Política y Economía

The Last of Us, Kropotkin y el apoyo mutuo en el fin del mundo

The Last of Us
The Last of Us. Imagen: HBO.

Este artículo contienes spoilers.

Joel Miller ya había perdido su humanidad antes de que a su hija la mataran de un tiro, pero el resto del mundo tenía otros planes.

La semana anterior al estreno de The Last of Us mi hermano me regaló el ensayo del anarcocomunista ruso Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo. Mi idea era leerlo, así que eso hice, y comencé la serie sin que una cosa tuviera mucho que ver con la otra. «Cuando te pierdas en la oscuridad», la primera entrega, la vi con un par de amigos y, mientras empezaba, apostábamos a cuántos tópicos de las pelis de zombis aparecerían en la primera media hora.

Poco antes de finalizar el flashback con el que arranca la serie, The Last of Us no tenía mucha pinta de querer ser distinta a las demás, quitando, claro, el apropiadísimo inicio: ese plató de televisión de los setenta donde, muy acertadamente, consiguen infundir miedo más allá de la ficción, porque explican, rompiendo la cuarta pared tanto dentro como fuera de la escena, cómo de factible sería una catástrofe fúngica en un futuro lejano. Que así, después de una pandemia, pues no nos sorprende tanto.

El planteamiento del día 1 era una sucesión de arquetipos que no parecía querer esforzarse: la casa que arde sin ningún motivo, el perro asustado, la anciana caníbal —sacada, por supuesto, de Braindead: tu madre se ha comido a mi perro—, la voz en off de noticias narrando extrañísimos sucesos en el sudeste asiático, o la vecina estúpida que no se entera de nada y la devoran hacia el minuto veinticinco, que siempre hay una. Hasta que llega el momento que define la tradición yanqui por antonomasia: cuando abandonan a su suerte a alguien a quien podrían ayudar, solo para acrecentar la carga dramática de la escena. Una familia con una rueda pinchada en mitad de la carretera que queda cada vez más pequeña en el espejo retrovisor. La meritocracia es tener el depósito de gasolina siempre lleno para salir huyendo.

Una de las lecciones más importantes que trata de transmitir The Walking Dead —hablo de la ficción televisiva, no tengo ni idea de los cómics— es que los zombis son el último de los problemas de los protagonistas: el verdadero enemigo es el ser humano. Aunque la pandemia haya dado pistas de cómo nos comportamos ante una catástrofe que se va de las manos, tratar de simular una sociedad veinte años después de una plaga como la del cordyceps es, como mínimo, difícil. Decenas —diría que cientos— de guionistas han tratado de hacerlo y casi ninguno se sale del esquema clásico. 

Los estadounidenses, tan dados a la acción que hicieron presidente a un cowboy y venden rifles y licores en el mismo pasillo de Walmart (¿os dais cuenta de que no te dan lo mismo cuando en Madrid pides una pistola en una panadería de que lo te darían en Estados Unidos? Ellos son más del pan de molde), desarrollan sus apocalipsis ficticios bajo el marco de la competencia, letal y despiadada, entre grupos o individuos. 

Esa concepción humanista tan estadounidense, tan del «sálvese quien pueda», roza, y mucho, con los escritos de Piotr Kropotkin, ese anarcocomunista que mencionaba al principio y que, sí, va a tener mucha relevancia en este artículo.

Decía Kropotkin que siempre hubo historiadores que tuvieron una visión pesimista de la humanidad, poniendo el foco en las guerras intestinas, las crueldades y la opresión y dibujaban sociedades poco cohesionadas y siempre dispuestas a luchar entre ellas. La concepción del pesimismo es algo a lo que los conservadores han denominado «realismo» o «sentido común»: ser reaccionario es sinónimo de ser pesimista, porque se tiende a no querer cambiar nada; por esa razón hay tan pocos relatos distópicos alejados del relato de la acumulación capitalista, porque toda alternativa se presenta como peor al propio sistema. 

Esa filosofía libertaria de Kropotkin choca frontalmente con la de Hobbes, para quien la humanidad comenzó a avanzar cuando los grandes señores y legisladores pusieron orden a la civilización. El filósofo inglés influyó a un buen número de pensadores, como a Thomas Henry Huxley (1825-1895), que se plantó en una conferencia en 1888 a describir a los hombres primitivos y los aborígenes como una suerte de bestias —tigres o leones— desprovistos de toda clase de concepciones sociales. Más allá de los vínculos familiares, el estado normal de la existencia humana era —y es, según Huxley— la guerra hobbesiana del uno contra el resto. 

De la confrontación de estas dos referencias nacen las dos facciones antagonistas de The Last of Us: FEDRA y los Luciérnagas. Los primeros son una entidad gubernamental que tomó el control del país tras el brote (algo así como si Fernando Simón hubiera aglutinado los restos de la UME y hubiera montado una pesadilla autoritaria en Murcia, Lugo y Barcelona) y establecieron un férreo gobierno fascistoide cuya máxima prioridad es la seguridad. Los Luciérnagas, por su lado, son revolucionarios, que se posicionaron en contra de la ley marcial impuesta por la agencia federal y que desde el primer momento actuaron como un grupo terrorista. 

Al margen del debate de por qué, en una correlación de fuerzas, el institucionalismo tiene la potestad de llamar terrorista a su adversario sin derecho a réplica, los creadores del videojuego establecen aquí esa bifurcación filosófica: los que desconfían de la capacidad humana de organizarse y plantar cara a los desafíos de la naturaleza, y apuestan por un control férreo de la sociedad, y los que, en fin, se oponen a la militarización de la vida cotidiana.

Partamos de un concepto: una catástrofe apocalíptica —un virus zombi, un meteorito o un sharknado— supone, además de la completa destrucción de la realidad presente, un restriego de ucronías en las que unos afortunados consiguen asentarse y disponer de recursos y los que, por otra parte, se van a vivir «al monte». Kropotkin detalla con mucha profundidad el exterminio de los bosquimanos, hotentotes, hombres de las Tierras del Fuego y papúes o aborígenes australianos por parte de los colonos. 

FEDRA representa ese sector de la sociedad que, de una u otra forma, ha conseguido acaparar los recursos necesarios —armas, medicinas y comida, en ese orden— para reasentarse en el nuevo mundo. Su retroceso histórico no ha sido un salto de más de cinco siglos. No está mal si lo comparamos con la precariedad en la que se vive fuera de las zonas de cuarentena: la azul y salvaje lejanía.

Los Luciérnagas —y todo lo que no sea FEDRA, en realidad— se asemejaría mucho más a un modelo comunal (salvo excepciones en las que un pastor evangélico controle una turba de perturbados caníbales), en el que la toma de decisiones y el reparto de recursos es horizontal. Así que, como los papúes, practican un comunismo primigenio. El experimento que fascinaría a Marx y aterrorizaría a Stalin

Este comportamiento maravilló a Darwin: lo cuenta Robert Shanafelt en «How Charles Darwin got an emotional expression out of South Africa (and the people who helped him)» donde describía las conexiones solidarias entre individuos de una misma agrupación. «Si das algo a un hotentote, lo reparte entre los presentes. No puede comer solo. Por más hambriento que esté, siempre comparte su alimento». Los pueblos primitivos, decía Kropotkin, no tenían ese egoísmo adquirido de los sistemas económicos. Las costumbres perviven hasta nuestros días: la hospitalidad de los pueblos bereberes del Sáhara, que viven al margen del resto del mundo, ha sido siempre muy famosa entre exploradores y viajeros del norte de África.

La tesis de Kropotkin se centra en el apoyo mutuo como motor de progreso de las especies, y en cómo la competencia entre animales no suele producirse de forma intraespecie, sino que se proyecta en la supervivencia del grupo/especie más fuerte, no del individuo. 

Claro, esto no impide —no hay forma— los conflictos entre grupos de la misma especie; esto tiene implicaciones culturales ligadas al concepto de clan. Una sociedad anárquica no está exenta de acabar a tortas con otra. Porque la anarquía ni es un pogromo de antorchas y horcas ni unos hippies alegres tocando el tambor, ni la encarnación del caos ni la de la amistad eterna. Tiene que ser una cosa, como diría mi abuela, que esté bien. 

La razón, entonces, por la que damos por hecho que el fin del mundo se parecerá más a Mad Max que a una utopía de Proudhon, se debe a que la visión predominante que ha asimilado nuestra cultura ha sido la de Hobbes y no la de Kropotkin. La dichosa frasecita de que el hombre es un lobo para el hombre, el logro final del capitalismo tardío: la confrontación horizontal para perpetuar su poder. Durante el confinamiento pudimos ver una manifestación clara en los famosos policías de balcón, que convirtieron las calles en un panóptico de Bentham.  

A posteriori, con la serie terminada, aquellos primeros minutos fueron los únicos estereotipados de toda la temporada. Tanto ha sido que ha provocado llantos y pataletas en Twitter, Reddit, 4Chan y Forocoches, entre otros. El casus belli no es nuevo: el cansino debate de la inclusión forzada. Cuando Barbarella enseñaba las tetas en el espacio a nadie le pareció forzado. 

Tras el estreno de El Lobo de Wall Street de Martin Scorsese en 2013, hubo una oleada de personas —diría que todos hombres— que entendieron que Jordan Belfort era un genio, los federales los malos y, los demás, unos idiotas. Lejos de las intenciones del director, aquel estafador al que dio vida Leonardo DiCaprio se convirtió en la imagen de la incipiente alt-right: el criptobro primigenio. Nunca entenderé cómo hay tantos curritos que creen que están más cerca, en la pirámide económica, del narcotraficante que del culero.

La contracultura ha pasado de estar en manos de punkis pastilleros a secuestrada por derechistas cocainómanos, valga la redundancia, que han azuzado el postureo ético y las políticas de identidad de la izquierda —porque ser un hombre blanco heterosexual y alcohólico no es para nada una identidad, claro— y se venden como los últimos librepensadores del mundo occidental. Debe ser jodido que nadie se ría de tus chistes de frígidas, negros y maricones mientras cobras una miseria que Hacienda crees que te roba, se cuela el trap que escucha tu hija de pladur a pladur y ves a tu mujer babear ante Pedro Pascal, que no está ni fuerte.

A los más ortodoxos, mencionar la comuna de Wyoming en la que vive el hermano de Joel, Tommy, donde se autoproclaman comunistas, es, sin ningún atisbo de duda, otra muestra de la inclusión forzada, hashtag woke, hashtag Soros, que ha malogrado tantas series y videojuegos. Aunque, claro, tampoco les parece bien que se mencione una copa menstrual —estamos a lo que estamos: a matar zombis, no a tener la regla— ni que dos tipos sean todo el uno para el otro durante dos décadas de soledad, ni les parece bien nada.

Craig Mazin y Neil Druckmann nos enseñan que otro fin del mundo es posible, aunque no vayamos a librarnos tan fácilmente de las ínfulas dictatoriales de determinados miembros de nuestra especie. Y por esa razón The Last of Us es tan, tan buena.  

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9 Comentarios

  1. Diego__JT

    Qué buena columna, socio, si no le has dado al juego tienes que jugarlo

  2. Cuanta sabiduría en tan poco texto.

  3. Jairo RP

    Excelente! por textos como estos es que visito jotdown…

  4. Como columna, muy chula, aunque pretenciosa. También hay un cambio de estilo entre la primera y la segunda mitad que sorprende un poco. Muy divertida de leer, en todo caso.

  5. Nicolas leguina

    Gran columna. La gran mentira que más daño hace a la humanidad es ese concepto de hobbs de que el ser humano es malo por naturaleza y la sociedad es lo que previene que nos matemos unos a otros. Dia si dia tiene se demuestra que eso es mentira y que el mito de el buen salvaje es más certero.

    Recomiendo este libro al respecto.

    https://en.m.wikipedia.org/wiki/Humankind:_A_Hopeful_History

    • Realmente ni lo uno ni lo otro, los humanos somos diversos. Eso sí, nos hemos pasado 3 o 4 millones (200.000 años los homo sapiens) e años siendo comunistas primitivos, y vivíamos felices y satisfechos sin reyes, magnates, soldados o sacerdotes que nos coartaran la libertad. Sólo los 10.000 últimos años la cosa se torció e institucionalizamos la desigualdad.

    • Todos los «salvajes» viven en sociedades con reglas que previenen que se maten unos a otros. Que no tengan pantalones o cuentas bancarias es irrelevante. Si tienes hijos o conoces a otros niños pequeños verás cómo de bueno por naturaleza es el ser humano.

  6. Si te gusto la serie puedo recomendar el Juego que la inspiro.

  7. Pingback: Bill y Frank y el terror y supervivencia - Jot Down Cultural Magazine

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