Arte y Letras Historia

El suicidio de Japón (2)

el suicidio de japón 2
Grupo de samuráis del dominio de Satsuma. Fotografía por Felice Beato (CC)

Viene de «El suicidio de Japón (1)»

En 1614, el samurái Hasekura Rokuemon Tsunenaga cumplió un particular sueño: pisar la península ibérica. Desembarcó en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, encabezando una colorida comitiva de asistentes. Iba además acompañado por un imponente grupo de escoltas, todos ellos también samurái. El grupo despertó una ferviente expectación entre los ciudadanos locales, que se aglomeraban para intentar echar aunque fuese un fugaz vistazo a los exóticos individuos llegados desde una de las naciones más lejanas del planeta.

Era tan solo la segunda vez en toda la historia en que sucedía un rarísimo acontecimiento: que enviados procedentes del País del Sol Naciente llegasen a Europa. La anterior visita, sucedida treinta años atrás, había traído a cuatro adolescentes de familias nobles japonesas y, aunque había sido un éxito como memorable gira de acercamiento cultural entre aristócratas de dos continentes, estuvo desprovista de trascendencia política o comercial. En esta ocasión, sin embargo, Tsunenaga era un verdadero diplomático con poderes negociadores y pretendía cumplir una misión mucho más ambiciosa: estrechar de verdad los lazos entre occidente y Japón.

Su primer objetivo consistía en establecer relaciones comerciales con el imperio español. Así conseguiría que los comerciantes nipones tuviesen acceso a la principal divisa internacional del siglo XVII: los metales preciosos procedentes de América. En segundo lugar, Tsunenaga pretendía fortalecer el vínculo religioso entre el Vaticano y los kirishitan, la incipiente pero bien situada comunidad cristiana de Japón. Y Tsunenaga era un hombre que creía en su misión. Actuaba en nombre de sus gobernantes, desde luego, pero él mismo era católico e hispanófilo y estaba impulsado por una solemne convicción en la importancia de la embajada. Pensaba que Europa estaba convirtiéndose en la vanguardia tecnológica, comercial y militar del planeta, así que juzgaba conveniente el que Japón imitase algunas de sus estructuras socioeconómicas. Conocida como «embajada Keicho», la segunda misión japonesa en Europa constituyía una ocasión única para estrechar vínculos entre dos naciones que, pese a su lejanía y su disparidad, tenían intereses en común. De haber conseguido Tsunenaga sus objetivos, el intercambio económico y cultural de Japón con los territorios españoles de Filipinas y América pudo haber generado efectos geoestratégicos difíciles de precisar, pero que sin duda hubiesen cambiado el rumbo de la historia. Podría especularse, por ejemplo, con la siguiente idea: si Tsunenaga hubiese conseguido solidificar el vínculo con España y otras naciones europeas, es posible que siglos después jamás hubiese tenido lugar el ataque aéreo sobre Pearl Harbor y que las ciudades de Hiroshima y Nagasaki no hubiesen sido arrasadas por sendas bombas atómicas.

La ocasión histórica fue desaprovechada. Como veremos en la tercera parte, Tsunenaga estaba en el punto álgido de la misión cuando, para su sorpresa y disgusto, el gobierno japonés dio un repentino giro político hacia el aislacionismo. Las naciones europeas reaccionaron a su vez con el cierre de las negociaciones. El tropiezo, sin embargo, no impide reconocer el carácter visionario de Hasekura Tsunenaga, cuyo deseo de occidentalizar su país se adelantó por dos siglos a sus compatriotas del futuro. No sería hasta la segunda mitad del siglo XIX en que volvería a renacer el impulso político de occidentalizar Japón con el fin no perder el barco de la modernidad. Mientras tanto, desde el siglo VII hasta el XIX, se convirtió en una nación que, por decisión propia y salvo pequeñas excepciones, le daría la espalda a Europa y América. Doscientos cincuenta años después, el país reabrió sus puertas y envió otra embajada a Occidente, pero había transcurrido tanto tiempo que nadie recordaba las dos anteriores (exceptuando, quizá, un ínfimo puñado de estudiosos de la historia). Baste decir que los periódicos de la época cometieron el error generalizado al describir la visita diplomática de 1862 como la «primera embajada japonesa en Europa de toda la historia», cuando era en realidad la tercera.

La embajada de Tsunenaga demostró, en cualquier caso, que el Japón feudal no siempre se resistió a recibir influencias occidentales. Podría decirse, incluso, que los japoneses se habían mostrado más proclives a recibir esa influencia que otras potencias de la región, muy en particular los chinos. Es verdad que los primeros contactos entre japoneses y europeos, ocurridos a finales del siglo XVI y principios del XVII, no estuvieron exentos de algunos serios roces. Aun así, no sería descabellado afirmar que entre ciertos círculos de las clases cultivadas japonesas hubo un rápido enamoramiento hacia todo lo europeo y cristiano. Lo que impidió que este enamoramiento cultural progresara hacia un acercamiento definitivo fue el contexto político interno, ya que la llegada de los primeros navegantes europeos a la región incitó la desconfianza en el particular sistema de gobierno japonés: el shogunato. El shogun era una figura que estaba solamente por debajo del emperador. En la teoría, pues en la práctica era quien de verdad reinaba. Distintas facciones se disputaban el control del shogunato, lo cual no era algo nuevo, pero bastó que la facción gobernante decidiera que los europeos eran un potencial aliado de sus rivales internos para que Japón cerrase sus puertas a Occidente.

El origen del shogunato se remonta a finales del siglo XII. Por entonces, el sistema imperial japonés estaba sufriendo una seria crisis. La figura del emperador había sido central en la identidad japonesa desde que aparecieron los primeros retazos de su historia escrita. Los japoneses siempre habían tenido un emperador, y siempre lo iban a tener en el futuro. Como muchos otros pueblos antiguos, explicaron sus orígenes combinando mitología religiosa con recuerdos vagos de un pasado prehistórico transmitido mediante tradición oral y artística. Por ello, los emperadores obtenían de esa mitología su estatus cuasi divino. Se decía que el primer emperador del Japón, llamado Jinmu, había sido el descendiente directo de la diosa del sol Amateratsu y del dios del sol Susanoo. Según la leyenda, Jinmu fundó el Japón cuando terminó la Era de los Dioses, heredando de ellos la legitimidad para gobernar el ámbito terrenal. Si usamos el calendario occidental, la leyenda sitúa estos hechos en el siglo VII antes de Cristo, no mucho después de que otro personaje mitológico, Rómulo, fundase la ciudad de Roma. Al igual que Rómulo, Jinmu es una figura de ficción, aunque cabe la posibilidad de que tuviese una tenue relación con algún personaje real cuya auténtica biografía se hubiese perdido en el tiempo. Es imposible saberlo, puesto que no existen fuentes escritas de los inciertos tiempos del primer emperador, ni de muchos otros emperadores que vendrían después. Tuvo que transcurrir un milenio hasta que empezasen a existir emperadores que sí dejaron un rastro histórico verificable, ya en el siglo VI de nuestra era.

Un Japón sin emperadores era, pues, impensable. Pero esto no impidió que el sistema político fuese imperial en la teoría pero no en la práctica. La mitología no puede contrarrestar la fuerza de la realidad y, mucho antes de la crisis del siglo XII, los emperadores habían perdido su poder frente a los daimios, los señores feudales que controlaban diversas regiones de Japón. El principal motivo había sido el fracaso de los emperadores en el intento de establecer un ejército nacional lo bastante fuerte como para imponer su voluntad sobre los nobles de provincias, quienes disponían de sus propios ejércitos y gobernaban de manera autónoma sus respectivos han («feudos»). El motivo de este fracaso es simple de explicar: el grueso de los ejércitos se componía de campesinos reclutados en las zonas rurales donde eran los daimios, no el emperador, quienes gobernaban de manera directa sobre los ciudadanos. Sin un ejército imperial, los daimios, a veces para defenderse de amenazas exteriores, a veces para defenderse de otros daimios que aspiraban a arrebatar el trono. Los señores feudales que ayudaban a los emperadores no lo hacían gratis; transcurriendo los siglos, acumulaban cada vez más títulos, tierras y poderes.

El sistema imperial tenía otro problema: cada cierto número de generaciones, la casa real se hacía tan extensa e incluía a tantos parientes privilegiados de los sucesivos emperadores, que los gastos asociados amenazaban con vaciar las arcas del Estado. Los emperadores buscaron solucionar este problema podando ramas enteras de sus familias, retirando los privilegios asociados de muchos de sus parientes lejanos. Esto solucionaba la cuestión del gasto, pero generaba un nuevo problema: los familiares descontentos. Algunas de las ramas podadas estaban lideradas por esos poderosos daimios que, respaldados por sus propios ejércitos feudales, continuaban sintiéndose parte de la realeza y se sentían merecedores de sus aspiraciones para gobernar. Así, diferentes aspirantes empezaron a pelearse por controlar el país, mientras los emperadores, atenazados por su propia debilidad militar, se mostraron incapaces de imponer el orden. La segunda mitad del siglo XII vio culminar esta crisis del sistema imperial. Fue una época caracterizada por conflictos civiles casi continuos, hasta que en 1180 estalló el definitivo: las guerras Genpei.

Las guerras Genpei enfrentaron a dos de aquellas antiguas ramas de la familia imperial que habían sido podadas para ahorrar gastos: los Taira y los Minamoto. Sus respectivos líderes, Kiyomori Taira y Yoritomo Minamoto, querían gobernar Japón pero cabe aclarar que no pretendían reclamar la corona para sí mismos. Pese a la debilidad de los emperadores, el carácter mitológico y religioso de la legitimidad imperial dificultaba que cualquiera pudiese usurpar el título sin desestabilizar la nación. Lo que Kiyomori Taira y Yoritomo Minamoto sí pretendían era ganar la guerra para dejar en el trono a un emperador legítimo, pero joven y manejable, que ejerciese como simple títere mientras uno de ellos ejercía el auténtico poder.

La guerra duró cinco años. Yoritomo Minamoto obtuvo la victoria y, como había planeado, dejó en el trono a un joven emperador que le servía para mantener una fachada de legitimidad mientras tomaba el poder para sí mismo. Dado que no existía una denominación oficial para designar un jefe de gobierno que no fuese el propio emperador, Minamoto decidió otorgarse un antiguo título que los emperadores habían concedido a ciertos generales distinguidos en las guerras contra los extranjeros: sei taishogun, «Comandante en jefe del ejército contra los bárbaros», aunque terminaría siendo usado en su forma abreviada shogun, «comandante en jefe». Así, durante los siguientes siete siglos, Japón iba a ser gobernado por una lista ininterrumpida de shoguns que buscarían ejercer un poder tan dictatorial como les permitiesen los revoltosos daimios. Seguiría habiendo emperadores en el trono, sí, pero todavía más desprovistos de poder y relegados a meras funciones simbólicas y ceremoniales. De hecho, Japón ya nunca tendría un emperador con poderes efectivos como los que sí hubo en Europa.

La consecuencia inevitable del absoluto control del shogun sobre la nación fue que el shogunato se convirtió en un título hereditario. Cuando el shogun moría, se suponía que era el emperador quien decidía a quién nombrar como sucesor durante una solemne ceremonia institucional. Pero era cada shogun quien de antemano señalaba a su heredero directo; llegado el momento, el emperador se limitaba a ratificar al heredero designado, y la ceremonia de nombramiento era un puro trámite. Esto hizo que el título se mantuviese casi siempre dentro de una misma dinastía, y podría decirse que el shogun era un rey de facto en todo excepto en el nombre y en la ausencia de legitimidad divina. Ni siquiera un emperador descontento gozaba de la potestad para destituir al shogun. La única forma en que una dinastía podía perder el shogunato era la derrota militar frente a una dinastía rival. Y claro, en un país dividido en poderosos han o feudos, los intentos de destituir al shogun eran frecuentes, si bien rara vez exitosos. Aunque los shogun no eran tan débiles como los emperadores, la ausencia de un ejército nacional centralizado y único continuaba siendo un problema. Las guerras civiles eran frecuentes y la supervivencia de cada dinastía dependía de un complejo juego de alianzas.

Desde la perspectiva del pueblo llano, sin embargo, poco había cambiado. El emperador estaba todavía legitimado por su origen divino y todavía se encontraba en la absoluta cúspide de la jerarquía social. La mayoría de japoneses, sobre todo los de clase baja que desconocían la trastienda del poder, siguieron creyendo que todas las decisiones importantes del país emanaban de la voluntad imperial, y que el shogun era un fiel ejecutor de las órdenes del emperador. Al shogunato le interesaba mantener este encantamiento para mantener la estabilidad social. La legitimidad dinástica estaba demasiado engranada en la mentalidad colectiva como para usurpar fácilmente a un emperador o, aún peor, para emprender experimentos republicanos al estilo de Oliver Cromwell o la Revolución francesa.

Tras la crisis del sistema imperial, pues, los  daimios continuaban teniendo sus propios ejércitos, dado que el sistema de reclutamiento dependía de la estructura socioeconómica provincial. En caso de guerra, la infantería era reclutada entre las clases bajas de cada región. En cuanto a los oficiales y la caballería, sucedía lo mismo que en Europa: su origen era noble. La caballería era conformada por una baja aristocracia que no tenía poder feudal, pero sí los medios económicos que le permitiesen comprar y mantener un caballo, vestir una buena armadura, o adquirir armamento avanzado. Esos miembros de la baja nobleza que conformaban la oficialidad y la caballería eran llamados bushi («guerreros») o samurai («subordinados»). Durante la batalla, los samurái ejercían como arqueros a caballo desde la retaguardia, mientras los plebeyos de la infantería combatían en primera línea. En cuanto la infantería conseguía romper las líneas enemigas por algún punto, los samurái cargaban al galope hacia la brecha para provocar el desorden en el enemigo, persiguiendo a los soldados que huían y decidiendo, en definitiva, el destino final de la batalla. Esta táctica era también frecuente en las guerras europeas. Durante la carga de caballería, los samurái intentaban acumular el más preciado de sus activos: la fama como combatientes. De ese prestigio dependían el lugar que ocupaban en la jerarquía social y sus privilegios económicos. Por ello, para hacerse notar, los samurái no vestían uniforme, sino armaduras de cuero y metal que lucían colores distintivos, y cascos personalizados con vistosos emblemas que los distinguiesen de los demás samurái.

Mucho antes del shogunato, en las etapas iniciales del sistema imperial, existió una diferencia genealógica entre la baja aristocracia guerrera de los samurái y la alta nobleza de los daimios. Muchos daimios eran aristócratas acostumbrados a una cómoda vida palaciega sin obligaciones militares, con escasa, y a veces nula, experiencia guerrera. Rara vez comandaban ellos mismos a los soldados. Por ello, los soldados se acostumbraban a recibir órdenes directas de los oficiales samurái, mientras que los daimios para quienes en realidad combatían eran personajes desconocidos y lejanos. Un buen oficial samurái conseguía que los soldados de clase baja confiasen en él y, al igual que sucedió con los legatus legionis, los generales romanos, o con personajes como Oliver Cromwell o Napoleón Bonaparte, la ascendencia psicológica sobre los soldados permitió que algunos oficiales samurái se hicieran con el control efectivo de los ejércitos. En última instancia, el control de los ejércitos era el trampolín hacia el poder feudal. Los samurái de cada territorio feudal fueron eliminando a los daimios palaciegos y se convirtieron en los nuevos daimios, creando una nueva alta aristocracia caracterizada por una cultura e idiosincrasia de origen castrense. De esta manera, los samurái terminaron acaparando toda la estructura aristocrático-militar que controlaba el Japón feudal. Todos los puestos relevantes de esa estructura, desde los oficiales hasta los daimios (y más adelante, el shogun), eran ocupados por miembros de la casta y subcultura samurái.

El samurái, por lo general, nacía destinado a serlo. Heredaba su condición de samurái por el mero hecho de haber nacido en una familia buke («familia guerrera»), aunque después debía probar que era digno del título. Por ello, las familias samurái imponían la formación militar individual ya desde la infancia: montura, tiro con arco, manejo de la espada, y las «artes marciales» pensadas para situaciones de lucha cuerpo a cuerpo en las que no hubiese armas disponibles. En resumen: los samurái se convirtieron en una casta militar hereditaria. En ciertas épocas y bajo determinadas circunstancias era posible que un combatiente de particular valía fuese ascendido a la categoría de samurái, de la misma forma que en Europa se podía nombrar caballero a un hombre que antes había sido un simple plebeyo pero entraba a formar parte de la nobleza gracias a sus hazañas militares. El ascenso de los samurái tuvo otro efecto importantísimo: la sociedad japonesa empezó a asemejarse a una cadena de mando militar donde la verticalidad, la obediencia jerárquica y el respeto al superior ejercían como los principios rectores.

El ascenso social estaba tan ligado a la profesión guerrera que el concepto japonés de prestigio era muy diferente al de, por ejemplo, sus vecinos chinos. En el Japón feudal resultaba impensable que un estudioso sin experiencia militar pudiese ascender en la jerarquía política, cosa que sí sucedía en China. Los aristócratas chinos sabían que el estudio era un privilegio que los pobres no podían permitirse, así que una administración formada por intelectuales mantenía los mecanismos de gobierno en manos de los ricos. Más allá de eso, no consideraban necesaria (ni conveniente) la formación militar en un administrador o gobernante. En Japón, además, el dinero no bastaba para ascender. Aunque los mandatarios japoneses entendían la conveniencia del comercio y muchas veces lo fomentaban de manera activa, también lo consideraban un mal necesario, un trabajo sucio destinado a personas carentes de la dignidad conferida por la vida militar. La mentalidad samurái y su particular lectura del neoconfucianismo (bastante alejada de la visión china) menospreciaba a los comerciantes como «seres parasitarios» que se lucraban especulando con bienes producidos por aquellos que de verdad aportaban riquezas tangibles: los campesinos, los pescadores, los artesanos, etc. Los comerciantes eran, por tanto, indignos de ocupar posiciones de gobierno. Se producía así la paradoja de que un comerciante pudiese ganar mucho dinero y resultar útil para las arcas de los gobernantes, a la vez que gozaba de menor consideración social que un campesino. Como parece lógico, este desajuste entre éxito comercial y prestigio social sería la causa de considerables tensiones sociales cuando una creciente burguesía comercial poseedora de poder económico se hartase de verse apartada de la estructura política. Ya en el siglo XIX, esa tensión sería una de las varias causas que propiciarían el fin del shogunato.

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Tres samuráis. Foto: Kusakabe Kimbei (CC)

El doble rasero de los samurái que menospreciaban por ideología a quienes por otra parte les resultaba útiles, como los comerciantes, se extendía también a su propia profesión, la guerra. Los samurái buscaban pelear de manera honorable, dando la cara sin emplear juego sucio. Se negaban a ejecutar acciones propias de comandos, como ataques encubiertos o asesinatos planeados. Mejor dicho: se negaban a ejecutar esas acciones ellos mismos, pero no se abstenían de contratar a personas de clase baja para cometer las despreciables pero necesarias acciones clandestinas o ninjutsu. Esas personas eran conocidas como ninjas. La ficción moderna ha creado una imagen estereotipada y legendaria de los ninjas, pero en realidad se sabe poco sobre los ninjas históricos. Dado lo innoble y poco atractivo de su oficio, eran ignorados por las epopeyas literarias y apenas aparecen en las crónicas bélicas. El apogeo de los ninjas guerreros se sitúa en los siglos XV y XVI, justo cuando el shogunato era más inestable, los daimios guerreaban mucho entre sí y empleaban con asiduidad los comandos ninja. Más adelante, con el decreciente número de guerras civiles, el oficio de ninja fue derivando hacia nuevas funciones. Muchos ninjas se convirtieron en espías, escoltas o guardias de seguridad, desconociendo que su profesión se iba a convertir en un lugar común de la ficción popular del lejano futuro.

Cuando los antiguos daimios fueron derrocados por nuevos daimios procedentes de la casta samurái, estos entendieron que también ellos corrían el riesgo de ser derrocados por sus propios oficiales. Intentando evitar que los subordinados más ambiciosos diesen un golpe de estado local, se impusieron nuevas normas de conducta. Cada samurái debía jurar lealtad a su daimio, tenía prohibido trabajar para otros daimios, e incluso tenía prohibido ganar dinero realizando actividades neutrales que su señor no considerase convenientes. Esto contribuyó al desarrollo de un código, el bushido, «camino del guerrero». Constaba de siete virtudes principales: valor, compasión, justicia, cortesía, sinceridad y, por encima de todo, honor y lealtad. Como todo código, el bushido era más un ideal de conducta que una conducta que se cumpliese siempre en la realidad, pero servía bien como mecanismo de contención de las ambiciones de los oficiales, ayudaba a que se produjesen menos revueltas internas en los han, y conseguía que la estructura jerárquica fuese menos inestable que en el pasado.

Los samurái eran, ante todo, guerreros. Pero en tiempos de paz ejercían otras funciones a cuyo buen cumplimiento también contribuyó la adopción del código bushido. Por ejemplo, ellos eran la policía de cada feudo, lo cual les confería un enorme poder sobre las clases bajas, en especial cuando se prohibió la antigua costumbre de que los campesinos que volvían de la guerra se llevasen a casa las armas que habían usado sirviendo en la infantería. Así, los samurái empezaron a ejercer el monopolio de la fuerza. En ocasiones, ante delitos de especial gravedad, contaban con la potestad de ejercer como jueces y verdugos in situ, lo cual inspiraba miedo y respeto. Puesto que los samurai no vestían un uniforme propiamente dicho, su rango se hacía visible mediante un peinado característico y, en especial, por sus espadas. Tras la prohibición de que las clases bajas tuviesen armas, los samurái eran los únicos hombres con potestad legal para llevar consigo la katana, espada que servía como recordatorio de su autoridad. Pese a todo este poder, los samurái debían cuidar su sentido de la proporción y de la justicia para evitar el descontento popular, y ahí también entraba en juego el bushido.

Como premio por su lealtad hacia el daimio, los samurái gozaban de una vida privilegiada. Habitaban buenas viviendas situadas en torno al castillo de sus respectivos señores (solían tener prohibido vivir entre los campesinos para no caer en la tentación de mezclarse demasiado con ellos, ganárselos y revolverlos contra el daimio). Recibían un cuantioso sueldo, convirtiéndose con mucha diferencia en los asalariados mejor pagados del Japón feudal. El salario podía ser abonado en metálico, pero la forma más habitual de pago era el arroz, un alimento considerado delicioso, muy nutritivo, y bastante caro en la época porque los cereales como el trigo escaseaban. La unidad monetaria era el koku, esto es, la cantidad de arroz necesaria para alimentar a una persona durante todo un año, ciento cincuenta kilos. La cantidad de kokus que recibía el samurái determinaba a cuántas personas podía alimentar, y, por lo tanto, cuál podía ser el tamaño de su séquito: familiares, sirvientes, escuderos, escoltas, etc. El salario promedio de un samurái era un centenar de kokus, lo cual permitía tener un séquito de cien personas, aunque algunos samurái recibían mucho más, y otros recibían menos, todo dependiendo de su prestigio y del poder económico de su respectivo señor.

Teniendo la vida alimentaria resuelta y con sirvientes bajo su mando, los samuráis gozaban de mucho tiempo libre, sobre todo en tiempos de paz, y podían permitirse el lujo de recibir una esmerada educación formal. En el Japón feudal, como en el resto del mundo, la mayoría de la población era analfabeta, pero los samurái eran, además de guerreros, individuos muy cultivados. Estaban acostumbrados a las actividades intelectuales que enriquecían el espíritu: literatura, música, pintura, teatro, juegos de mesa, jardinería, arreglos florales, etc. También disfrutaban de entretenimientos sociales cotidianos como la famosa ceremonia del té. Su educación superior permitía que, además de servir en la guerra, pudiesen ejercer otras funciones en la administración o la diplomacia. En general, podría decirse que el samurái promedio era un individuo tan refinado y sofisticado como cualquier aristócrata chino o europeo, con la diferencia de que ejercía también como guerrero. En las dos ocasiones en que samurái japoneses visitaron Europa en los siglos XVI y XVII, sus exquisitas maneras y la dignidad de su presencia despertaron una pasmada admiración, y el samurái se convirtió en el colmo del refinamiento para un amplio rango de autoridades occidentales, desde alcaldes y obispos hasta reyes o Papas.

Un aspecto interesante que la ficción moderna sí ha conseguido reflejar en ocasiones es la corrupción del samurái. ¿Qué sucedía con el código bushido cuando un samurái veía desmoronarse su cómoda existencia? Si descuidaba sus finanzas y acumulaba deudas, o caía en desgracia ante su señor, o su señor era derrocado por un enemigo, el samurái podía verse obligado a buscarse la vida sin su sueldo acostumbrado. El adoptar un oficio común alejado de la guerra no solía parecerle una opción apropiada. Solía terminar ejerciendo como ronin, poética expresión que podría traducirse como «hombre que vaga como una ola», pero que se entiende mejor con el sencillo término «mercenario». Entre los ronin había samurái que habían perdido su posición por motivos diversos, así que también se comportaban de formas diversas. Algunos intentaban seguir combatiendo de manera honorable para no incumplir el bushido, pero otros caían en la tentación de saltarse las normas y, en raras ocasiones, incluso de ejercer el crimen. Esto último era muy grave, en especial cuando el bushido estaba ya muy implantado en la mentalidad colectiva, pues el peor cataclismo en la vida de un samurái era el deshonor.

En casos extremos, la vergüenza de un samurai por haber perdido el honor, o el miedo a verlo mancillado tras caer prisionero de sus enemigos, podía conducirlo al suicidio. El método típico era el famoso ritual que recibe dos nombres: seppuku («destripamiento») o harakiri («corte del estómago»). El samurái se sentaba y, empleando un cuchillo, procedía a rajar su propio abdomen de manera que las vísceras saliesen al exterior. A continuación, con la tripa ya abierta, dejaba el cuchillo a un lado y esperaba la muerte. Dado que esta manera de morir producía un sufrimiento inmenso y cruel, se admitía una manera de abreviar la agonía: la decapitación. Detrás del suicida se situaba otro samurái provisto con una katana, a quien se conocía como kaishakunin o «asistente». En cuanto el suicida se abría el abdomen y dejaba el cuchillo en su lugar, el kaishakunin le asestaba un espadazo en la parte trasera del cuello, acabando así con su vida. El suicidio por honor, por cierto, no era exclusivo de los varones. Las esposas de los samurái compartían su sentido del honor y algunas se suicidaban cuando habían perdido la honra o, muy en especial, cuando sus maridos había sido derrotados y querían evitar ser capturadas o violadas por sus enemigos. La diferencia era que a las mujeres no se les requería ejecutar el terrible harakiri, y podían usar métodos considerados menos atroces, como desangrarse tras cortarse las muñecas o la yugular.

El bushido y la figura del samurái serían glorificados en etapas posteriores de la política japonesa, muy en particular durante la primera mitad del siglo XX, cuando el imperialismo ultranacionalista reinventó una versión acorde a su ideología militarista e imperialista. Los samuráis serían también glorificados por la ficción tanto en Japón como en el resto del mundo, lo cual se prestó a exageraciones e idealizaciones. Pero no es menos cierto que, durante muchos siglos, la mentalidad japonesa fue moldeada en torno a la ubicua influencia social de los samurái. La preponderancia de la casta samurái explica la notable diferencia de actitud que Japón y China mostraron durante el ascenso del occidente colonial. Ya hemos visto que los mandatarios japoneses despreciaban el comercio y ensalzaban la vida castrense. Para los chinos, por el contrario, el mal necesario y el trabajo sucio propio de personas sin distinción era la guerra. Cuando los europeos empezaron a aparecer en el extremo oriente, los chinos no supieron o no quisieron entender el peligroso alcance de la capacidad militar europea. Los chinos se consideraban el centro del mundo y veían a los europeos como una nueva variante de bárbaro incivilizado de entre los muchos bárbaros incivilizados que vivían más allá de sus fronteras. La codicia de los europeos, siempre ansiosos por obtener productos que revender en su tierra, los hacía fáciles de engañar, lo cual parecía un signo de estupidez o, como mínimo, de torpeza estratégica. ¿Tenían los europeos buenas armas y barcos? Sí. ¿Los veían como un peligro vital? No, más bien como una molestia ocasional. Los chinos ya sabían que los japoneses eran extraordinarios guerreros y se habían defendido de ellos en alguna ocasión, y los guerreros europeos no les parecían comparables. Los occidentales eran demasiado toscos y anárquicos como para ser capaces de invadir o controlar China.

Los japoneses, perteneciendo a una sociedad militarizada, no dejaron de observar que los europeos eran excelentes en ese campo, pues sus tácticas eran apreciables y sus armas más avanzadas. Siendo también una nación insular y por lo tanto volcada hacia el mar, entendieron que la tecnología naval europea se situaba en unos niveles desconocidos en Asia. Todo esto contribuyó a una creciente admiración hacia lo occidental, aunque era una admiración no exenta de preocupación.

En 1543, los portugueses llegaron por primera vez a Japón y despertaron gran interés cuando mostraron un prodigio tecnológico: los arcabuces. Siempre atentos a cualquier innovación bélica, los nipones adoptaron de inmediato estas armas de fuego individuales. También los chinos las imitaron, pero los japoneses las convirtieron en recurso habitual de sus batallas internas y modificaron sus tácticas en consonancia. Así pues, los japoneses vieron que los nanban, «bárbaros del sur», tenían ideas interesantes. Pero los nanban también cometían irritantes excesos. En 1561, el insensato celo de unos misioneros portugueses llegados a Japón los condujo a quemar textos y figuras budistas, lo cual produjo una oleada de indignación entre un buen número de señores feudales que empezaron la considerar la necesidad de expulsar a los portugueses del archipiélago. En 1565, una flota japonesa formada por diez juncos de gran tamaño y varias decenas de pequeños barcos auxiliares atacó una exigua flotilla portuguesa formada tan solo por dos buques. En los barcos japoneses viajaban varias decenas de samurái para abordar los buques portugueses. La superioridad numérica de sus embarcaciones era tan aplastante que los japoneses confiaban en una victoria segura. Además, el mar había sido siempre su principal defensa. Siglos atrás, en 1274 y  otra vez en 1281, el emperador mongol Kublai Kan había enviado sendas flotas con el propósito de invadir Japón. Ambas flotas fueron arrasadas por el tifón local, que los japoneses, en agradecimiento, apodaron kamikaze o «viento sagrado». Otro motivo para el optimismo en la batalla frente a los dos buques portugueses era un precedente reciente: en 1521, una nutrida flota de juncos chinos había obtenido una victoria frente a cinco carabelas portuguesas. Si los chinos, peores combatientes que los japoneses, habían conseguido vencer, ¿por qué no iban a vencer ellos mismos?

La batalla, que tuvo lugar en la bahía de Fukuda, no salió como se esperaba. De hecho, su desenlace produjo una honda conmoción en Japón. Los dos barcos portugueses anclados en la bahía no eran débiles carabelas como las que habían sucumbido frente a la flota china. Eran una carraca y un galeón que, aunque estaban siendo usados para fines comerciales, se encontraban bien preparados para un enfrentamiento directo. Su capacidad artillera escapaba a la imaginación asiática. La superioridad numérica japonesa ni siquiera fue un factor; en cuanto los dos buques portugueses pusieron sus cañones a trabajar, arrasaron la flota local. Los portugueses apenas perdieron ocho hombres en la batalla, mientras que hubo decenas de muertes entre los atacantes, incluyendo unos cuantos samurái. Esta desastrosa derrota naval abrió los ojos de los japoneses quienes, estupefactos, entendieron que aquellos exóticos bárbaros europeos constituían un verdadero peligro sobre las aguas.

Y no estaban equivocados. En Fukuda, los portugueses se habían limitado a defenderse, pero ciertas ambiciosas autoridades coloniales pertenecientes a otro grupo de aquellos bárbaros del sur, los llamados españoles, estaban tanteando la posibilidad de lanzarse a la ambiciosa empresa de invadir Japón.

(Continuará)

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4 Comentarios

  1. No me pises que llevo chanclas

    Japón… ¡Mia questá lejooo Japóóón!

  2. E.Roberto

    Un suicidio, si no aconsejado en manera pérfidamente ambigua, seguramente inducido por los imperialismos de aquellos tiempos dramáticos. Pueblos peculiares los orientales, diría “plásticos”, capaces de adaptarse a cualquier nuevo contexto. Muy buen artículo. Espero la continuación.

    • Para «Imperialismos dramáticos» ya tiene el japonés del siglo XX.
      La sociedad japonesa es una sociedad totalmente vertical, de un seguidismo radical hacia su líder; recuerde que la única razón que pusieron los japoneses en su rendición en la SGM fue mantener al emperador (salvando las distancias, es como si los alemanes hubiesen hecho lo propio con su Führer…).
      La Revolución Meiji industrial solo se vio superada por la militarización y el fanatismo supremacista.
      Las matanzas del Imperialismo japonés NO tienen parangón en Asia, solo en Nanjing asesinaron a 200.000 personas (más que las Bombas atómicas de Hirosima y Nagasaki juntas); en Manila a su retirada, asesinaron a 100.000 filipinos (incluidos mujeres y niños) asaltando edificios religiosos y embajadas; por poner un par de ejemplos, pero, este modus operandi japonés se repicó desde Birmania hasta Papua.
      Los japonenses aplicaron la Ley de Gengis Kan, infundir terror como norma en las sociedades conquistadas; llevando al extremo la idea de «Imperio Depredador».
      Y mejor no hablar de los experimentos con humanos vivos (Escuadrón 731), que dejan en poco los del Dr. Mengele…
      P.D: a los interesados en la historia de la embajada de Hasekura Tsunenaga, tienen la novela «El samurái» (Shūsaku Endō, 1980), novela histórica de enorme valor.

  3. Excelente artículo. Mi enhorabuena a su autor.

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