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Los videojuegos como método de expresión artística y humana (1): introducción al arte y los videojuegos

videojuegos como método de expresión artística y humana. Imagen Freepik
Imagen: Freepik.

Este ensayo sobre videojuegos como método de expresión artística y humana está dividido en cinco partes que funcionan como textos individuales. Aun así, se recomienda la lectura de todas ellas para su correcta comprensión y entendimiento.

El arte es, de todas las cosas creadas por el ser humano, su mayor representación como especie, criatura y raza; es la esencia misma de lo que somos por el simple hecho de existir. Esto se entiende si observamos que el ser humano, al menos desde que ha pisado la Tierra, siempre ha tenido la necesidad de plasmar sus sentimientos, creencias y formas de razonar a lo largo de la historia. Tiene la necesidad de dejar una huella, y es ahí donde, por primera vez, el arte —como forma de expresar pensamientos o creencias personales en algo que, tanto en lo material como en lo intangible, puede ejemplificar esas ideas o emociones— aparece como manifestación esencial. El arte es, en sí mismo, la forma en que el ser humano ha comunicado lo más importante: su mundo emocional.

Si algo nos diferencia del resto de las especies, no es tanto nuestro intelecto como nuestra capacidad de sentir emociones. Es cierto que los animales también pueden percibir el enojo, la felicidad o la tristeza, al igual que nosotros, pero el ser humano tiene la capacidad de complejizar esas sensaciones. La soledad, el vacío o el amor van más allá de una reacción simple, porque dependen, en gran parte, de la individualidad humana para ser comprendidas. Y si hay una sensación que nos representa por excelencia, esa es, definitivamente, la libertad.

«El humano está condenado a ser libre.» Así se consolidó Sartre (1946) como uno de los filósofos más importantes del siglo XX. Dentro de esa frase se esconde un razonamiento mucho más complejo que atraviesa toda la corriente de pensamiento sartreana, pero lo relevante es que es la propia libertad humana la que nos define como especie. Ese deseo de hacer lo que queremos nos ha llevado a descubrir incluso los secretos más profundos del universo, a lograr lo que parecía imposible y, aun así, a pesar de todo, el ser humano siempre estará regido por su emocionalidad, por su parte sentimental, porque la libertad forma parte de este último espectro.

Comprendido esto, se puede ver que, a lo largo de la historia, el ser humano ha sentido la necesidad de expresar su mundo emocional de muchas maneras. Los descubrimientos científicos y los grandes logros de la ingeniería son, en parte, la conclusión lógica de que la libertad es una parte esencial de nuestra naturaleza, puesto que esta nos impulsa a alcanzar esas metas. Pero ¿qué pasa con las emociones más abstractas, como las que mencionamos antes? Esos sentimientos que nos sostienen en el día a día, que construyen nuestra personalidad y nos diferencian de los demás, han sido y seguirán siendo expresados a través del arte.

Desde las pinturas rupestres, el ser humano ha buscado exteriorizar su mundo emocional, expresarlo y lograr que otros lo comprendan. El arte es la principal vía que tenemos para comunicar aquello que, en un lenguaje común, resultaría tan complejo que su expresión verbal quedaría limitada. Aunque el medio más reconocido del arte sea la pintura —ya que es lo que uno asocia de forma inmediata al concepto de arte— no solo los cuadros pueden ser considerados parte de esta comunicación no verbal y simbólica. Otros medios como la escultura, la arquitectura, la música y la literatura también forman parte de la expresión artística. Cada uno de ellos, aunque tiene sus propias formas y cualidades, sirve para transmitir los sentimientos humanos. Puede que prefiramos un medio u otro, pero no se puede negar que todos son igualmente importantes. Si bien cada forma artística refleja la emocionalidad humana, también es exclusiva y cerrada en sí misma; por eso, con cada época y evolución, las maneras de expresar el arte se han ampliado.

El arte es esto: la forma que tiene el ser humano de expresarse y mostrar esa abstracción que es nuestro cerebro. Por algo ciertas cosas como el amor, la soledad o la libertad son conceptos que cada persona entiende de forma individual y, por ende, mientras nosotros existamos, ellos seguirán siendo estudiados. Ahora bien, lo curioso del arte —y lo que a su vez lo hace tan intrínseco al ser humano— es su propia evolución. No solo desde el punto de vista de cómo un único medio cambia; esto se ha visto en la pintura, con sus respectivos movimientos, dando lugar a subdivisiones dentro del propio medio y permitiendo que cada uno sirva para expresar cosas de manera distinta. Pero voy mucho más allá: el arte es parte del ser humano porque cambia según la sociedad. Si el ser humano está en un momento histórico concreto, o al menos dentro de una determinada forma de pensar, y esta está muy arraigada en dicho contexto, el arte la representará con tal fidelidad que, incluso, podrá ser la forma más accesible para estudiar la propia historia humana. Esta característica del arte es, para mí, lo que lo hace tan fascinante.

Si el arte evoluciona en sus técnicas y en cómo puede representarse en la sociedad, también puede modificarse y ampliar los medios por los que puede ser expresado. Y eso es exactamente el momento cultural que estamos viviendo, y que hemos vivido antes. El arte pasó de ser simples esculturas y pinturas a convertirse, posteriormente, en literatura y música como consecuencia de la necesidad de transmitir sentimientos por otros caminos, pero también para permitir que otros pudieran lograrlo. No se trata solo de tener más medios de expresión, se trata también de la accesibilidad: de poder llegar a ellos y utilizarlos a nuestro favor. Esto ha permitido la proliferación artística en nuestra sociedad y que cada persona sea libre de demostrar sus sentimientos como prefiera. Y dentro de las últimas evoluciones de los medios artísticos nace la que le compete a este ensayo: los videojuegos.

Los videojuegos son un tema complejo en este ámbito, ya que han sido —y siguen siendo— considerados un entretenimiento básico, debido tanto al estigma que arrastran para gran parte de la población como a las propias prácticas de la industria del videojuego, que con frecuencia vende productos que solo buscan generar ganancias y, con ello, han deteriorado la imagen del medio. El simple hecho de referirse a ellos como una «industria» ya es, en sí mismo, una problemática importante. Si bien medios como el cine hoy son considerados formas de arte, no fue fácil lograr que se les separase del entretenimiento, puesto que sufren, en gran medida, la misma problemática que los videojuegos: la comercialización básica.

Aun así, los videojuegos son un medio único, capaz de expresar historias como ningún otro. Detrás de ese gran titán del entretenimiento se esconden obras que han sido concebidas y creadas con el propósito de transmitir algo, del mismo modo que un pintor, al crear su cuadro, piensa en aquello que quiere comunicar y decide plasmarlo en el lienzo. Un videojuego puede lograr lo mismo, aprovechando simplemente las posibilidades del medio que es.

A lo largo de las siguientes páginas se buscará retratar la visión conferida a este pensamiento: uno donde los videojuegos puedan ser vistos y respetados como un medio artístico. Y no quiero sonar como alguien que pretende ofrecer un análisis puramente empírico, sino como alguien que se expresa apasionadamente sobre algo que es muy importante en su vida. Por tanto, el objetivo de este ensayo, dividido en cinco partes, será legitimar el potencial expresivo y artístico de este medio, abordando, entre otros temas, su relación con la filosofía y sus fundamentos artísticos, explorando desde Kant hasta la escuela de Frankfurt; su lenguaje único y cómo su implicancia logra formar parte de la experiencia artística; la integración del diseño y del arte tradicional en este medio para construir experiencias emocionales profundas; la banalización del arte y la coexistencia de lo comercial con lo artístico y el propósito creativo genuino; y, por último, se profundizará, a partir de una experiencia personal, en cómo los videojuegos pueden ser catalizadores de emociones y herramientas de exploración de la condición humana.

La manifestación del arte: desde Kant hasta la escuela de Frankfurt

Como primer punto a abordar, el arte, como bien se dijo anteriormente, se constata como una de las formas que tiene el ser humano de expresar su parte emocional, manifestada de manera mucho más visual o, al menos, contemplativa. Si nos ponemos aún más estrictos y acotamos el propio término de comunicación a un nivel más etimológico, entonces el arte es, como tal, un lenguaje.

Ahora bien, el lenguaje es algo que incluso aquellas especies con capacidades cognitivas menores poseen, aunque sea de forma básica. Los animales emiten señales de amenaza para alejar a otros seres que consideren no bienvenidos; por ende, se están comunicando y, en consecuencia, el lenguaje está presente. Pero no por ello son capaces de comunicar arte propiamente dicho. Para que el arte se manifieste, es necesario, en primera instancia, contar con la capacidad cognitiva de sensibilizarse y generar emociones, no a un nivel instintivo, sino personal. En el momento en que un individuo sea capaz de sentir que él es alguien, un ser y, sobre todo, un espécimen distinto al que está a su lado, exactamente ahí es posible experimentar el arte. Si el individuo consigue este primer requisito, ya podría crear expresiones artísticas.

Pero aquí surge una interrogante muy importante: ¿Dónde está la línea que convierte el lenguaje visual en arte propiamente dicho? ¿Cuál es, exactamente, la cualidad que debe tener una obra para que alguien, al observarla, pueda afirmar que es arte? Este debate se ha mantenido durante muchos años, tanto entre filósofos como entre pensadores del arte. Esto, principalmente, porque aquellos pensadores —la gran mayoría provenientes de siglos pasados— le atribuían al arte una cualidad contemplativa y una forma de expresión única, casi elitista en algunos casos, y, por ende, su visión puede que no sea del todo acertada hoy en día. Más que estudiar conceptos específicos sobre las implicaciones del arte, estos pensadores se centraron en responder preguntas muy abstractas, tanto que sus propias respuestas traen consigo nuevas interrogantes.

Esto no es necesariamente negativo; de hecho, es parte de la esencia y la magia de lo que es la filosofía, puesto que esta última, actualmente, parte de la idea de que nadie conoce nada con certeza y, por ende, es precisamente de ahí de donde surge el pensamiento crítico que cuestiona y busca la verdad. Algunos pensadores más clásicos, como el propio Kant, afirmaron, y cito: «El arte bello es una representación de la imaginación que encuentra su finalidad en sí misma y que, aunque sin concepto, da mucho que pensar» (Crítica del juicio, 1790, p. 45). Es decir, el arte se manifiesta como una representación estética que no busca tener una intención externa. Es en la dimensión personal donde adquiere su significado y su belleza, que es subjetiva y debe ser analizada de manera diferente por cada individuo. En este caso, la visión del arte que se presenta es que este solo existe si ha sido creado con ese propósito, y que tiene un significado y/o una carga emocional detrás de su confección. No existe arte si este no fue concebido como arte desde un principio.

Con esto entendido, podemos comenzar a profundizar aún más en el significado del arte, ya que esta base —aunque uno pueda considerarla correcta o no— es el sustento primordial del pensamiento de los filósofos que vinieron después de Kant y, a partir de ella, cada uno construiría su propia visión, como ocurre precisamente en este ensayo. Kant, si bien plantea este enfoque, no es suficiente para comprender todo lo que abarca la temática, tanto del ensayo como del concepto del arte en sí mismo. Es necesario que otros pensadores sean incorporados para, primero, darle mayor solidez al argumento base y, segundo, alcanzar una visión más completa. Por ello, será necesario acudir a dos pensadores que significaron mucho para la filosofía contemporánea, ambos pertenecientes a la llamada Escuela de Frankfurt.

Si hay un tema que asola a la sociedad actual y engloba por completo lo que le compete a todo medio de expresión artística, ese es la banalización del arte a través de la capitalización de este. En un primer momento, una postura tan apresurada como esta podría entenderse como un juicio directo sobre lo que se cree que es el arte actual y su estado en la actualidad, pero es necesario profundizar en por qué y cómo esta visión se ha instaurado con tanta fuerza hoy en día.

Desde la Revolución Industrial, el capitalismo se ha establecido en la sociedad contemporánea y ha creado un modelo social que, incluso hoy, sigue vigente. Sin entrar en detalles económicos, lo que nos corresponde analizar es su modelo de convertirlo todo en mercancía, de hacer que cualquier cosa pueda ser comercializada y generar ganancias. Y es aquí donde surge el problema que tanto Theodor Adorno como Walter Benjamin —ambos miembros de la Escuela de Frankfurt— exploraron. La comercialización rápida y la venta estandarizada de productos se expandieron a casi cualquier medio existente y, por ende, el arte no sería una excepción.

En la antigüedad, el arte se concebía como algo más elitista. Si bien cualquiera podía expresarse, que una obra artística fuera recordada y considerada memorable era motivo de honor y elogio, tanto que esas imágenes eran enaltecidas por la sociedad de la época. Solo hace falta recordar a aquellos artistas que hoy seguimos admirando del Renacimiento. El arte era cotizado y apreciado; solo unos pocos tenían el poder de acceder directamente a él, especialmente en lo que respecta a esculturas o pinturas que, si no se exponían en museos, eran posesiones de grandes burgueses o formaban parte de la esencia de lugares o construcciones memorables.

Con el poder adquisitivo y la necesidad de obtener beneficios, toda obra que adquiría reconocimiento era rápidamente vendida, y se buscaba obtener ganancia de ello. Con el tiempo, la figura del arte comenzó a volverse algo más comercial, no tanto porque cualquiera pudiera acceder a ella siempre, sino porque se empezó a ver el potencial de este mercado, y miles de obras salían a la venta en busca de dinero, creyendo que ese «arte» estaba a la altura de los grandes.

Esta posición, aunque suene extremista y, sobre todo, elitista, es un problema que sigue presente incluso en la actualidad. Cuál sea su impacto es objeto de debate, pero es innegable que la banalización del arte ocurrió, y que hemos creado una sociedad que otorga la connotación de arte a cualquier obra, aunque esta no tuviera la intención de serlo.

Bajo el escrutinio de Kant, resulta evidente que se ha producido una pérdida global del arte, y eso lo sabían tanto Adorno como el propio Walter Benjamin. Ambos criticaron esta posición que la sociedad había adoptado y realizaron un enfoque muy contemplativo sobre lo que es el concepto de arte y cómo se ha ido perdiendo. Ellos definían el arte como un medio de expresión, pero también como algo que debía tener un significado inherente. A diferencia de Kant, que afirmaba que lo esencial era la intención del artista, estos dos últimos pensadores creían que, además, la obra debía ser comprensible para el espectador, debía permitir que este conectara con los sentimientos del artista y sostenerse ante la crítica. Según esta visión, había obras que, incluso con la intención de transmitir algo, no podían ser consideradas arte por una cuestión casi de falta de calidad.

Las obras deben tener su propia aura o singularidad, aquello que las convierte en representaciones únicas, según Benjamin, y, por ende, su reproducción mecánica las convierte en existencias carentes de alma. «Incluso la reproducción más perfecta de una obra de arte está despojada de un elemento: su aquí y ahora, su existencia única en el lugar donde se encuentra.» (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin, 1935, p. 12). Si seguimos este razonamiento, no se trata simplemente de que ciertas obras «merezcan» el honor de ser consideradas arte; es más bien una cuestión de esencia e implicancia, donde solo algunas, por su propia naturaleza, lo son, ya que en su aura y en su esencia contienen aquello que las convierte en arte. Sin embargo, estos criterios son muy abstractos y, muchas veces, demasiado subjetivos para poder aplicarse de forma rigurosa en la realidad.

Cada obra y su impacto son subjetivos, porque lo más importante son las sensaciones que generan en la individualidad de cada persona. Lo que no es aceptable es que, basándose únicamente en la subjetividad, se pretenda dictaminar qué es y qué no es arte. La profundidad de su impacto o su capacidad para expresarse determinarán lo valiosa que sea una obra y repercutirán, sobre todo, en su alcance a nivel popular. Pero, con que solo una persona sea capaz de sentir ese mensaje y que este cale en el fondo de su corazón, ya tenemos lo que es el arte. Y es precisamente gracias a esto que el arte contemporáneo nace.

No me refiero solo a obras actuales, sino más bien a los nuevos medios que aparecieron a partir del siglo XX. Si bien pensadores como Victor Hugo afirmaron que la literatura era el arte supremo y una expresión al mismo nivel que la pintura, su afirmación no fue tan cuestionada como uno de los medios que más se ha comercializado: el cine. Este último, al menos en sus primeros años, fue visto por aquella sociedad de pensadores artísticos con visiones más elitistas como un insulto al arte real, como algo sin alma y carente de trasfondo, incapaz de expresar verdaderas emociones. En sus inicios, fue ampliamente rechazado por estos grupos. Fueron necesarias muchas décadas y múltiples demostraciones para que, finalmente, el cine fuera considerado un medio artístico.

En un principio, la cinematografía radicaba artísticamente en la dirección de imagen y se consideraba una ampliación de lo que es la fotografía, y era ahí donde residía la carga emocional. Pero sus historias eran, en aquel tiempo, incapaces de conmover. Este pensamiento estuvo arraigado a las primeras películas del siglo XX y no fue hasta las décadas de los años cincuenta y setenta que este medio empezó a ser tratado con el respeto que merecía. Poco a poco, los directores de cine fueron galardonados por sus logros y comenzaron a ser mirados con otros ojos, con una mirada que reconocía su gran capacidad y los equiparaba a los pintores tradicionales. Si bien existen obras más comerciales que buscan únicamente el entretenimiento, detrás de cada una de ellas se esconde un intento de transmitir un mensaje, y la propia producción de los filmes es un proceso artístico muy arduo que conlleva un gran esfuerzo. Si se trata de una obra creada solo con la intención de vender, probablemente caiga en el olvido y sea una obra que no le llegue a nadie, porque, si algo está claro, el arte es solo aquello que se construye con el objetivo de serlo. Este futuro y este proceso son muy similares a los que atraviesan los videojuegos en la actualidad. Su impacto y su próxima revolución como medio artístico serán temas de debate a lo largo de todo este siglo XXI.

Los primeros videojuegos se crearon como un simple medio para entretener; de hecho, su propio nombre explica aquello. Un juego se define, según la propia RAE, como la acción de jugar por entretenimiento, es decir, algo que permite al individuo entretenerse sin mayor objetivo que ese. Si a esto le sumamos que los juegos han sido históricamente asociados a los niños, tenemos un medio profundamente estigmatizado por una visión que se deriva de su propia etimología.

Un videojuego, visto desde fuera y únicamente por su contexto, se definiría como aquello que es capaz de entretener y que requiere un medio electrónico para ser experimentado, exigiendo, además, la participación constante de quien lo juega. A pesar de esto, la industria del videojuego ha evolucionado enormemente en los últimos años, y lo más importante es que se ha complejizado hasta el punto de pasar de simples juegos diseñados para retener la atención durante minutos o pocas horas a títulos que son prácticamente infinitos o que conllevan tantas horas que jugarlos se convierte en un compromiso. Algunos títulos incluso se han convertido en fenómenos competitivos a nivel mundial gracias a la existencia del modelo online, que se ha estandarizado tanto que hoy son estos títulos los que mueven la mayoría de los números y del dinero de la industria.

Pero yo quiero separarme de esos títulos repletos de microtransacciones o de prácticas de monetización anticonsumidor, de esos juegos cuya única razón de existir es generar la mayor cantidad de ganancias por cada jugador. Y sí, tal vez mi postura suene radical y dé la impresión de que estoy en contra de todo título con componente online. Aunque en parte esto es cierto, no considero que sea algo necesariamente malo. Aun así, quiero enfocarme en aquellos títulos que se han construido como arte desde el inicio, donde el desarrollador ha tenido una visión clara de lo que quería transmitir y, bajo esa capa de entretenimiento, se esconden historias con tantos matices que sus análisis pueden ser objeto de estudio completo. Con esto no pretendo manifestar que considero que el medio de los videojuegos sea mejor que otros; ese no es el objetivo de esto. Lo importante de este medio es que puede llegar a estar, al menos, al mismo nivel que los demás, y no debería ser tan desprestigiado como lo está actualmente, ya que posee elementos únicos que permiten experimentar historias sin igual y con una profunda calidad narrativa, visual, musical e incluso psicológica. No hay ningún otro medio capaz de conectar tanto con el receptor como lo hace un videojuego, porque externaliza la experiencia artística. Ahí yace su magia, que, como veremos en la siguiente parte, redefine la forma de contar una historia.

(Continúa aquí)

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