaba en el desafío escolar. Fue fotografiada y quedó en la portada del libro de segundo grado.
La tarde se extingue. Debemos marchar aún por un camino difícil, irregular y colmado de piedras para llegar al alojamiento. Siempre encontramos rastros de la lluvia. No hay otra forma de transitar que en vehículos de doble tracción. Pasamos por la iglesia, el salón comunal, la cancha de fútbol. Han intentado ofrecer un espacio para involucrar a los jóvenes y alejarlos de la posibilidad del dinero fácil, con el que ha comenzado a tentarlos el narcotráfico en la zona.
Los últimos destellos de claridad son deslumbrantes. Pueden verse a lo lejos el volcán Turrialba, el mar Caribe y el puerto de Moín.

En el corazón de los cabécares
Llueve torrencialmente. En menos de una hora, nos abraza el sol. Visitamos una comunidad compuesta por varias familias. Continúan con sus tareas, nos miran de reojo. Las viviendas están inspiradas en el cosmos y ellos creen que todos los animales trabajaron en su construcción. El proceso está lleno de simbolismos, su universo toma forma concreta en el U-suré o casa cónica, cuya cubierta equivale a la bóveda celeste. La equiparan con el útero, la matriz de la Diosa Tierra, de donde nace la vida.
Se realizan ceremonias con el fin de curar la casa y protegerla de los malos espíritus. Esta labor la lidera el jawá, el chamán, quien ejecuta una serie de rituales como cantar en el idioma de sus antepasados, bendecir y soplar. La planta es circular, el techo es cónico y llega hasta el suelo. Tiene un poste central, ocho pilares básicos, tres aros estructurales, una sola entrada con cobertizo para evitar las lluvias.
Se amarran las hojas de palmeras con el bejuco real y en la cúspide hay una vasija de barro con el fin de evitar goteras. Cuando está concluida, se celebra una fiesta tradicional con la «chichada», de intercambio y reciprocidad social. Se practica el urá pectoñe («dame o préstame la mano»), un esquema de ayuda comunitaria que supone compromiso de dar y recibir. Se complementa con la danza llamada Sorbón, con cantos en los que hombres y mujeres se entrelazan.
Relatos de la abuela
Nos recibe la abuela líder de su clan, compuesto por treinta y ocho integrantes. El suelo está apisonado con tierra. No hay muebles, solo algunas hamacas y camastros. Algunos niños nos observan curiosos y en respetuoso silencio. Relata que ahora algunos ancianos como ella usan lentes, sus padres y abuelos no los necesitaban.
Hay muchos perros adentro de la casa, también afuera. Menciona que son necesarios para acompañar a los hombres en las cacerías. Los consideran muy importantes para la familia pues contribuyen a conseguir el alimento. Antes todo lo proveía la montaña, nada se buscaba afuera. Sin embargo, ahora muchas cosas se salen a comprar.
Narra que los hombres subían a la montaña para cazar, acompañados de sus perros. Al regresar, ella podía ver si tenían una buena presa sobre los hombros, esa era la señal para comenzar a preparar el fogón y a calentar el agua. Parece describir el mundo antiguo y el contraste que ve con el mundo nuevo.
Se enorgullece de ser la primera mujer cabécar que logra que todos sus hijos estudien y se gradúen en el liceo. Ya hay dos en la universidad.
Una de sus hijas, que tiene veinte años, amamanta a su bebé mientras nos observa. Tiene un celular desde hace cinco años. Esto revolucionó a los niños, que desde entonces se amontonan para mirar ese universo desconocido detrás de la pantalla.
Llega el abuelo
Ernesto ingresa y nos observa, se sienta con autoridad. Es el líder de la familia. Marine nos cuenta que canta. Comienza a entonar una canción de cuna para arrullar a los niños. Explica la importancia de hacerlo en una hamaca, pues la utilizan en el nacimiento y también en la muerte. Debió aprender esos rituales para acompañar a los que mueren. Fue un proceso de más de diez años en el que tuvo que asistir al fallecimiento de cuatro bebés, cuatro jóvenes y cuatro adultos para estar en condiciones de actuar solo. Menciona que algunas costumbres se están perdiendo entre las nuevas generaciones.
Quisimos que Ernesto nos cuente qué sucede cuando alguien muere. En voz baja, casi susurrando, erguido en su silla, nos dice: «Después de ciertos rituales preparamos el cuerpo, lo llevamos a un lugar sagrado en la montaña. Solo se permite el acceso a nuestro pueblo, se reúnen hasta cuatrocientas personas de diferentes comunidades cabécares. El cuerpo se deposita en una hamaca, queda ahí por un año, los pájaros, los animales y el viento hacen su trabajo. Luego regresamos a buscar los huesos y los traemos acá para que se fusionen con la tierra».

Recuerdos de cacerías
Le pregunté qué edad tenía y el rió como un niño. «Creo que setenta y ocho». Marine nos dice que no lo sabe con exactitud. Tampoco utilizan el nombre, se llaman a través del vínculo: padre, abuelo, madre, hermana.
Quise que me contara experiencias de caza. Recuerda que cuando era joven usaba arco y flechas, también cerbatana con unas municiones hechas con tierra y agua. Ejemplifica soplando con fuerza y ciertamente es convincente, semeja un disparo. Relata que en compañía de sus perros iba en búsqueda de animales silvestres como monos, conejos y venados. Le brillaban los ojos al recordar la alegría de colocar la presa sobre los hombros y regresar a la casa para proveer el alimento a toda la familia.
Hace tiempo había muchos animales cerca. Ahora se van alejando y deben caminar más para encontrarlos.
Chocolate caliente para el alma
Caminamos por un sendero angosto con fango. Nos acompañan los perros, la mayoría, muy flacos, y nos cruzamos con patos, gallinas, chanchos. Silenciosa algarabía. Algunas personas jóvenes trabajan en una huerta con herramientas hechas de madera. Le cuentan a Marine algunas noticias de parientes, nacimientos y sucesos que han acontecido. Niños y niñas pequeños nos siguen con curiosidad. Llegamos a otra vivienda y nos sentamos en asientos de madera. El fogón está encendido y hay una pava inmensa sobre el fuego. Están preparando chocolate. Ana nos explica que el cacao es sagrado para los cabécares. En este paisaje deslumbrante aderezan los rituales de su cultura oral con los efectos purificadores del chocolate. Así mantienen vivas sus tradiciones e historias como la que cuenta el momento en que Sibö, la principal divinidad, creó la tierra y el hombre, dios creador de la sabiduría, valores y costumbres indígenas. Es un héroe cultural, que les enseñó qué productos podían comer, cómo sembrar y qué plantas cultivar; estructuró las reglas de su sociedad y dio a los awápa los cantos, el lenguaje ritual y las piedras mágicas.
Trajimos en una bolsa los pocillos de papel para compartir esta ceremonia. Entonces Sibö parece estirar su brazo y su hermana, la Danta, vuelve hasta nosotros para traernos el eterno mensaje purificador del chocolate.
¿Qué sucederá con los cabécares?
Una vez leí que todos tenemos una madre y un padre. También cuatro abuelos, ocho bisabuelos y dieciséis tatarabuelos.
Tenemos antepasados cuyos nombres difícilmente lleguemos a conocer, aunque algo de sus rostros habite en los nuestros: treinta y dos trastatarabuelos, sesenta y cuatro pentabuelos, ciento veintiocho hexabuelos y doscientos cincuenta y seis heptabuelos.
Muy atrás, hay una multitud que de un modo misterioso fluye por nuestras venas: quinientos doce octabuelos, mil veinticuatro eneabuelos y dos mil cuarenta y ocho decabuelos.
En once generaciones, a lo largo de unos trescientos años, cuatro mil noventa y cuatro personas han cooperado, cada una con el aporte de veintitrés cromosomas y un mundo emocional, para que hoy estemos aquí.
Pienso en estas personas, viviendo en las montañas, su tierra, desde hace treinta siglos. Cada uno con su multitud de ancestros, compartiendo costumbres, creencias, rituales a través del tiempo. Respeto su necesidad de mantenerse alejados. Hoy nuestra civilización con su bullicio les muerde los talones. Ellos solo observan a los pájaros alejarse un poco más. Siento que la tierra les pertenece, aunque no conozcan nuestras leyes y tal vez no puedan exhibir escrituras.
Se mantienen puros, resisten los viejos, no desean nuestros celulares ni el dinero, saben que los jóvenes se sentirán tentados con un mundo nuevo. Nos han dicho que eran pobres, yo los he visto genuinos, con una inmensa dignidad. Ellos se sintieron siempre bendecidos, viviendo de la próspera montaña.
¿Resistirán?
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 50 especial Pura vida, ya disponible aquí.

Hay muchas poblaciones en Costa Rica, México, Argentina, Uruguay, Chile, Cuba, Brasil y otro países latinoamericanos mezcla del hombre blanco e indígena que también son felices, no todos los blancos son malos.